Denise Mina - Campo De Sangre

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Paddy Meehan, una joven de 18 años, trabaja como botones en un periódico de Glasgow y sueña con llegar a ser periodista. Un día, a la redacción llega la historia de la muerte de un niño a manos de dos chavales de diez y once años, pero Paddy ve pistas que indican que detrás de los dos chicos hay un adulto. Pronto se dará cuenta de que sus investigaciones pueden llevarla a un suicidio profesional, una crisis personal y, además, ponerla en grave peligro.

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Heather apareció en la redacción. Paddy se dio cuenta de que se había vestido concienzudamente, como para darse seguridad: llevaba el pelo muy cuidado, bien peinado hacia atrás, y un blazer rojo de doble solapa que le daba un aire de ejecutiva júnior.

Keck, sentado a la izquierda de Paddy en el banquillo, le dio un codazo.

– No te pierdas a la putilla -dijo-, lo está pidiendo a cuatro patas.

Dub suspiró sonoramente al otro lado de Paddy, murmuró que Keck era un impresentable y volvió a concentrarse en su lectura.

En la redacción se hizo un ligero silencio. Paddy levantó la vista y se dio cuenta de que la mitad del departamento de Sucesos y la mitad del de Deportes la miraban con expresión divertida y a la espera de una reacción.

Un chico de Deportes se levantó y se tocó la nariz, para anunciar luego a voz en grito y con el puño levantado:

– Y, en la esquina roja… -Todos se rieron. Heather sonrió con elegancia, bajó la cabeza y se lo tomó a buenas. Paddy, cándida e inexperta, se miró los pies abatida hasta que Keck le dio un pequeño codazo.

– Sonríe; haz ver que no te importa.

– Que se vayan a la mierda -dijo Paddy, demasiado alto, con lo que ahuyentó a todo aquel que la había apoyado-. Lo que piensen esos viejos capullos estúpidos no me molesta lo más mínimo.

III

Solía salir a almorzar fuera del edificio, puesto que prefería errar por las calles de la ciudad en vez de quedarse en la cantina esquivando conversaciones sugerentes llenas de buenas intenciones que la asqueaban. Ese día estaba furiosa y preparada para alguna mala pasada. Almorzó sola, sentada a una pequeña mesa, protegida en un rincón de la bulliciosa cantina; sorbió su café con leche y devoró una galleta de nueces sobre tres dedos de pudín como pequeño capricho.

Tapó toda la mesa con ejemplares del Daily News, el Record y el Evening Times, leyó y releyó las noticias sobre el pequeño Brian, con cuidado de separar el grano de la paja.

La cobertura era la misma de un diario a otro; algunas frases se repetían en varias noticias, por lo que supo que las habían extraído directamente de la declaración hecha por la policía a la prensa. El día del suceso, los dos chicos arrestados habían hecho novillos en el colegio y se habían dirigido a Townhead desde sus hogares en Barnhill. Todos los medios mencionaban que los chicos iban solos, y que en ningún momento los acompañó ningún adulto. Sobre este punto eran tan categóricos que Paddy adivinó que todos los periodistas habrían hecho la pregunta en la rueda de prensa policial. Los chicos habrían llevado a Brian desde el jardín de su casa hasta la estación de Queen Street. Allí tomaron un tren hasta Steps, una estación de pueblo que estaba a doce minutos. Una vez en Steps, subieron por la rampa hasta la tranquila carretera secundaria, la cruzaron, metieron al pequeño a través de una valla rota, bajaron hasta la vía y allí lo mataron.

A Paddy le costaba entender por qué los chicos se habían ido hasta Steps. Barnhill estaba lleno de descampados y parcelas vacías que los pequeños gamberros de la zona conocían mejor que nadie. Recordaba haber mirado el paisaje a través de la ventana del autobús, de regreso al barrio Sur con los asistentes al cortejo fúnebre de los Ogilvy. Habían pasado por Saint Rollos, unas cocheras abandonadas con incontables anexos en ruinas. Había visto campos llenos de hierros ennegrecidos y retorcidos, vías de tren abandonadas y otra parcela llena de contenedores enormes de arena amarilla, pilas de leña y rollos de cable tan altas como un hombre. Los muchachos conocerían cientos de lugares en los que esconder un secreto culpable.

