Maureen le tiraba del pelo ardiente, le cogía por el pelo, arrastrándole hacia algún lugar. Le puso un brazalete de metal alrededor de la muñeca. Ahora estaba sujeto a la cama y tiraba con todas sus fuerzas pero la cama le seguía, pellizcándole la muñeca y haciendo que le brotara sangre caliente alrededor de las esposas.
– Me estoy quemando -dijo llorando.
Maureen recogió la chaqueta, el sombrero y las gafas de Angus del suelo y los puso sobre una silla. Le desató los zapatos y se los quitó, le desabrochó los pantalones, dejó que le cayeran y se los quitó por los pies vestidos con unos calcetines. Le examinó rápidamente los bolsillos y encontró su cartera. No cogió el dinero y sacó cualquier cosa que pudiera identificarle: carnés de bibliotecas, resguardos de cajeros automáticos, tarjetas de crédito. Metió la nota que había escrito para McEwan en la cartera, que guardó en el bolsillo de los pantalones de Angus. Los dobló y los dejó pulcramente sobre la silla.
– Sabes… -dijo Angus en voz baja-, lo sabías.
Maureen llevó el televisor portátil del salón al cuarto, lo dejó en el suelo, lo enchufó y lo encendió.
– ¿Dónde está Siobhain? ¿Por qué no puedo verla? -dijo Angus mientras las lágrimas resbalaban por su rostro-. Suéltame.
– Eras el psiquiatra de Benny, ¿verdad? Le chantajeaste por el robo de las tarjetas de crédito. Le amenazaste con chivarte a la policía y arruinar su carrera.
– Sí. Haz que pare, por favor.
– ¿Hiciste que fuera al piso a dejar el cuchillo?
– Sí. Por favor… haz que pare.
– ¿Te contó él lo del armario?
– Sí… -Angus murmuraba tonterías. La cabeza le colgaba sobre el pecho.
– Quiero que sepas -dijo Maureen despacio para que Angus recordara sus palabras-, que esto es por Siobhain, por Yvonne, por Iona y por todas las demás. Y por Douglas y por Martin.
– No sé quién es Martin -dijo con un tono inocente.
Maureen se quedó quieta y le miró. Era un hombrecillo encorvado que sudaba en ropa interior. Un hilo de saliva gruesa le colgaba a un lado de la boca abierta y aterrizó despacio en su camisa.
– Martin es el tipo al que mataste en el Northern.
– El portero.
– Sí, el portero.
Angus levantó la cabeza. Tenía los ojos muy abiertos, demasiado abiertos.
– Lo sabías -gritó, recuperando la coherencia de repente. Tenía la cara roja y la voz tensa y ahogada, como si estuviera cagando-. Por eso tenías esos sueños. Me dijiste que su uña te había cortado pero te folló. Lo sabes. Te folló.
Maureen avanzó dos pasos corriendo y le pateó la cabeza. Más que oír el crujido, lo sintió. Retrocedió. Angus tenía la boca abierta y llena de sangre y la nariz se le estaba hinchando rápidamente.
– Te folló -dijo arrastrando las palabras con dificultad y balbuceando entre la sangre.
Maureen le dio otra patada. Angus cerró los ojos y, de repente, se calmó.
– ¿Vas a matarme?
– Sí.
– ¿Me estoy quemando?
– Sí, Angus, te estás quemando.
Angus recobró el aliento y soltó un grito de lamento. Maureen subió el volumen del televisor al máximo y esperó a que dejara de chillar. Abrió la puerta y bajó las escaleras.
Siobhain y Leslie estaban sentadas a la mesa que estaba junto a la ventana comiendo cereales con leche. Detrás de ellas el sol brillaba sobre la bahía como en una postal y barcas azules y rojas de madera se balanceaban sobre el agua.
– Hola -dijo Siobhain-. ¿Dónde estabas?
– Tenemos que irnos de aquí ahora mismo -dijo Maureen, y fue a la cocina. Cogió una bayeta de debajo del fregadero y la utilizó para limpiar cualquier cosa que hubiera podido tocar los cartones de ácido.
Leslie fue corriendo al cuarto y se vistió. Siobhain se dirigió a la entrada de la cocina arrastrando los pies.
– ¿Por qué tenemos prisa?
– Siobhain, ¿confías en mí?
