Denise Mina - Campo De Sangre

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Paddy Meehan, una joven de 18 años, trabaja como botones en un periódico de Glasgow y sueña con llegar a ser periodista. Un día, a la redacción llega la historia de la muerte de un niño a manos de dos chavales de diez y once años, pero Paddy ve pistas que indican que detrás de los dos chicos hay un adulto. Pronto se dará cuenta de que sus investigaciones pueden llevarla a un suicidio profesional, una crisis personal y, además, ponerla en grave peligro.

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La oscuridad era una capa que le tapaba la boca y los oídos, actuaba como una sordina del tráfico lejano y del mundo de más allá de las vías, y volvía el aire tan denso que era incapaz de respirar bien. Una bolsa voló contra la valla, y, en los oídos de Paddy, el crujido del celofán sonó como un llanto atrofiado. Retrocedió hasta la valla y se agarró a ella con fuerza, dejando que el alambre se le clavara en los dedos mientras parpadeaba hasta borrar de su imaginación los últimos momentos de Brian. Un tren luminoso y estridente voló hacia ella, le llenó los oídos, y ella cerró los ojos a la arenilla y el vendaval, agradecida por aquella intrusión paralizadora.

El tren pasó y Paddy permaneció en la húmeda oscuridad, paseando la mirada a lo largo de la línea de ferrocarril hacia la estación iluminada. No parecía un lugar seguro, pero corrió al otro lado y, al hacerlo, resbaló ligeramente con una plancha de madera aceitosa; la pérdida momentánea de equilibrio le provocó un fuerte escalofrío en la nuca.

Junto al cuadrado aplastado de hierba, el arbusto tenía unas ramas cortadas: había algunas que acababan de cortar con un cuchillo afilado; sin embargo, había otras, más antiguas, que alguien había retorcido hasta arrancarlas, dejando un muñón de corcho y savia. Se acordó de lo que Farquarson le había dicho, de los palos que encontraron en el trasero del pequeño. Los cortes recientes más afilados hacían pensar que alguien había estado recogiendo pruebas.

Paddy dejó atrás el césped aplastado donde había estado la tienda y se subió al terraplén de lodo helado, ayudándose de unas raíces y unas rocas sueltas. Se encontró en un campo grande con surcos arados. A tan sólo quince metros, había una puerta sin cerrar. Oía el sonido de los coches que circulaban a gran velocidad por una carretera cercana. Las marcas de ruedas de coches de policía estaban marcadas en el barro frente a ella. Se puso bien erguida.

Los chicos no se habían podido tropezar con el pequeño después de haber estado jugando en un parque de columpios para pequeñajos. No habían podido esconderse durante ocho horas, ni haber ido hasta allí sin ser vistos en un tren demasiado caro, ni podían haberse pateado un callejón oscuro y desconocido hasta dar con un agujero en la verja que no sabían ni que existía. Alguien tenía que haberlos acompañado. Alguien los había llevado a los tres en un vehículo. Le parecía obvio, como debería parecerle a cualquiera que tuviera ojos para ver; pero nadie miraba. Tal y como estaba resuelto, el asesinato del pequeño Brian era una buena historia, una historia limpia.

Paddy permaneció en el campo amargo, con el pelo aplastado sobre la cabeza, escuchando el brutal viento de febrero y todos los coches insensibles que corrían hacia sus hogares en busca de bondad y calidez. La explicación era válida para todos y no sería cuestionada hasta que las pruebas fueran aplastantes. Volvía a repetirse la historia del maldito Paddy Meehan. Por muchas pruebas que aportara o por mucha gente que le hubiera visto la noche del asesinato de Rachel Ross, la policía ya había decidido que era culpable.

Capítulo 18

Chicas Killy y chicos de campo
1969

I

Meehan se pasaría los veinticinco años que le quedaban de vida revisando minuciosamente los detalles de la noche en la que no mató a Rachel Ross. Contaba la historia tan a menudo que ésta iba cambiando de significado: los nombres de las chicas se convertían en súplicas de comprensión; el tiempo, los lugares en los que los coches habían sido aparcados, las horas en las que las luces se habían encendido y apagado en el hotel: todo se convirtió en un mantra absurdo que volvía a entonarse cada vez que un nuevo periodista o abogado demostraba algún interés por el caso.

