En el despacho de al lado había tres enfermeras que comían empanadillas de salchicha y bebían limonada en vasos de cartón. La más joven sujetaba una tarjeta de felicitación. Miraban a Maureen, que estaba indecisa en la puerta.
– Hola. Busco a Brendan Gardner.
La hermana se levantó. Era delgada y atractiva y su toca era mayor que la de las demás.
– ¿Es pariente suya?-le preguntó.
– Sí, soy su prima.
La hermana le señaló la última cama por la izquierda de la habitación.
Maureen no le habría reconocido. Tenía los ojos cerrados e hinchados como si fueran dos labios púrpuras, la cara llena de bultos y cubierta de moratones azules y amarillos y el brazo derecho escayolado.
– Hola, Benny.
Intentó incorporarse instintivamente cuando oyó la voz de Maureen pero su espalda dio de nuevo con la cama. Estaba ahí tumbado, tenso, muerto de miedo e indefenso.
– Tienes un aspecto horrible -le dijo Maureen. Benny asintió con la cabeza durante una fracción de segundo-. ¿Puedes hablar? -Los labios le temblaron al moverlos. Intentó hablar pero no pudo y lo volvió a intentar. Maureen sólo vio los pequeños alambres que le sujetaban la mandíbula destrozada en su sitio-. ¿Te rompió la mandíbula?
Benny movió ligeramente la mano sana hacia la izquierda, abrió el puño despacio y señaló con el dedo un lápiz y un bloc que había encima de la mesita de noche. Maureen puso el bloc junto a la mano izquierda de Benny y le dio el lápiz, metiéndoselo entre los rígidos dedos.
«Lo siento», escribió. Su letra era un garabato nervioso e infantil. No alcanzaba a ver el bloc y escribía con la otra mano. Pasó la hoja. «Lo siento mucho».
Maureen había ido a verle con la intención de gritarle y decirle cosas desagradables, decirle que le devolvería todo el daño que le había hecho si tenía ocasión, pero se quedó sentada y le miró y supo que no podía censurar su comportamiento. Los ojos de Maureen se llenaron de lágrimas que no quería derramar y que le escocían. Se sentía como si le estuviera viendo morir.
– Entonces, ¿por qué lo hiciste?
Benny pasó la hoja del bloc. «Mo peso enle la espaola y lo ponel».
Maureen leyó la frase varias veces.
– «¿Mo peso enle la espaola y lo ponel?»
Benny pasó la hoja. «Me puso entre la espada y la pared».
– ¿Me traicionaste por tu carrera? Iba a matarme, Benny.
– «Me han fichado».
– ¿Porqué?
– «Allanamiento».
– Así que de todas formas te has jodido la carrera, ¿eh? -Benny estaba quieto con la mano encima del bloc. Sacó la camiseta del Dinamo Anticapitalista del bolso y la dejó en la cama-. Te he traído la camiseta -le dijo.
Benny pasó la hoja. «Quédatela, por favor».
– No la quiero -le dijo. Se levantó y se inclinó sobre la cama como si fuera a darle un beso. Juntó los dedos, le dio un golpecito en la piel hinchada de sangre del párpado y se fue.
Un hombrecito calvo esperaba el ascensor. Llevaba un mono azul con la palabra «Albert» pintada con letras blancas en la espalda. Maureen respiraba entrecortadamente incapaz de dejar de llorar. El portero le dirigió una sonrisa consoladora.
– ¿Estás bien, preciosa?
– La verdad es que no.
Maureen intentó devolverle la sonrisa pero no pudo. Su barbilla temblorosa no la dejaba.
El ascensor llegó y el hombre retrocedió para que Maureen pasara primero.
– ¿A la planta baja? -le preguntó, y Maureen asintió con la cabeza-. ¿Es tu novio? -le preguntó señalando la habitación.
– No -y se sorbió la nariz-. Sólo es un amigo.
– No te preocupes, preciosa -le dijo-. Estoy seguro de que tu amigo se pondrá bien. Aquí vemos milagros todos los días.
El ascensor se paró suavemente en la planta baja. Las puertas se abrieron a un grupo de enfermeras que esperaban para entrar en él. El portero le indicó con la mano que pasara delante de él.
– Gracias -le susurró Maureen mientras salía.
Se quedó junto al coche y se sonó la nariz antes de abrir la puerta y entrar en el coche.
