Denise Mina - Campo De Sangre

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Paddy Meehan, una joven de 18 años, trabaja como botones en un periódico de Glasgow y sueña con llegar a ser periodista. Un día, a la redacción llega la historia de la muerte de un niño a manos de dos chavales de diez y once años, pero Paddy ve pistas que indican que detrás de los dos chicos hay un adulto. Pronto se dará cuenta de que sus investigaciones pueden llevarla a un suicidio profesional, una crisis personal y, además, ponerla en grave peligro.

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– Eres una mierda, Gerald -le dijo-. Ni siquiera sabes lo que ha ocurrido.

Él mantuvo la vista baja y asintió apenado con la cabeza, para decir que ella se lo había buscado.

– ¿No piensas hablarme? Ni siquiera fui yo.

Gerald volvió a encogerse de hombros, evitando su mirada.

– Gilipollas de mierda -dijo ella mientras se levantaba.

– Le diré a mamá que me has dicho esto.

– Pues yo le diré que me has hablado -le respondió a la vez que se marchaba escaleras arriba con rabia.

IV

Paddy llevaba tres horas tumbada en la cama, escuchando cómo iban llegando cada uno de los miembros de la familia, veían que estaba en la cama y se relajaban. Oyó el televisor encenderse, escuchó el sonido amorfo de la conversación en la cocina, los oyó trasladarse al salón cuando se dieron cuenta de que ella no tenía intención de bajar. Marty hablaba especialmente fuerte, se rió con ganas un par de veces, y ella no pudo evitar sentir que se estaba tomando una revancha. Se dio cuenta de que su padre apenas había musitado una palabra. Debía de estar terriblemente ofendido. Se preguntó si Trisha le susurraría algo cuando se acostaran, como a veces le oían hacer, y le diría que Paddy había dicho que no fue ella. Después del vacío que le hicieron a Marty, Con no había vuelto a tratarlo igual que antes. Ahora lo contradecía en todo y jamás bromeaba con él.

Alguien cerró la puerta del salón y los ruidos de abajo se volvieron mudos e indescifrables. Estaban celebrando una reunión sobre su comportamiento y el artículo del periódico. Sólo podía imaginar lo mal que sonaba.

Se consoló siguiendo mentalmente a Sean en su rutina de acostarse, prepararse la ropa de la mañana sobre una silla, lavarse los dientes, meterse en la cama, tirar los almohadones al suelo para poder tumbarse bien plano y boca abajo. Olió mentalmente su pelo y le tocó el lunar del pómulo. Él la abrazó y le dijo que todo se arreglaría y que no se preocupara. El sábado de la semana siguiente sería San Valentín. Aquel día siempre iban juntos al cine y se paraban para cenar pollo de vuelta a casa. Recordó sus últimos tres días de San Valentín: en uno, llovió; en otro, ella estaba a dieta de hierbas y sólo pudo oler el pollo frito y chupar una patata; y el último fue el día en que él le pidió por primera vez que se casaran y ella le dijo que no.

Hacía frío en su cuarto a oscuras, y el viento exterior agitaba el árbol solitario que había al fondo del jardín. Cuando apagaron la calefacción, oyó el ruido del metal del radiador al enfriarse.

Esperó hasta que la vejiga le estuvo a punto de explotar para así no tener que levantarse dos veces antes de dormirse. Arriba de las escaleras, encendió la luz e hizo una pausa frente al lavabo, para que los lepismas se pudieran esconder. Abajo ronroneaba la voz solitaria de una presentadora de noticias. La familia estaba atenta a sus movimientos.

Paddy usó el lavabo y, después, se lavó las manos y la cara. Se estaba secando con la toalla de mano, cuando oyó que se abría la puerta del salón y, luego, unos pasos suaves en las escaleras. Se quedó paralizada, sin dejar de vigilar a través del cristal esmerilado. Marty se detuvo fuera, se pasó la mano por el pelo rizado, con la cabeza agachada como si fuera a susurrarle algo a través de la puerta. Ella escuchó atentamente. No dijo nada, pero movió los mofletes como si sonriera. Estiró el brazo, lo dirigió hacia el marco de la puerta y apagó la luz.

Ella lo miró desde la oscuridad, mientras su forma puntiaguda bajaba por las escaleras y desaparecía, dejándola con los lepismas imaginarios merodeando por encima de sus pies.

Uno a uno, los miembros de su familia subieron a acostarse, turnándose para ir al baño, susurrándose las buenas noches en el descansillo cuando se cruzaban, fingiendo que la creían dormida cuando todos sabían que se escondía.

