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Peter James: Las Huellas Del Hombre Muerto

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Peter James Las Huellas Del Hombre Muerto

Las Huellas Del Hombre Muerto: краткое содержание, описание и аннотация

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Abby entro al elevador y las puertas se cerraron con el sonido de una pala levantando canto rodado. De pronto sintio el perfume de alguien mas y tambien de un limpiador con aroma de limon. El elevador se movio unos cuantos centimetros hacia arriba. Y ahora era demasiado tarde para cambiar de idea y salir: con el metal de las paredes presionandola, comenzo a caer por el vacio. Abby se dio cuenta de que acababa de cometer el peor error de su vida… En medio del caos de la manana del 9/11, el negociante Ronnie Wilson ve la oportunidad de su vida. Para salir de sus deudas, desaparecera y se re-inventara a si mismo en otro pais. / Abby stepped in the lift and the doors closed with a sound like a shovel smoothing gravel. She breathed in the smell of someone else's perfum, and lemon-scented cleaning fluid. The lift jerked upwards a few inches. And now, too late to change her mind and get out, with the metal walls pressing in around her, they lunged sharply downwards. Abby was about to realize she had just made the worst mistake of her life…Amid the tragic unfolding mayhem of the morning of 9/11, failed Brighton businessman and ne'er-do-well Ronnie Wilson sees the chance of a lifetime, to shed his debts, disappear and reinvent himself in another country.Six years later, the discovery of the skeletal remains of a woman's body in a storm drain in Brighton, leads Detective Superintendent Roy Grace on an enquiry spanning the globe, and into a desperate race against time to save the life of a woman being hunted down like an animal in the streets and alleys of Brighton. 'One of the most fiendishly clever crime fiction plotters'

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Decían que si no habías triunfado a los cuarenta no ibas a triunfar nunca. Dentro de sólo tres semanas, Ronnie cumpliría cuarenta y tres años.

Estaba llegando a su parada, Chambers Street. Quería ir caminando las últimas manzanas.

Salió a la espléndida mañana de Manhattan y se orientó con el mapa que le había dado anoche el conserje del hotel. Luego consultó su reloj: las 8.10. Por su experiencia previa circulando por los bloques de oficinas de Nueva York, calculó que debía darse quince minutos de margen como mínimo para llegar al despacho de Donald una vez entrara en el edificio donde trabajaba el hombre. Y desde aquí tenía cinco minutos largos a pie, le había dicho el conserje, suponiendo que no se perdiera.

Después de pasar por delante de un cartel que le informaba de que estaba en Wall Street, dejó atrás un Jamha Juice a la derecha y una tienda que ofrecía «Sastrería y arreglos expertos» y entró en el Downtown Deli, que estaba abarrotado.

El lugar olía a café cargado y huevos fritos. Se sentó en un taburete de piel roja en la barra y pidió un zumo de naranja recién exprimido, un latte y huevos revueltos con bacon y tostadas de trigo. Mientras esperaba la comida, hojeó una vez más el plan de negocios y, luego, mirando de nuevo el reloj, calculó mentalmente la diferencia horaria entre Nueva York y Brighton.

En Inglaterra eran cinco horas más. Lorraine estaría almorzando. Le hizo una llamada rápida al móvil y le dijo que la quería. Ella le deseó suerte con la reunión. Las mujeres eran fáciles de contentar, bastaba sólo con unos pocos arrumacos de vez en cuando, algún que otro verso poético y una o dos joyas que parecieran caras, pero no con demasiada frecuencia.

Veinte minutos después, mientras pagaba la cuenta, oyó un estruendo enorme a lo lejos. Un tipo sentado en el taburete a su lado dijo:

– Dios santo, ¿qué ha sido eso?

Ronnie recogió el cambio y dejó una propina aceptable, luego salió a la calle para proseguir con su camino hacia el despacho de Donald Hatcook, que, según la información que le había enviado por correo electrónico, se encontraba en la planta 87 de la Torre Sur del World Trade Center.

Eran las 8.47 de la mañana del martes 11 de septiembre de 2001.

2

Octubre de 2007

Abby Dawson había elegido este piso porque le parecía seguro. Al menos, tan seguro como le parecería cualquier otro lugar en estos momentos.

Aparte de la escalera de incendios de atrás, que sólo podía abrirse desde dentro, y una salida de incendios en el sótano, el edificio sólo tenía una entrada. Estaba ocho pisos más abajo y las ventanas le ofrecían una panorámica despejada de toda la calle.

Dentro, había convertido el piso en una fortaleza: bisagras reforzadas, blindajes de acero, tres cerraduras en la puerta y en la escalera de incendios situada al fondo del minúsculo lavadero y una cadena de seguridad doble. Cualquier ladrón que intentara introducirse aquí se iría a casa con las manos vacías. Salvo que condujera un tanque, nadie iba a entrar a menos que ella le invitara.

