Denise Mina - Campo De Sangre

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Paddy Meehan, una joven de 18 años, trabaja como botones en un periódico de Glasgow y sueña con llegar a ser periodista. Un día, a la redacción llega la historia de la muerte de un niño a manos de dos chavales de diez y once años, pero Paddy ve pistas que indican que detrás de los dos chicos hay un adulto. Pronto se dará cuenta de que sus investigaciones pueden llevarla a un suicidio profesional, una crisis personal y, además, ponerla en grave peligro.

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Luchaba con la cuerda que le ataba las muñecas y los tobillos, sin conseguir nada, cuando el furgón salió de la carretera, hizo un par de giros cerrados que la hicieron deslizarse por el suelo y, luego, se detuvo sigilosamente en un lugar muy oscuro. El conductor salió del vehículo y se encendió la luz. Estaban fuera, en algún lugar oscuro. Podía oír un río y crujidos de pisadas a un lado del furgón.

Heather movió las manos arriba y abajo, con la cuerda apretada que le rascaba la piel, para tratar de aflojar el nudo pero sólo conseguía apretarlo más fuerte contra su piel desnuda. La puerta del furgón se abrió, le quitaron la capucha de la cabeza y el tipo de la chaqueta de operario la miró. Llevaba una pala de asa corta. Heather intentó esbozar una sonrisa.

Cuando el hombre vio su cara brutalmente hinchada, los ojos como naranjas, el mentón y el pelo pringados de sangre y mocos, pareció perplejo.

– No es ella.

Del otro lado del furgón, oyó otra voz que musitaba:

– Dijiste que la seguirías hasta fuera y lo hiciste.

La cara de un hombre más viejo se asomó a mirarla, asustado, sacudiendo la cabeza. No podía estar segura, viéndolo así, al revés, no podía estar segura en absoluto, pero le pareció que tenía los ojos humedecidos de pena por ella y que lamentaba lo que le habían hecho. Su piedad le dio la esperanza momentánea de que la soltarían, y el alivio recorrió su cuerpo desde la cabeza hasta los pies, un respiro de aire frío que le relajó la dolorida mandíbula y los hombros agarrotados.

El de la chaqueta de operario levantó la pica de su lado y la aguantó con ambas manos cerca del extremo de la pala.

– Y habías dicho que estaba muerta -dijo.

La voz rota del más viejo reveló su emoción.

– Había dejado de respirar. Pensé que lo estaba.

El de la chaqueta de operario le dio unos codazos cariñosos y levantó la pala a la altura de su pecho.

– ¿Ves? Tú me enseñas cosas. -Su voz era tranquila y serena-. Y ahora yo te puedo enseñar cosas a ti.

Levantó el brazo con soltura y bajó el metal con fuerza, aplastando el cráneo de Heather contra el suelo del furgón.

Capítulo 20

Más sola que nunca

I

El fin de semana de Paddy fue el más miserable y hostil de los que era capaz de recordar. Se pasó todo el sábado merodeando por la biblioteca principal de la ciudad para evitar estar en casa, leyendo en viejos periódicos noticias sobre el caso Dempsie que no le aportaban nada que ella no conociera.

No había sido consciente del grado de antipatía local hacia ella hasta que se cruzó con Ina Harris, una mujer vulgar de la que sabía que era amiga de Mimi Ogilvy, cuando volvía de la biblioteca. Ina se volvió deliberadamente y escupió a los pies de Paddy. No es que fuera un árbitro de los buenos modales, ya que, a menudo, salía a la puerta de su casa sin los dientes postizos, y, además, era una limpiadora de manos largas. Iba cambiando de un trabajo a otro porque, tan pronto como empezaba en uno, se metía en problemas, robaba lo que podía y tenía que marcharse antes de que la pillaran. Una vez consiguió un trabajo limpiando salas de operaciones y volvió a casa con una bolsa llena de bisturís y gasas. En Eastfield, todo el mundo la conocía.

El domingo, cuando Paddy abrió los ojos soñolientos y vio las dos tazas de té caliente en su mesilla de noche, por un momento, pensó que se trataba de un fin de semana normal. La única tarea de Con en casa era preparar las tazas de té del domingo por la mañana y repartirlas por las habitaciones, lo que propiciaba que todos se levantaran y estuvieran listos para la misa de las diez. Paddy parpadeó y se sintió especialmente ilusionada porque vería a Sean en la iglesia. Sólo cuando recordó la razón por la cual verlo significaba tanto para ella, se dio cuenta de que aquél no era un momento normal.