– Muy bien, Liam -dijo-. ¿Qué es lo que te preocupa? Si tienes que decirme algo hazlo ahora.
Liam respiró hondo y se miró las rodillas.
– ¿Estás segura?
– Sí. Dímelo ya.
– No dijeron que habías matado a Douglas.
– Ya me lo imaginaba.
– Sí, bueno, tenía una buena razón para mentirte.
Se quedó callado y se tocó el moratón del cuello, dándole dos golpecitos con las yemas de los dedos. Dejó caer la mano sobre su regazo y miró de reojo por la ventanilla hacia la catedral.
– Dímelo.
– Sí que creen que algo pasa con tu memoria.
– Pero eso no es todo, ¿verdad?
Liam pellizcó la protección podrida de piel sintética del volante.
– Dijeron que tenías recuerdos falsos.
– Cuéntamelo todo, Liam.
Liam se aclaró la garganta.
– No quería decirte la verdad porque sabía que te comerías la cabeza.
Maureen se volvió hacia él de repente.
– ¿Por qué me dejaste ir allí y hacer el gilipollas de esa forma, Liam? -le gritó Maureen-. Si antes ya pensaban que estaba loca, ahora…
– Te dije que te alejaras de ellas -dijo malhumorado-. Te lo dije, Mauri. Te dije «aléjate de ellas».
– Por Dios, joder.
– Te lo dije.
Maureen miró por la ventanilla.
– ¿Por qué me mentiste?
– No quería que lo supieras.
– ¿No querías que supiera el qué? -le espetó. Liam volvió la cara, meneando la cabeza-. Dímelo.
– Papá ha vuelto -dijo casi sin voz-. Por eso ha venido Marie. Papá ha vuelto.
Estaba en las escaleras de la iglesia e intentaba averiguar dónde estaba la entrada. Él le había dicho que estaba en Thurso Street pero St. Francis estaba en Lorne Street. Bajó la colina hasta Thurso Street y dobló la esquina. Una verja alta de barras de hierro separaba la parte trasera de la iglesia de la carretera. Subió las escaleras y echó un vistazo a través de las puertas abiertas. Habían levantado una pared de cristal un metro y medio dentro de la capilla con puertas a cada uno de los lados para resguardar el interior del frío e insonorizarlo de los niños escandalosos.
El altar mayor tenía un retablo blanco de santos tallados con colgaduras pseudogóticas detrás. Los primeros dos bancos estaban llenos de penitentes sentados esperando la confesión o arrodillados al otro lado del pasillo de los confesonarios con las cabezas agachadas inmóviles, haciendo penitencia. Justo al otro lado de la pared de cristal, en el último banco, estaba arrodillada una mujer de pelo blanco que llevaba una mantilla negra a la antigua. Rezaba el rosario y sus dedos agrietados y artríticos pasaban las cuentas de azabache envueltas en su mano y sus labios temblaban mientras recitaba el gloriapatri con la devota cabeza muy inclinada.
Maureen miró a los lados. A la derecha de la entrada había una pequeña puerta de madera oscura que estaba entreabierta. Se dirigió hacia allí, la abrió y echó un vistazo al interior. Era un pasillo largo y estrecho que corría paralelo a la capilla. Cuando llegó a la mitad se dio cuenta de adonde conducía. «No pueden estar en la puta sacristía», susurró para sí misma, maldiciéndose con insultos por estar en una iglesia y no pertenecer a ella.
Prefirió no llamar a la puerta de la casa parroquial y preguntar dónde se celebraba la reunión y decidió dar la vuelta a la iglesia y encontrar la entrada. Descubrió una callejuela oscura entre la escuela de primaria que había junto a la iglesia y la parte trasera de la capilla. Se metió la mano en el bolsillo y agarró el peine-navaja antes de adentrarse en la oscuridad. A medida que atravesaba la callejuela zigzagueante, fueron encendiéndose luces brillantes de las farolas. Fue a parar a lo alto de unas escaleras. Justo delante de ella había una portezuela vieja de madera recubierta con pintura esmalte marrón. Había luz debajo de la puerta. Bajó las escaleras y escuchó tras ella. Alguien hablaba: una mujer contaba una historia divertida o algo parecido. Otra voz la interrumpió, la voz de un hombre. Maureen llamó. Las voces callaron y la puerta se abrió. Una mujer rubia y alta que llevaba un elegante traje chaqueta negro la miró y le sonrió educadamente.
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