– ¿Quieres saber más sobre el pequeño Brian?
Heather dejó el artículo y cogió el teléfono con la mano. El tipo debió de haber oído que ella era la autora del artículo publicado. Se tapó la boca con la mano para evitar que su voz llegara hasta los heavies del rincón.
– ¿Puedes decirme algo al respecto?
– No por teléfono. ¿Nos podemos ver?
– Dime el lugar y allí estaré.
El hombre le explicó que estaba muy nervioso y le hizo prometer que iría sola al Pancake Place a la una de la madrugada. Le pidió que no le contara a nadie el lugar de la cita y le dijo que ni siquiera lo anotara, para evitar que la pudieran seguir sin que ella se enterara.
Heather arrancó la dirección que había anotado en una esquina del bloc de notas y lo tiró a la papelera.
– Nos vemos esta noche -dijo, y esperó a que el tipo se lo confirmara antes de colgar el teléfono.
Los chicos la vigilaban sin mirarla; lo notaba. Dejó sus cosas encima de la mesa y salió al vestíbulo a tomar un café áspero de la máquina. Echó las monedas y miró por la ventana, por encima de los tejados de los edificios bajos, a los edificios de oficinas del centro, sonriendo para sus adentros mientras la máquina resoplaba y soltaba el café dentro del vasito de plástico. Pasaría por encima del Daily News y llevaría la historia directamente a un periódico de ámbito nacional. Con una buena noticia sobre el pequeño Brian y el artículo ya publicado sobre la familia en su curriculum, podía aspirar a cualquier trabajo después de graduarse. Incluso podría irse directamente a Londres.
Paddy merodeó por la redacción y la cantina para matar el tiempo hasta que llegara McVie. El turno de noche fue llegando poco a poco a la redacción, lo que aplacó el ritmo frenético de la mañana. Los miembros del personal de base tomaron sus puestos frente a sus mesas, se acomodaron para pasar la noche, con sus revistas y sus libros para leer, y un tipo del departamento de Especiales sintonizó en un pequeño aparato un programa de Radio Four que hablaba sobre la etapa muda del cine.
McVie la vio cuando entraba a comprobar si tenía mensajes en el tablón. La saludó con la cabeza, pero cuando ella se le acercó para hablarle puso cara de pocos amigos.
– Otra vez no -dijo-, la última vez ya tuve bastantes problemas. El pequeño cabrón llamó y se quejó de nuestra visita. Yo no sabía que no eras periodista.
– Soy chica de los recados.
– Da igual, no te acerques más a mí -dijo.
– Sólo quería preguntarte algo sobre el pequeño Brian.
– Ya -le señaló la nariz de manera acusatoria-. Y ésta es otra: estás emparentada con ese chaval de mierda y nunca me lo dijiste.
Paddy levantó un dedo y contestó:
– Entonces todavía no lo sabía, ¿no es cierto, gilipollas?
El uso de una palabrota pareció aplacar de alguna forma a McVie, como si de pronto captara del todo el grado de su vehemencia.
– Está bien -dijo-. ¿Tienes algo que puedas contarme sobre el caso?
– Nada. No sé nada de él.
– ¿Cómo puedes no saber nada? Sois parientes.
– ¿Tú tienes mucha relación con tu familia? -dijo sin saber la respuesta-. Y de todos modos, ¿sabes qué? -añadio-, ese tipo, J.T., intentó interrogarme sobre este tema y su técnica no se puede ni comparar con las tuyas.
McVie asintió:
– Sí, pero él se dejaría cortar los huevos por un artículo. Le pone cachondo. Me contaron que una vez fue a buscar la foto de una víctima de violación y asesinato a su madre. Cuando salía por la puerta, le dijo que su hija se lo había buscado. -Asintió solidariamente al ver el escándalo reflejado en el rostro de Paddy-. De esta manera, se aseguraba de que la mujer no volviera a hablar con nadie más de la prensa. Lo convertía en una exclusiva. Es un hijo de puta. ¿Y tú qué quieres, en todo caso?
– Te quería preguntar una cosa sobre el pequeño Brian. ¿A qué hora cogieron los chicos el tren en dirección a Steps?
– Dicen que fue entre las nueve y las nueve y media de la noche. ¿Por qué?
