– Carlson -dijo.
– Hay novedades -dijo Stone.
Carlson dejó el informe.
– ¿Qué?
– Beck. Ha encargado un pasaje a Londres desde el JFK. Sale dentro de dos horas.
– Voy para allá.
Tyrese, al salir, me puso una mano en el hombro.
– Putas -dijo por enésima vez-. No son de fiar.
No me molesté en contestarle.
En un primer momento me sorprendió que Tyrese hubiese podido localizar tan rápidamente a Helio González, pero la red callejera estaba tan desarrollada como cualquier otra. Si uno pide a un ejecutivo de Morgan Stanley que busque un homólogo suyo en Goldman Sachs seguro que lo encuentra en pocos minutos. Pídanme que envíe un paciente a cualquier otro médico del Estado y la gestión se reducirá a una llamada telefónica. ¿Por qué ha de ocurrir de otro modo con los delincuentes que andan sueltos por la calle?
Helio acababa de quedar en libertad después de un periodo de cuatro años en el norte del Estado por robo a mano armada. Su aspecto lo proclamaba a los cuatro vientos. Gafas de sol, un trapo atado a la cabeza, camiseta blanca debajo de una camisa de franela que sólo tenía abrochado el botón de arriba a la manera de una capa o de las alas de un murciélago. Llevaba arremangadas las mangas de la camisa, que dejaban al descubierto los tatuajes del antebrazo y resaltaban los músculos que había debajo, esos músculos que revelan de manera inequívoca la estancia en la cárcel, esa calidad lisa y marmórea tan diferente de la de los gimnasios.
Nos sentamos en la entrada de un edificio de Queens. No podría decir exactamente dónde. Se oía un fondo rítmico latino cuyo golpeteo me resonaba en el pecho. Deambulaban por la calle mujeres de oscura cabellera con tops de tirantes finos demasiado ceñidos. Tyrese me hizo un ademán. Me volví hacia Helio. Me miraba con sonrisa afectada. Tragué saliva y mi cerebro me dictó una única palabra: escoria. Escoria inalcanzable y cruel. Bastaba mirarlo para saber que aún le quedaba mucha destrucción por sembrar a su paso. Lo único que restaba por precisar era en qué cantidad. Sabía que mi acritud no era caritativa y que, de tener que juzgar por las apariencias, lo mismo podía decirse de Tyrese. En fin, no importaba. Seguramente Elizabeth creía en la redención de seres endurecidos por la vida en la calle o con la moral anestesiada. Yo no lo tenía tan claro.
– Hace algunos años que te detuvieron por el asesinato de Brandon Scope -comencé-. Sé que quedaste en libertad y no quiero causarte problemas. Pero me gustaría que me dijeras la verdad.
Helio se sacó las gafas de sol. Lanzó una mirada a Tyrese.
– ¿Me has traído a un poli?
– Yo no soy un poli -dije-. Soy el marido de Elizabeth Beck.
Esperaba una reacción. No la hubo.
– La mujer que te proporcionó la coartada.
– Sé quién es.
– ¿Estaba contigo aquella noche?
Helio se tomó un tiempo antes de contestar.
– Sí -dijo con una sonrisa lenta que dejó al descubierto sus dientes amarillentos-. Estuvo conmigo toda la noche.
– Mientes -dije.
Helio volvió a mirar a Tyrese.
– Oye tío, ¿qué le pasa a éste?
– Sé que no estuviste con ella.
Se quedó sorprendido.
– Pero ¿se puede saber qué pasa aquí?
– Necesito que me confirmes una cosa.
Helio se quedó a la espera.
– ¿Estabas con mi mujer aquella noche? ¿Sí o no?
– ¿Qué quieres que diga, tío?
– La verdad.
– ¿Y si la verdad fuera que ella estuvo conmigo toda la noche?
– No es verdad -contesté.
– ¿Por qué estás tan seguro?
Tyrese intervino:
– Anda, dile lo que quiere saber.
Helio volvió a concederse un momento de espera.
– La verdad es lo que ella dijo. Me la tiré, ¿está claro? Lo siento, tío, pero es así. Estuvimos toda la noche dale que te pego.
Miré a Tyrese.
– Déjanos un momento, ¿quieres?