Por aquel entonces, la noche no parecía nada más que otro reconocimiento decepcionante, como miles de otras noches en la vida de un profesional del crimen.

Permanecieron tres horas en el aparcamiento del hotel, contemplaron a la gente entrar y salir del bar, se agacharon cada vez que aparecía algún hombre paseando a un perro, vigilaron y esperaron a que las luces se apagaran para poder controlar la vecina oficina de licencias de vehículos. James Griffiths estaba encogido dentro de su rígida chaqueta de conductor y no paraba de hablar de lo mismo.

– Robaré uno para ti -decía con su denso acento de Rochdale que enfatizaba el final de las frases, lo que las convertía en interrogativas-. Encantado, encantado. -Apagó su Woodbine en el cenicero. Hasta que James se apoderó del Triumph 2000 azul turquesa enfrente del hotel Royal Stewart de Gretna, el cenicero de aquel coche de cuatro años no se había utilizado nunca. Ahora desbordaba de colillas y de ceniza hojaldrada.

Meehan suspiró.

– No pienso llevármelos de vacaciones a Alemania del Este en un coche robado, por el amor de Dios. No llegaríamos demasiado lejos, porque los del Servicio Secreto me tienen vigilado.

– No te van a trincar -le dijo Griffiths con aire desenfadado-. A mí no me han trincado nunca. Llevo años en esto y nunca me han pillado.

– ¿Nunca te han pillado? -Meehan lo miró.

– Jamás -dijo Griffiths con una levísima incomodidad por la mentira descarada.

– Y, entonces, ¿qué hacías en mi celda de la isla de Wight? ¿De visita, tal vez?

– Claro. -Griffiths se rio, pero Meehan no lo imitó.

La primera vez que se vieron fue en la isla de Wight, donde Griffiths cumplía una condena de tres años por robo de vehículo. A veces Griffiths era medio bobo. Hacía y decía lo primero que le venía a la cabeza en cada momento; por eso, cuando estaba dentro, le atizaban tan a menudo con la correa. Paddy lo había visto sin camisa bastantes veces y su espalda parecía un confuso cruce de caminos.

Meehan necesitaba el coche para llevar a su familia de vacaciones a Alemania del Este. Él no deseaba realmente unas vacaciones; lo que quería en realidad era demostrar a sus hijos que sabía hablar alemán y ruso, que recibía un sueldo de un gobierno extranjero y que no era un vulgar matón de Glasgow. Antes de que se hicieran mucho más mayores, quería que tuvieran algunos buenos recuerdos de su padre. Se pasó el invierno anterior sentado junto a la cama de hospital de su propio padre mientras un cáncer lo devoraba, y, durante aquellas largas noches, no fue capaz de recordar ni un solo momento feliz a su lado, ni uno solo. No había ni un solo momento de los que pasó con su familia que no hubiera sido mejor sin la presencia de su padre. Meehan quería ser más que eso para sus hijos, y por eso no podía llevarlos en un coche robado. Estaba convencido de que los pillarían antes de llegar a Carlisle, de que los obligarían a parar a un lado de la autopista, y de que terminarían mandándolos a casa sin su padre. Ya podía verlos, heridos y humillados, mirándolo desde el asiento de atrás de un coche de policía.

– No sé qué es lo que te preocupa -dijo Griffiths-. He robado tantos coches aquí que he tenido que tirar muchos al mar por el acantilado porque no tenía dónde venderlos. Y algunos eran buenos, Jaguars y así, no mierdecillas. Robaré uno para ti.

Se estaba disculpando, Meehan lo sabía. A lo largo de los años, habían pasado mucho tiempo juntos, y conocía la manera de lamentarse de Griffiths. Se estaba disculpando porque el trabajillo de la placa de impuestos que había traído a Meehan hasta Stranraer no podría llevarse a cabo. A medida que las luces del hotel se iban apagando gradualmente, y que los clientes salían de uno en uno o de dos en dos, seguidos del personal, se hizo evidente que el foco en la azotea de la oficina de impuestos seguiría encendido. Y aunque se apagara, en el hotel había perros, y bastante fieros, a juzgar por sus ladridos. Así que permanecieron en el lado oscuro del aparcamiento, fumando y al acecho; Meehan, en silencio para ocultar su desánimo; Griffiths, por su parte, sin parar de hablar para disimular su vergüenza.

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