Sonó el teléfono y su serenidad se vio turbada. No lo cogió, y todavía no había conectado el contestador. Estuvo sonando mucho rato. Cuando dejó de hacerlo, Maureen se levantó y llamó al Servicio de Identificación de Llamadas. Era Liam, que la llamaba desde su casa. Ya hablaría con él más tarde.
Llevó la silla a su cuarto y se quedó ahí sentada un rato, recordando todos los momentos que aquella habitación había compartido con ella. Luego llevó la silla a la cocina e hizo lo mismo.
Empezaba a cansarse de aquel ritual cuando alguien aporreó la puerta con impaciencia. Le pareció raro porque no habían llamado una primera vez. Salió corriendo hacia el cuarto y buscó algo que ponerse. Tenía el cuerpo untado en aceite; se pusiera lo que se pusiera, lo estropearía. Volvieron a aporrear la puerta y se echó encima un viejo vestido veraniego que tenía una mancha de vino tinto en la espalda.
Se acercó a la mirilla. Era Jim Maliano con el jersey metido en los vaqueros y su horripilante peinado. Parecía enfadado.
Maureen abrió la puerta.
– Hola…
– He venido para que me devuelvas la camiseta. -Hablaba alto y en un tono agresivo y le amargó el buen humor que tenía.
– ¿Cómo dices?
– Que me devuelvas la camiseta del Celtic.
No iba a preocuparse por aquello.
– Jim -dijo apáticamente-. La he perdido, lo siento.
Jim abrió los ojos desmesuradamente. El pelo crepado de su coronilla empezó a temblar.
– ¿Que lo sientes? -gritó-. ¿Tienes idea de lo que me costó?
– Jim, te daré el dinero, yo…
Jim la apuntó a la cara con un dedo rechoncho, dejándolo a un centímetro de la nariz de Maureen.
– ¿Es así cómo me lo pagas? Te dejé entrar en mi casa, os di café a ti y a tu hermano y te obsequié con mi hospitalidad…
– Joder, que te den -dijo estúpidamente-. Ya te daré el dinero.
– ¿Qué me den? ¿Qué me den?
– Sí. Y deja también de espiarme por la puerta.
– ¿Cómo te atreves? Le conté a la policía lo de tu amigo…
Maureen sintió que iba a echarse a reír.
– Jim -dijo conteniendo una sonrisa-, lárgate de mi casa.
Y se la cerró en las narices. Se agazapó tras ella, desternillándose de risa, tapándose la boca con las manos para que Jim no la oyera. Se levantó y observó por la mirilla. Jim cruzó el rellano dando fuertes pisadas y cerró su puerta de un portazo.
Maureen dejó que el teléfono sonara y volvió a dormirse. Minutos más tarde, alguien aporreaba la puerta. Se puso la bata y fue tambaleándose hacia la puerta. Tenía los ojos tan hinchados que casi no podía ver por la mirilla. Liam estaba en el rellano y había hecho la compra, Maureen abrió la puerta.
– ¿Acabas de levantarte, Mauri? Es la una de la tarde -dijo. Entró en el recibidor y le alargó una bolsa de cruasanes recién hechos y un tetrabrick de zumo de naranja-. Te he llamado un montón de veces.
Cuando Maureen volvió del baño, Liam había calentado los cruasanes en el horno, había preparado un café instantáneo que no sabía a nada y había puesto la mesa para un desayuno formal, con tazas, cubiertos y todo. Tenía pequeños cortes sangrantes en los nudillos y un largo moratón negro en el cuello. Le empezaba debajo de la oreja y descendía hasta el hombro, pasando de ser una marca de un centímetro de ancho a un triángulo ancho; los bordes del moratón estaban volviéndose amarillos. Liam le pasó un vaso de zumo de naranja frío.
Fuera hacía sol. Maureen se apoyó en el marco de la ventana y contempló su vista predilecta.
– Me han despedido -dijo.
– Vaya, bueno, pronto encontrarás otro trabajo -dijo Liam-. Pero supongo que echarás de menos el arte de la venta de entradas, ¿eh?
– Sí, echaré de menos estar sentada detrás de un ventana con corriente de aire día tras día, como si fuera una puta holandesa. Bueno, ¿y qué es de tu vida, Liam?