Tyrese asintió. Se levantó y se fue al coche. Se quedó apoyado en la puerta lateral con los brazos cruzados. Brutus estaba a su lado. Miré a Helio.
– ¿Dónde conociste a mi mujer?
– En el centro.
– Ella quería ayudarte, ¿verdad?
Se encogió de hombros, pero sin mirarme.
– ¿Conocías a Brandon Scope?
Una sombra de algo que podía ser miedo cruzó su cara.
– Oye, yo me voy -dijo.
– Aquí no estamos más que tú y yo, Helio. Estoy en tus manos.
– ¿Lo que usted busca es que niegue mi coartada?
– Sí.
– ¿Y eso por qué?
– Pues porque hay alguien que mata a todo aquel que está relacionado con lo que le ocurrió a Brandon Scope. Anoche mataron a la amiga de mi mujer en su estudio. Hoy me han cogido a mí y si estoy aquí es gracias a Tyrese. También quieren matar a mi mujer.
– Creía que había muerto.
– Es largo de contar, Helio. Pero eso es lo que hay. Como no me entere de lo que ocurrió realmente, nos matarán a todos.
No sabía muy bien si era realidad o hipérbole. En cualquier caso, me tenía sin cuidado.
– ¿Dónde estabas tú aquella noche? -insistí.
– Con ella.
– Puedo demostrar que no es verdad -dije.
– ¿Cómo?
– Mi mujer estaba en Atlantic City. Tengo los informes de las acusaciones. Puedo demostrarlo. Si quiero, pulverizo tu coartada, Helio. Y lo haré. Sé que tú no mataste a Brandon Scope. O sea que tienes que ayudarme. Dejaré que te liquiden si no me dices la verdad.
Era un farol. No era más que un mayúsculo farol. Vi, sin embargo, que le había hecho mella.
– Dime la verdad y seguirás libre -dije.
– Yo no maté a ese tipo, te lo juro, tío.
– Lo sé -repetí.
Se quedó meditando.
– No sé por qué ella hizo lo que hizo, ¿comprende?
Asentí procurando que siguiera charlando.
– Aquella noche robé en una casa de Fort Lee. O sea que no tenía coartada. Me habrían hundido. Menos mal que ella me salvó.
– ¿Le preguntaste por qué lo había hecho?
Negó con un gesto de cabeza.
– Pero la dejé hacer. Mi abogado me contó lo que ella había dicho. Y yo lo confirmé. Y me soltaron al momento.
– ¿Viste a mi mujer otra vez?
– No -dijo levantando los ojos-. Oye, ¿por qué estás tan seguro de que tu mujer no te timaba?
– La conozco.
Sonrió.
– ¿Y crees que nunca te ha mentido?
No respondí.
Helio se levantó.
– Di a Tyrese que me debe una.
Sonrió, dio media vuelta y se alejó.
No llevaba equipaje. Había sacado un tique para registrarse a través de una máquina y no de una persona. Esperó en una terminal próxima con los ojos fijos en la pantalla de salidas para ver cuanto antes el anuncio del vuelo y acudir enseguida a la puerta de embarque.
Sentada en una silla de plástico moldeado, dejó vagar la mirada por las pistas. Un televisor emitía los destellos de un programa de la CNN: «A continuación, deportes». Tenía la mente en blanco. Cinco años antes había pasado una temporada en la India en un pueblecito de las afueras de Goa. Aunque era un lugar perdido, en el pueblo reinaba gran actividad porque en él vivía un yogui que tenía cien años. Había pasado muchos ratos en su compañía y él había procurado enseñarle diversas técnicas, entre ellas la meditación, la respiración pranayama, la purificación mental. Sin embargo, no había asimilado ninguna y tenía momentos en que se sumía en la negrura. En cualquier caso, cada vez con mayor frecuencia, allí donde iba cuando se hundía, estaba Beck.
Luego pensó en ella. De hecho, no tenía opción. Obraba por instinto de conservación. Y conservación significaba huir. Se había metido en un lío y ahora volvía a huir dejando que otros lavaran los platos sucios. A pesar de todo, ¿qué otra cosa podía hacer? Andaban tras ella. Aunque había tomado precauciones, seguían vigilándola. Ocho años después.
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