Se terminó la cena y se levantó, puso los platos en el fregadero con la intención de lavarlos más tarde como penitencia, pero su madre se levantó de la butaca y entró en silencio en la cocina, se coló entre Paddy y el fregadero, abrió el grifo del agua caliente y se puso a lavar los platos y los cubiertos con rapidez. Paddy se retiró cautelosamente al salón.
No quería ver las noticias. Movió el botón del dial hasta ITV y se sentó antes de que la imagen se hubiera definido del todo. Estaban haciendo un concurso. Una presentadora de esas que toman sacarina le hacía preguntas a una mujer corpulenta de Southampton sobre su flaco marido con gafas, aislado en una cabina y sonriente como un bebé en el orinal.
Ahora mismo Sean estaría cenando. Su mamá estaría sonriendo y conversando, contándole las noticias del día, como quién se había muerto en la parroquia o la astucia que el nieto de alguien había dicho. Paddy podía llamarlo para decirle que lo echaba de menos. Podía intentar disculparse de nuevo.
Esperó a que su madre hubiera cruzado el salón y subió las escaleras hasta el baño, luego salió a hurtadillas y marcó el número de Sean.
Mimi Ogilvy apenas pudo hablar cuando pidió por él.
– Por favor, señora Ogilvy, tengo algo importante que decirle.
Mimi le colgó sin dejar que acabara la frase.
Mary Ann subió a acostarse antes de lo normal, e hizo sus cosas en silencio; entró en el baño con su neceser y salió con el pijama puesto, se preparó la ropa para la mañana siguiente y puso las braguitas y la camiseta en la bolsa de la ropa sucia que tenía a un lado del armario. Mientras hacía cosas por la habitación, iba soltando risitas incontinentes.
Apagó el interruptor del lado de la puerta pero, en vez de acostarse, se subió a su cama y se sentó en la de Paddy, sacó una cajita de naipes de detrás de ella y un paquete de galletitas saladas con sabor a queso y cebolla. Sacó a Paddy de la cama y la llevó hasta la ventana, la hizo sentarse y tiró las cortinas. A la luz de la luna, Mary Ann abrió el paquete de galletitas para compartirlas con ella y repartió una mano de siete cartas para cada una. Abajo, al fondo del jardín, el único árbol ondeaba suavemente por la brisa, con la luz plateada de la luna reflejada en sus escasas hojas.
Estuvieron jugando casi una hora y se reían en silencio cada vez que las galletitas crujían ruidosamente en sus bocas, mientras anotaban los puntos de cada una en el cuaderno de Paddy. Mary Ann hacía las sumas con los dedos cada vez que terminaban una mano, se rascaba la cabeza y ponía cara de sorpresa, apuntando números ridículamente equivocados a favor suyo. Paddy la dejaba hacer cada vez, disfrutando más y más. Al final de la página, apuntaban los puntos reales.
Se quedaron despiertas hasta mucho después de que los ojos empezaran a escocerles de sueño, jugando, con los rostros junto al cristal de la ventana, frío e húmedo, con cuidado de silenciar sus risas de camaradería. Aquellos juegos silenciosos se convirtieron en un ritual, en una afirmación nocturna de fidelidad que las uniría durante muchas décadas.
Los coches crueles
El redactor de Especiales estaba haciendo un esfuerzo para crear un artículo creíble de pánico moral sobre el simple novedad de Joe Dolce, en el que señalaba la desaparición definitiva del idioma inglés, cuando sonó el teléfono, lo cual le dio una excusa para dejar esa página.
– No -dijo a la vez que paseaba la vista por la página que tenía en la máquina de escribir-. Heather Allen ya no trabaja aquí.
El hombre que había llamado pareció sorprendido. La había conocido el día anterior, dijo, en Townhead, y le dijo que trabajaba en el Daily News.
– Sí, bueno, pero ahora se ha ido, chico.
– ¿No tendría algún otro número en el que pudiera localizarla?
