Denise Mina - Campo De Sangre

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Paddy Meehan, una joven de 18 años, trabaja como botones en un periódico de Glasgow y sueña con llegar a ser periodista. Un día, a la redacción llega la historia de la muerte de un niño a manos de dos chavales de diez y once años, pero Paddy ve pistas que indican que detrás de los dos chicos hay un adulto. Pronto se dará cuenta de que sus investigaciones pueden llevarla a un suicidio profesional, una crisis personal y, además, ponerla en grave peligro.

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– Vaya. -Paddy soltó una pequeña exclamación de sorpresa por la extraña apariencia de la mujer-. Hola.

Tracy Dempsie había hecho un gran esfuerzo para esconder cualquier resquicio de atractivo que hubiera podido tener en el pasado. Llevaba el pelo teñido de color berenjena y recogido en una coleta muy apretada que le tensaba las facciones del rostro; eso le daba un aspecto de máscara muy poco favorecedor. Tenía una espesa capa de rimel y de lápiz de ojos negro desdibujada bajo los ojos, y las pupilas tan dilatadas que su iris azul era poco más que un halo. Tracy parpadeó lentamente, apartando el mundo terrorífico durante un delicioso momento, consciente de que la acechaban todos los abismos si en algún momento se quedaba sin sus medicamentos.

– Hola, ¿señora Dempsie? Soy Heather Allen -dijo Paddy, medio esperando que todo saliera mal y que Tracy llamara al periódico para quejarse de ella, agravando su despido-. Soy periodista del Daily News.

Tracy abrió la puerta a regañadientes y una ráfaga de viento empujó a Paddy hacia el recibidor.

La decoración era tan chabacana como la propia señora Dempsie. La moqueta de motivos ondulantes parecía la representación abstracta de una pelea entre el rojo y el amarillo. Las paredes estaban cubiertas de papel plastificado de un amarillo moteado. Tracy volvió a meterse en el salón arrastrando los pies. Paddy se detuvo en la entrada y, después, supuso que estaba siendo invitada a seguirla.

En una esquina, había un televisor portátil en blanco y negro por el que daban un documental sobre focas, que se deslizaban dentro y fuera del agua. Alrededor del aparato, perdidos sobre la misma moqueta chillona que en el recibidor, había varios paquetes de cigarrillos y platos sucios; al lado del solo, un plato con un trozo de tostada y tres restos de salchicha. También había dos tendederos de ropa plegables dispuestos alrededor de la estufa, con sábanas colgadas que escupían vahos de calor húmedo al salón.

Tracy advirtió que las miraba.

– Los bloques de apartamentos, ya se sabe, no tienen tendederos. Y no puedes tender la ropa en el terrado porque te la roban.

– Usted tenía una casa, ¿no?

– Sí, en Townhead. Arriba en la colina, ¿sabes? -Tracy levantó la mano lentamente y la volvió a bajar, señalando el lugar donde vivía la maldad-. El distrito nos trasladó aquí cuando Alfred fue a la cárcel. Luego, tu pandilla publicó esta dirección. -Frunció el ceño con una expresión amarga.

– Están obligados a hacerlo por ley -dijo Paddy-, para identificarla. Por si acaso alguien piensa que es otra persona con el mismo nombre.

– Bueno, todos sabían dónde nos trasladaban. Perdimos la casa de Kennedy Street para nada, ¿sabes?

Estaban una enfrente de la otra, Paddy con el abrigo y la bufanda todavía puestos y la ropa interior humedecida por el esfuerzo de las escaleras. Tracy volvió a parpadear, ignorando la incomodidad de su huésped, y su mirada se posó en el televisor.

– ¿Nos trasladaban? -dijo Paddy-. ¿A usted y a quién más?

– A mí y al crío.

– No sabía que tenía otros hijos.

– Tuve un hijo antes. Estuve casada antes de conocer a Alfred. No me las arreglo demasiado bien, así que ahora vive con su padre. -Tracy asintió con fuerza con la cabeza-. Puedes sentarte, si quieres.

Miraron al sofá a la vez. Tracy había dejado unas prendas húmedas encima, y todavía olía un poco amargo.

– Gracias.

Paddy se quitó la trenca y se sentó encima de una rodilla, preocupándose de no tocar la fuente del mal olor. Tracy se sentó a su lado, con la rodilla apoyada perezosamente en el muslo de Paddy. No parecía ni darse cuenta; tenía los ojos clavados en el televisor y cogió un paquete plateado de Lambert and Butler de la mesilla.