Pero como refuerzo, por si acaso, tenía un spray de pimienta Mace muy a mano, una navaja y un bate de béisbol.

Era irónico, pensó, que la primera vez en su vida que podía permitirse una casa lo bastante grande y lujosa como para recibir a invitados, tuviera que vivir sola, en secreto.

¡Y había tantas cosas de las que disfrutar allí dentro! El entarimado de roble, los enormes sofás color crema con sus cojines blancos y marrón chocolate, los cuadros modernos y perspicaces en las paredes, el sistema home cinema, la cocina de alta tecnología, las camas inmensas y deliciosamente cómodas, la calefacción debajo del suelo en el baño y el elegante servicio de invitados que todavía no había utilizado -al menos no para lo que estaba pensado.

Era como vivir en una de esas casas de diseño que solía codiciar cuando hojeaba las páginas de las revistas de moda. Cuando hacía buen tiempo, el sol entraba a raudales por la tarde y los días ventosos, como hoy, abría una ventana y podía saborear la sal en el aire y escuchar los chillidos de las gaviotas. A tan sólo unos doscientos metros del final de la calle, y del cruce con la concurrida Marine Parade de Kemp Town, estaba la playa. Podía caminar por ella kilómetros y kilómetros hacia el este o el oeste.

También le gustaba el barrio. Había tiendecitas cerca, que eran mucho más seguras que un supermercado grande porque siempre podía mirar primero quién había dentro. Bastaba con que sólo una persona la reconociera.

Sólo una.

El único punto negativo era el ascensor. Extremadamente claustrofóbica en el mejor de los casos, y más propensa que nunca últimamente a los ataques de pánico, a Abby nunca le había gustado montarse sola en un ascensor a menos que no tuviera más remedio. Y la cápsula inestable del tamaño de un ataúd vertical para dos personas que subía hasta su piso, y que se había quedado parado un par de veces en el último mes -por suerte con otra persona dentro-, era una de las peores que había utilizado en su vida.

Así que normalmente subía y bajaba a pie, hasta hacía dos semanas, cuando los obreros que reformaban el piso de abajo habían convertido la escalera en una carrera de obstáculos. Era un buen ejercicio, y si llevaba bolsas de la compra pesadas era fácil: las metía en el ascensor solas y ella subía por las escaleras. En las raras ocasiones en que se encontraba con alguno de sus vecinos, cogía el ascensor hombro con hombro con él. Pero la mayoría eran tan mayores que no salían demasiado. Algunos parecían tan viejos como la propia finca.

Los pocos inquilinos jóvenes, como Hassan, el sonriente banquero iraní que vivía dos pisos más abajo y que a veces organizaba fiestas que duraban toda la noche -y cuyas invitaciones siempre rechazaba educadamente- parecían estar fuera casi siempre, en algún otro lugar. Y los fines de semana, a menos que Hassan se hubiera quedado en casa, el ala oeste del edificio estaba tan silenciosa que parecía habitada sólo por fantasmas.

En cierto modo, ella también era un fantasma, lo sabía. Únicamente abandonaba la seguridad de su guarida de noche, con el pelo que en su día fue rubio y largo ahora muy corto y teñido de negro, gafas de sol y el cuello de la chaqueta subido. Era una extraña en esta ciudad donde había nacido y crecido, donde había trabajado en bares, ejercido de secretaria temporal, tenido novios y, antes de que le entrara el gusanillo de viajar, incluso fantaseado con formar una familia.

Ahora había regresado. A escondidas. Una desconocida en su propia vida. Desesperada por que nadie la reconociera. Volviendo la cara las pocas veces que se cruzaba con algún conocido o veía a un viejo amigo en un bar y tenía que marcharse de inmediato. Maldita sea, ¡qué sola se sentía!

Y tenía miedo.

Ni siquiera su propia madre sabía que había vuelto a Inglaterra.

Había cumplido 27 años hacía tres días y la fiesta de cumpleaños había sido fantástica, pensó con ironía. Tirada allí sola con una botella de Moét & Chandon, una película erótica en Sky y un vibrador con las pilas agotadas.

Solía estar orgullosa de su belleza natural. Rebosante de confianza, podía ir a cualquier bar, discoteca o fiesta y escoger a quien quisiera. Era buena conversadora, buena seductora, buena haciéndose la vulnerable, algo que había aprendido hacía tiempo que era lo que les gustaba a los hombres. Pero ahora era vulnerable de verdad, y no era nada divertido.

No era divertido ser una fugitiva.

Aunque no fuera para siempre.

En las estanterías, las mesas y el suelo del piso se amontonaban libros, CD y DVD comprados en Amazon y Play.com. Durante los dos últimos meses que llevaba huyendo había leído más libros y visto más películas y televisión que nunca. Ocupaba gran parte del resto del tiempo en un curso de español por Internet.

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