Se incorporó en la cama y dio unos sorbitos a su taza de té, mientras repasaba mentalmente a cuántas personas más tendría que enfrentarse hoy. Su familia no le hablaría, y, en la ciudad, todos la vigilaban y cotilleaban sobre su crimen. Mary Ann permanecería fiel a su lado, pero se reiría ante cualquier expresión de vergüenza o miedo por parte de Paddy.

Se quedó escuchando mientras cada miembro de la familia aprovechaba su turno en el cuarto de baño. Mary Ann se estaba lavando los dientes cuando Trisha anunció por las escaleras que eran las nueve y media, y que tenían que salir en diez minutos. Mary Ann volvió a entrar en la habitación y puso cara de asombro al ver que Paddy seguía tumbada en la cama. Paddy le contestó con la misma cara y Mary Ann se rio, le dedicó una última expresión de estupefacción y se marchó.

Paddy seguía en la cama, todavía en pijama, y leía L'Etranger, un libro que le había prestado Dub, porque sabía que el título en francés fastidiaría a su padre. Oyó los correteos y susurros al pie de las escaleras, seguidos de las pisadas de Con. Se detuvo frente a su puerta, llamó y la abrió; luego miró alrededor de la habitación expectante. Ella tuvo ganas de incorporarse y desafiarlo, de soltarle algo incendiario que le hiciera hablarle y pelear por una vez en su patética vida; pero no lo hizo. Se quedó sentada en la cama, con los ojos fijos en el libro, deslizándose lentamente bajo las mantas, protegiendo la dignidad de su padre a expensas de la suya.

Con resopló enfadado un par de veces y se marchó, tras cerrar la puerta con fuerza para demostrar lo disgustado que estaba. Volvió a bajar y ella oyó que la puerta de casa se cerraba y, como burbujas escapando de una botella, su familia desaparecía.

La calma inundó la casa. Paddy escuchó alerta, para asegurarse de que no había quedado nadie. Se habían marchado de verdad. Era la primera vez que estaba sola en casa en, tal vez, diez años. Aunque no hubiera nadie más, Trisha solía estar siempre en la cocina o, al menos, por ahí cerca. Paddy retiró las mantas y bajó a saltos al teléfono de la planta baja.

La gilipollas de Mimi Ogilvy respondió al otro lado del teléfono.

– ¿Diga? -dijo con su mejor voz dominguera.

– ¿Está Sean?

– ¿Quién lo llama?

– ¿Puedo hablar con Sean, por favor?

Paddy era capaz de oír el cerebrito de Mimi tejiendo alguna idea antes de colgarle.

Esperó en el recibidor y se sentó un momento en las escaleras, consciente de que Sean estaría en su casa, preparándose para ir a misa, y habría oído sonar el teléfono. Sin duda, habría sabido que era ella: ningún otro conocido suyo necesitaba llamar el domingo por la mañana, puesto que todos estaban de camino a la iglesia y se verían igualmente. No iba a devolverle la llamada. Consultó su reloj. Ahora ya habría salido para ir a misa. No iba a llamarla.

Volvió arriba, se puso algo de ropa y se quitó el anillo de prometida; lo dejó junto a la cama, a sabiendas de que su madre entraría a hacer las camas mientras ella estaba ausente y de que lo vería allí encima. Esperaba dejarla preocupada.

Se tomó un desayuno rápido de cereales. Se podía haber preparado seis huevos duros, pero los pomelos se habían terminado y, sin ellos, la reacción química no funcionaba. Llenó su bolso de lona de galletas y salió camino del centro, apresurándose a coger el tren que pasaba por la estación de Rutherglen antes de que acabara la misa. No tenía ningunas ganas de encontrarse con media congregación. Sentada en el tren, Paddy se miró las manos regordetas sin pasión. Le gustaban más sin el penoso anillo.

Una vez en el centro, se compró una entrada para la sesión de tarde de Toro salvaje , no porque quisiera verla, sino para poder decirle a Sean que ya la había visto si le proponía verla más adelante. No quería que pensara que lo estaría esperando todo el tiempo. Cuando le entregó la entrada a la acomodadora, se sintió como una idiota colgada. Sin que le preguntara, Paddy le explicó que la amiga que iba a acompañarla había estado enferma y que todavía no estaba bien del todo y que por eso iba sola. La acomodadora estaba resacosa e iba vestida de botones, con un uniforme rojo y gris desteñido. Dejó que Paddy acabara de contar su excusa y, luego, le señaló en silencio el camino hasta la sala de arriba con su pincho de marcar entradas.

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