– Sí.
– Entonces, por favor, muévete y vístete. Tenemos que salir de aquí dentro de diez minutos.
– Tienes sangre en la frente -dijo, y se fue arrastrando los pies.
Leslie apareció en la puerta de la cocina, resollando y subiéndose la cremallera de los pantalones. Parecía aterrorizada.
– ¿Qué quieres que haga?
– Recógelo todo -dijo Maureen-. Déjalo todo limpio y ordenado para que no se queje el propietario. Y deja diez libras de propina en la mesa.
– ¿De propina?
– Como gesto de buena voluntad.
– Tienes sangre en la frente.
El tren esperaba en la estación de Largs. Maureen ayudó a subir a Siobhain y a Leslie al primer vagón y se dirigió corriendo al revisor, que estaba fumándose un pitillo en el andén.
– ¿A qué hora sale el tren? -le preguntó.
– A las doce y media -contestó, aletargado-. Tiene diez minutos.
El corazón le latía con fuerza. Fue corriendo a una cabina y llamó a Liam a su casa.
– Hola, ¿Liam?
– Maureen, sé que estás en Millport. Yo hice la puta reserva.
– Entonces, ¿Benny te lo dijo?
– Sí, el muy cabrón me llamó anoche, súper simpático, para pedirme la dirección del piso donde nos quedamos la última vez. Me dijo que quería mandarte flores. Iba a subirme al coche para ir a verte.
– Pues no lo hagas, vuelvo a casa. Sólo te he llamado para decirte que ya he acabado de utilizar a Benny. Puedes hacer lo que quieras con él.
– De puta madre.
Liam colgó el teléfono.
Siobhain sonrió a Maureen cuando ésta apareció en el vagón y se sentó a su lado. Le cogió la mano y la apretó.
– ¿Adonde vamos ahora? -le preguntó Siobhain.
– Nos vamos a casa, Siobhain.
– ¿Ahora estaremos a salvo?
– Sí.
– ¿Por qué estaremos a salvo?
– Porque sí.
– ¿Cómo has conseguido que estemos a salvo?
– Estoy muy cansada, Siobhain. ¿Te importa si no hablamos de ello?
– Sí. Quiero que hablemos.
– Pero estoy cansadísima.
Las mejillas de Siobhain se sonrojaron.
– De acuerdo -dijo, y se deshizo de la mano de Maureen y giró la cara hacia la ventana con resolución.
Maureen abrió la puerta y entró en su casa. En el caótico recibidor tiró el abrigo encima de la silla azul de la cocina donde encontró a Douglas, entró en la cocina y encendió el calentador. Se paseó por el salón. Los tablones del suelo estaban manchados de sangre marrón, pero podría pintarlos. Tenía la sensación de querer vivir con las manchas durante un tiempo, pasar por delante de ellas por la mañana y acostumbrarse a ellas.
Abrió la puerta del armario y miró la marca de sangre. Se agachó, se sentó en cuclillas y puso la mano encima. Estaba dura y crujiente. Se levantó un poco y, arrastrando los pies, entró en el armario y se encerró dentro. Sé quedó sentada un rato en la esquina, con los dedos sobre la mancha de sangre, pensando en dibujos de corazones. Al final, abrió la puerta de una patada, salió gateando y fue al salón, dejando que la puerta del armario se abriera al recibidor. Tiró a la basura la botella vacía de whisky y la caja de bombones medio vacía, fue al cuarto, quitó las sábanas de la cama y también las tiró.
Se dirigió al baño, despojándose de la ropa sucia por el camino. Dejó el jersey en el recibidor y se desprendió de los vaqueros en la puerta del baño. Puso el tapón en la bañera, abrió el agua caliente y fue desnuda a dar una vuelta por su casita mientras se fumaba un cigarrillo. Le olía el pelo de protegerse de la lluvia incesante con el gorro de lana; se lo alborotó para que pasara el aire.
Fue el mejor baño que se había tomado nunca. El agua llegaba hasta arriba y estaba caliente. Se hundió y sintió cómo le recorría el pelo y le calentaba el cuero cabelludo y se le metía en las orejas. Salió y se secó el pelo con una toalla, se untó con aceite corporal perfumado, llevó la silla azul al salón y se sentó en ella como si fuera un quemador gigante de esencias de limón.
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