– ¿Fumas?

Paddy advirtió exactamente por dónde chupaba sus cigarrillos: sus dos dientes de delante tenían una pequeña redonda estampada.

– No, gracias -dijo Paddy mientras sacaba su cuaderno vacío del bolso y se recostaba para que Tracy no pudiera ver lo que anotaba. Pasó deliberadamente varias páginas hasta el centro, como si estuvieran repletas de información vital sobre otros casos.

Tracy sacó un cigarrillo del paquete con una mano fláccida, se lo encendió con una cerilla y dio tres caladas seguidas; luego, levantó la cabeza hacia atrás para expandir los pulmones.

– Bueno, ¿dijiste por teléfono que querías verme por lo de Thomas?

– Así es. -Paddy preparó el bolígrafo-. Por lo del caso del pequeño Brian…

– Muy trágico.

– Lo ha sido.

– Deberían colgar a esos pequeños bastardos. -Tracy se tocó la boca a modo de reproche-. Perdóname, pero yo culpo a las madres. ¿Dónde estaban? ¿Quién puede permitir que su hijo le haga algo así al pequeño de otra madre?

– Bueno, debido a este caso, estamos preparando una serie sobre historias similares, y su hijo Thomas fue uno de los nombres que encontramos. ¿Le parecería bien que habláramos de eso?

Tracy cerró los ojos con fuerza, apretando los párpados.

– No es fácil, ¿sabes? Porque primero perdí a mi pequeño y luego perdí a mi hombre. Alfred era inocente. -Tracy se movió incómoda en su asiento-. Él siempre lo dijo. Aquella noche estaba jugando en el pitch and toss, por eso no tenía coartada.

Los pitch and toss eran centros ilegales de apuestas, partidas improvisadas organizadas por gángsteres en bares y antros y parcelas al aire libre, repartidos por toda la ciudad. Los hombres eran capaces de jugarse la paga semanal de toda su familia a cambio de cuatro chavos.

– Seguramente alguien lo habría reconocido.

– Nadie lo recordaba en el pitch and toss. Los jugadores no se fijan si no haces apuestas grandes. Alfred no era un tipo del que te acordaras.

Los ojos de Tracy reflejaban un sufrimiento muy vivo, y de pronto Paddy dejó de sentirse como una reportera júnior; ahora se sentía como una simple chica gorda que disfrutaba interrogando a una mujer desesperada sobre sus asuntos privados.

Tracy dejó la colilla del pitillo demorarse en sus labios.

– No te fijabas en él, pero era un buen padre, un padre muy bueno. Amaba a sus pequeños, nos daba el dinero, ¿sabes? -Tenía los ojos húmedos, y las lágrimas amenazaban con llenarle la cara de rimel.

Paddy dejó el cuaderno en su regazo.

– Me siento fatal por haber venido aquí a recordarle todo esto de nuevo.

– No te preocupes. -Tracy tiró la ceniza de su pitillo en un plato sucio del suelo-. No me importa. De todos modos, es algo que está siempre conmigo, cada día.

Paddy miró el televisor. Una voz explicaba los ciclos de cría de las focas.

– Si Alfred no mató a su hijo, ¿quién cree que lo hizo?

Tracy aplastó la colilla en el plato.

– ¿Sabes lo que le ocurrió a Thomas?

– No.

– Lo estrangularon y lo dejaron en la vía del tren para que lo atropellaran. Cuando lo recuperé estaba hecho pedazos. -El mentón se le contrajo en un círculo de hoyuelos blancos y rojos, y el labio inferior se le empezó a retorcer. Para evitar echarse a llorar, cogió otra vez el paquete, abrió la tapa y sacó otro cigarrillo, al tiempo que recogía la caja de cerillas-. Ningún hombre es capaz de hacerle esto a su hijo. -Al rascar, el fósforo salió disparado de la cerilla y cayó en la moqueta, fundiendo un pequeño cráter en la tela hecha a mano. Tracy lo pisó para apagar la llama contra el suelo-. Malditas cerillas. Hechas en Polonia, por Dios, como si aquí no supiéramos hacer cerillas.

– No sabía eso de Thomas. Los viejos periódicos no lo contaron nunca.

– Aquí están cerrando todas las fábricas, y les compramos esta mierda a los malditos polacos. La mitad de mis vecinos han sido despedidos. ¿Y por qué iba Alfred a dejar a Thomas en Barnhill? Nunca iba en aquella dirección; ni siquiera conocía a nadie allí.

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