Al ver una sombra en la esquina de la mesa, levantó la vista y encontró el reportero jefe, J.T., que rondaba cerca de ella. Le sonrió modesto, tímidamente, como si se hubiera visto con los ojos de ella y, curiosamente, se hubiera sentido admirado. No era posible que se considerara atractivo: tenía la cara redonda y pegada al cuello, y la nariz llena de prominentes espinillas. Paddy se sintió súbitamente avergonzada al darse cuenta de que tenía un poco de pudín en la comisura de los labios.

– ¿Te importa que me siente?

Ella recogió los periódicos, los ordenó en una pila y J.T. se sentó, al tiempo que colocaba una taza de té y un plato lleno de patatas fritas con algo de ketchup y un panecillo de beicon encima de todo.

– Muchas gracias. -Sonrió otra vez, se quitó la chaqueta de cuero y la tiró al alféizar de la ventana con un gesto que él mismo consideró saleroso-. ¿Cómo estás, Patricia? ¿Estás bien?

No podía haber oído a nadie decir su nombre. Debía de haberlo visto escrito. Ella le sonrió sin responder.

– Cuando entré aquí por primera vez, los chicos de los recados no tenían permiso para comer en la cantina con los periodistas-. Una sonrisa le torció la comisura de los labios-. Yo también fui chico de los recados, en el Lanarkshire Gazette. ¿Te lo puedes creer?

Hizo una pausa para que ella respondiera, así que lo hizo:

– ¿Si puedo creerme que alguien tan importante como tú fuese antes recadero, o si puedo creer que Lanarkshire tuviera su propia gaceta?

Él la ignoró y prosiguió con la conversación que quería mantener:

– En aquellos tiempos, los chicos de los recados eran tan bienvenidos en la cantina como un pedo en el traje de un astronauta. -Sonrió y desvió la mirada, dejando una pausa para que ella riera; pero ella no se inmutó. Era una broma de Billy Connolly, de cerca de l975. J.T. trataba de imitarlo, arrastrando las palabras y provocando la sorpresa. Desde que Connolly se hizo famoso, muchos tipos aburridos de Glasgow trataban de imitar su manera de hablar sin tener su picardía. Se había convertido en el héroe urbano de los típicos plastas de pub.

Al parecer, le volvía a tocar hablar a Paddy:

– ¿Ah, sí?

– Sí, es cierto, Patricia. ¿Estás bien?

Ella asintió con la cabeza.

El tipo dejó de lado la cordialidad y adoptó un tono cuidadoso y prevenido, el tipo de voz que un adulto utilizaría para mentir a un niño:

– ¿De veras? Bueno, ¿y qué haces sentada aquí sola? -Señaló a toda la gente de la cantina.

– Me han mandado a almorzar en el primer turno.

– ¿Estás segura de que estás bien?

– Sí.

J.T. bajó la voz hasta un susurro:

– Estos últimos días deben de haber sido un infierno para ti.

Paddy lo miró un minuto, dejando que sus ojos se pasearan por su rostro. Si George McVie llega a estar allí, haciendo la comedia que había hecho con el señor Taylor, al menos ella se habría mostrado un poco dispuesta antes de acordarse de que había que ser prudente. Había admirado a J.T., pero sólo por su reputación y por los resultados. De cerca era una rata. De pronto comprendió por qué el resto de periodistas le odiaban tan abiertamente.

Él se inclinó un poco por encima de la mesa, esperando una respuesta.

– Sí, bueno, ya sabes…

Miró su taza vacía.

– ¿Quieres otro café? Yo voy a tomarme uno. Tómate otro, te invito. -Se levantó y se volvió de espaldas, y le hizo un gesto a Kathy, que servía detrás del tranquilo mostrador. Levantó un dedo con gesto autoritario-: Dos cafés. -Se volvió hacia Paddy y le sonrió-. A ver si nos los trae.

Detrás de él, Kathy le susurró algo a su jefa, la Temible Mary, quien miró furiosa hacia J.T. y gritó:

– ¡Es autoservicio! -Levantó un cartelito que había junto a la caja y lo agitó hacia él- ¡Autoservicio!

J.T. no la oyó.

– Así, Patricia…

– Mira, todo el mundo me llama Paddy.

– Ya, bueno. Paddy, me han dicho que estás emparentada con uno de los chicos que lo hicieron. -Señaló la palabra malvado en la pila de periódicos y sacudió la cabeza-. Terrible, terrible.

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