– ¿Dónde estuvieron desde la hora del almuerzo hasta entonces? -Bajó el tono de voz-. J.T. dice que no hay nadie que los viera en el tren. No creo que unos chicos tan pequeños cogieran un tren de cercanías hasta Steps.
McVie no parecía convencido.
– Llevaban los billetes encima.
– Pero Barnhill está lleno de solares y de fábricas abandonadas, y estamos hablando de chavales pobres. ¿Por qué iban a gastar el dinero en el tren? ¿Es posible que la policía se equivoque tanto?
Aquella imagen sobresaltó a Paddy y no sabía exactamente por qué; tenía la piel alrededor de los ojos y la boca doblada hacia arriba, y un ruido muy raro surgía de su garganta: McVie se estaba riendo, pero su cara no estaba acostumbrada a hacerlo.
– ¿Es posible que la policía se equivoque? -repitió él, volviendo a hacer aquel ruido-. ¡Te llamas Paddy Meehan, por el amor de Dios!
– Ya sé que pasó entonces, pero ¿podría seguir pasando ahora?
McVie dejó de poner aquella expresión terrorífica y dejó que ahora pareciera la mueca de un suicida.
– La mayor parte no serían capaces de hacer aparecer a los chicos como culpables. Aunque… -Bajó la vista hacia un lado y adoptó un aire escéptico-. La mayor parte no lo haría. Tal vez, si estuvieran convencidos de que son realmente culpables pero les costara demostrarlo, entonces puede que colocaran pruebas. Ven librarse a muchos cabrones, eso es comprensible.
Un editor del turno de noche se acercó a su mesa con un café y un cigarrillo y se sentó en una silla cerca de ellos.
McVie se inclinó hacia ella.
– Por cierto, conozco a Paddy Meehan. Es un gilipollas.
Paddy se encogió de hombros incómoda.
– Bueno, eso lo dices tú. ¿Sabes algo de un tipo llamado Alfred Dempsie?
– No.
– Mató a su hijo.
– Bien hecho. Me he enterado de que los chicos de la mañana han perseguido a Heather Allen por lo que te hizo; pero no lo confundas con ser popular.
– No lo confundo.
– De la misma manera serían capaces de darte caza para divertirse.
– ¿Darme caza para divertirse? ¿De qué coño hablas? Voy a chivarme al padre Richards de que utilizas ese lenguaje tan creativo.
McVie se esforzó por no reírse. Miró la hora.
– Está bien, lárgate. Tengo cosas que hacer antes de salir.
Se levantó.
– Bueno, gracias de todos modos, gran cerdo.
Él la miró bajarse la falda de tubo hasta las rodillas.
– Cada día estás más gorda.
Paddy no podía dejar que viera que le afectaba.
– Tienes razón -dijo comiéndose la tristeza-. Yo engordo, y tú envejeces haciendo un trabajo que odias.
Paddy bajó andando lentamente hasta Queen Street, con la intención de llegar allí después de las nueve. Era una tranquila noche de viernes en la ciudad oscura; había llovido con fuerza la mayor parte de la tarde y la humedad todavía ocupaba el aire amenazador. Frente a un hotel de George's Square, se cruzó con un grupo de mujeres con vestidos baratos y zapatos de plataforma, atentas y asustadas como una manada de ciervos; cerca, sus hombres borrachos se gritaban entre ellos. Trató de no mirar directamente a las mujeres y, en su mente, se convirtieron en una sopa de brazos gordos embutidos en mangas cortas, de dedos con anillos que tocaban cabezas permanentadas tan lacias que parecían llevar gorros de natación, y tacones cortantes clavados en zapatos de punta afilada.
La estación de Queen Street era un refugio Victoriano cavernoso con un techo de cristal en forma de abanico que cubría cinco andenes. Sólo estaban abiertos el pub y el bar Wimpy. Leyó en los horarios pegados a la pared que los trenes a Steps salían cada media hora, de modo que los chicos habrían tardado como máximo doce minutos para llegar hasta ahí. Las taquillas estaban a un lado de la estación, y ella advirtió que de noche las barreras no estaban vigiladas como lo estaban en las horas punta. Los muchachos se habrían podido colar fácilmente en el tren sin pagar.
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