– Bueno -dijo-, el otro día fui a la Universidad de Glasgow. Me dijeron que si quiero puedo empezar una carrera este año, siempre que pueda garantizar el pago de la matrícula.
Maureen le sonrió.
– Vaya, eso es genial. Pero, ¿tendrás que pagarla tú?
– Las primeras mil libras, sí. He llamado al Departamento de Educación y ellos pagarán el resto, pero quizá tarde un tiempo en llegarme el dinero.
– ¿Qué vas a estudiar?
– Comunicación audiovisual.
– ¿Derecho no?
– No -dijo-. Estoy harto de ir tras el dinero.
– No sabía que te interesara el cine.
– Yo tampoco.
Los cruasanes estaban calientes. Maureen los abrió por la mitad, los untó con mantequilla y mermelada y observó cómo la mantequilla se deshacía en charcos amarillos y calientes sobre la pasta. Desayunaron con calma y en silencio.
– ¿Cómo te van las cosas con las mujeres? -preguntó Maureen.
– Bueno, Maggie se ha ido de casa y se ha venido a vivir conmigo. No lo sé. Sigue haciéndome la cena y cosas por el estilo -contestó Liam. Parecía triste.
– ¿Qué hay de malo en eso?
– No lo sé-dijo, meneando la cabeza pensativamente. Le brillaba la barbilla porque la tenía manchada de restos grasientos de mantequilla derretida.
– ¿No quieres que se quede contigo?
Liam masticó y pensó en ello.
– No -contestó-. Quiero a Lynn.
– Entonces, ¿por qué no rompes con Maggie y le pides a Lynn que vuelva a salir contigo?
– Ya se lo he pedido y no quiere.
– Vaya -dijo Maureen, y bebió un poco de café y levantó la mirada hacia su hermano. Él la estaba mirando. Estaba pensativo.
– ¿Has visto a Lynn?
– No-contestó Maureen-. ¿Porqué?
– Por nada. Me dijo algo sobre tu pelo -dijo. Bebió zumo de naranja y miró hacia el recibidor-. ¿Qué vas a hacer con el piso?
– Me gustaría quedarme un tiempo. Me gusta vivir aquí.
– Puedo pagarte la hipoteca unos meses, si quieres.
– No hace falta. Douglas me dejó dinero.
Benny se recuperaba en el Hospital Albert. Liam la llevó hasta allí en su coche. Pasó por Cathedral Street cruzando el denso tráfico del centro y la dejó en la puerta principal.
– ¿No vas a subir a hacerle una visitita? -dijo Maureen.
– No quiero volver a ver a ese capullo en mi vida -susurró Liam mientras se tocaba una de las costras que tenía en la nuca. Estaba de un humor de perros y Maureen creía que no se debía sólo a los cortes y magulladuras de sus manos, pero hoy su mente no podía albergar más de una preocupación a la vez y en esos momentos sólo pensaba en Benny.
– Entonces nos vemos en unos minutos -le dijo, y salió del coche.
Cuando iba a la consulta de Louisa siempre había entrado en el hospital por la puerta lateral. Ahora estaba en la entrada principal. Esa parte del edificio tenía dos plantas y parecía más un aeropuerto pequeño que un hospital. Tenía un vestíbulo con despachos a los tres lados. Justo al lado de la puerta había una especie de kiosko-floristería y, en la pared contigua, un cajero automático del Banco de Escocia. Detrás del control de seguridad había seis ascensores de puertas de acero inoxidable, tres a cada lado del vestíbulo, que conducían a las habitaciones. Leyó el indicador que había sobre su cabeza. La habitación 4B estaba en la cuarta planta.
Maureen miró a través de las puertas de vaivén. Era una habitación anticuada con dieciséis camas, ocho a cada lado de la sala. Las paredes tenían ventanas altas con mallas metálicas. Al fondo de la enorme habitación había un televisor rodeado de butacas bajas de plástico. Era una sala de recuperación de víctimas de accidentes. Las tres primeras camas de la izquierda tenían postes de apoyo y de ellas colgaban cuerdas de tracción como si fueran las gomas elásticas con las que juegan los niños. El resto de pacientes estaban escayolados y tenían vendas que cubrían sus cuerpos en grados diversos. No veía a Benny.
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