Mary Ann se coló de puntillas en la habitación y cogió su neceser de la cómoda y el camisón de debajo de su almohada, y dejó la puerta abierta para que la luz del vestíbulo la iluminara. Cuando volvió, cerró la puerta con cuidado detrás de ella, se metió debajo de las sábanas y se acostó de lado, de espaldas a Paddy.

Paddy había sido valiente y había estado furiosa toda la noche, pero ahora ya no podía más. Trató de disimular su respiración mordiendo las mantas. Sabía que Marty se había merecido el vacío que le hicieron, pero nunca había pensado que se lo harían a ella. En el trabajo todos pensaban que era una gorda irrisoria, y en casa todos la odiaban. Se encontraba bajando a aquel nivel de autocompasión que Dios reservaba a los adolescentes cuando sintió un golpecito a su espalda. Se dio un poco la vuelta.

A oscuras, los ojos de Mary Ann parecían pequeñas grosellas. Estaba colgando de su propia cama y le daba golpecitos al brazo a Paddy, riendo en silencio por su desesperada búsqueda de una sonrisa. Paddy era incapaz de sonreír. Sacudió la cabeza y se tapó la boca con las mantas, esforzándose por contener el llanto.

– Yo no lo hice -dijo Paddy, con un hilo de voz que no llegaba ni a ser susurro.

Mary Ann se acercó más, retiró la mano humedecida de Paddy de su rostro y se la apretó con fuerza. La sostuvo hasta que su hermana pequeña se hubo dormido y, luego, se levantó de la cama y colocó el brazo regordete de Paddy bajo las mantas. Se sentó a un lado de la cama de Paddy, sonrió hasta que se le secaron los dientes y los labios se le pegaron, hasta que los pies se le quedaron helados de frío.

Capítulo 15

Plastas de pub convertidos en héroes urbanos

I

Cuando bajaba a desayunar una hora antes de lo habitual, con la esperanza de evitarlos a todos, Paddy se detuvo en las escaleras a escuchar los ruidos, atenta al agudo tintineo de las cucharillas contra la loza o a los golpes de las tazas de té posándose sobre la mesa. La casa estaba en silencio. Bajó a hurtadillas y se plantó ante la puerta de la cocina antes de darse cuenta de que la familia entera se había levantado pronto, con el fin de evitarla, y estaban sentados alrededor de la mesa, guardando un respetuoso silencio.

No podía retroceder. El grupo entero se puso tenso cuando ella se acercó en busca de una silla. El único sitio libre que había era al lado de su padre. El hombre se quedó mirando obsesivamente el dorso del paquete de cereales mientras Paddy acercaba el taburete plegable y se sentaba. Se sirvió una taza de té de la tetera.

Connolly carraspeó varias veces. Gerald echó una mirada alrededor de la mesa, rogando en silencio que alguien hiciera algo; por su parte, Trisha daba golpes con la vajilla en el fregadero. Marty era el único que parecía medianamente satisfecho. Miraba feliz a su alrededor, canturreando el estribillo de Vierta para sus adentros.

Trisha encabezó el éxodo. Abandonó abruptamente su taza con la vajilla y se retiro de la cocina. Gerald acabo rápidamente de desayunar y corrió al piso de arriba. Con se marchó sin acabarse los cereales. Marty se tomó su tiempo para servirse una lujosa media rebanada de más, mientras Paddy y Mary Ann lo observaban. Al final, su fingida calma se agotó y también se marchó.

Paddy miró a su hermana través de los escombros de la mesa. Mary Ann levantó las cejas sorprendida.

– Oh -exclamó, y luego estalló en carcajadas hasta ponerse morada.

II

Era una portada asquerosa. La noticia estrella era una foto del pequeño Brian bajo el empalagoso titular LA AGONÍA DE NUESTRO BRIAN, cinco palabras que no sólo implicaban que la criatura había sufrido terriblemente, sino que, un poco antes, se había convertido en propiedad del Scottish Daily News. El titular se había redactado durante una reunión editorial tardía y se basaba en la suposición de lo que el público querría leer y escuchar de los editores jefes, hartos e incapaces ya de recordar el sabor del sentimiento genuino. Un velo de vergüenza pegajosa cubría la redacción; era algo que los implicaba a todos y que alteraba el humor de los periodistas, de manera que se metían con los más jóvenes, gritaban a los chicos de los recados y protestaban por cualquier cosa. A las dos horas de empezar el turno, la mitad del personal estaba cabreado y la otra mitad estaba en el pub, a punto de cabrearse.

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