– No.
El hombre suspiró al aparato, mandando un rumor de viento al oído del periodista.
– Es que… es muy importante.
De todos modos, la concentración del redactor de Especiales ya se había roto, y el tipo parecía realmente desesperado.
– Bueno, sé que trabaja en el periódico del politécnico. Podría probar allá.
– Gracias -dijo el hombre-. Genial.
Llamó al politécnico varias veces, negándose siempre a dejar un mensaje; sólo preguntaba por Heather Allen, por cuándo estaría, si todavía no había llegado… Acababa diciendo que volvería a llamar.
Heather no llegó a la redacción del Poly Times hasta última hora de la tarde. Estaba de un humor de perros. Todavía no le había contado a nadie que la habían despedido del News, ni siquiera a sus padres. Un sentido latente de la decencia le impedía contarles lo del artículo publicado. En su momento, supo que se sentiría asquerosa por haberlo hecho, había evaluado las ventajas e inconvenientes, y finalmente, había concluido que, a largo plazo, los beneficios la ayudarían a superar el complejo de culpa; pero se había equivocado y ahora se odiaba a sí misma por haber traicionado a Paddy, por haber perdido el trabajo. Se sentía ya lo bastante mal como para encima tener que enfrentarse al rechazo de su padre.
El Poly Times era una operación en dos partes. La oficina era una sala pequeña en la planta baja del bloque del sindicato de estudiantes, amueblada con una sola mesa, tres sillas y un teléfono. Dos paredes de estanterías guardaban cuatro años de números publicados y todos los documentos económicos y minutas de todas las reuniones del comité que se habían celebrado en toda su historia. Había mucha gente que solicitaba trabajar en el periódico, pero sólo lo imprimían un par de veces al año y, sencillamente, no había tanto que hacer. Siendo arrogantes, cerrados y distantes, conseguían mantener alejados a la mayoría de candidatos, lo cual les permitía seguir siendo sólo unas seis personas en la redacción. Una de las misiones de Heather como editora era revisar el montón de artículos no solicitados que los estudiantes enviaban para intentar que se los publicaran.
A pesar de los carteles pegados por todo el campus en los que se anunciaba la inminente fecha límite de entrega, en la bandeja de plástico rojo no había demasiadas propuestas. Pero la redacción no estaba vacía: un par de miembros del comité, ambos con aspecto de heavy, grasientos y muy feos, trataban en vano de mandar un telex por la máquina. Heather los ignoró con la esperanza de hacerlos sentirse incómodos para que se largaran.
Ocupó toda la mesa de trabajo, colocando el bolso a un lado y la bandeja roja en el otro, dejó el abrigo en una silla y se sentó en la otra. Uno de los dos chicos heavy metal le gritó que un tipo la había estado llamando toda la mañana.
– ¿Era alguien del Daily News? -preguntó esperanzada.
El chico se encogió de hombros.
– No dijo de dónde llamaba.
Pensándolo bien, Heather dedujo que la llamada no podía ser del News. Si la hubieran querido recuperar, alguien la habría llamado a casa la noche anterior. Y de todos modos, seguro que no revocarían la decisión. Nadie iba contra el sindicato. Se volvió a hundir en su mal humor y empezó a sacar las propuestas de los sobres y las carpetas y a apilarlas.
Estaba a mitad de la lectura de un relato de viajes de un estudiante de segundo, un interrail por Italia, cuando sonó el teléfono.
– ¿Heather Allen?
– Sí.
– Te conocí anoche, ¿te acuerdas?
No se acordaba.
– Me presentan a mucha gente.
– Sé que puedo confiar en ti. -El tipo que llamaba hizo una pausa, como si esperara una reacción.
– ¿De veras? -Todavía lo escuchaba a medias, con el teléfono equilibrado en el hombro mientras revisaba las propuestas, buscando si había algún otro artículo de viaje que la obligara a escoger entre los dos.
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