Mary Clark - No Llores Más, My Lady

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Una estrella de teatro y de la pantalla se arroja, en misteriosas circunstancias, por el balcón de su ático neoyorquino, ¿Fue asesinada por su amante, Ted Winters, un apuesto magnate de los negocios atormentado por un secreto inconfesable? ¿O se trata de un suicidio? Pero ¿por qué iba Leila a quitarse la vida en la cumbre de la fortuna y el éxito? ¿O la mató otra persona? Sin embargo, ¿quién querría acabar con la vida de una joven admirada y querida por todo el mundo?…

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«Tendría que haber ido a East Hampton -pensó Elizabeth-. A cualquier lugar menos aquí.» Era como si Leila estuviera allí, tratando de comunicarse con ella…

– Elizabeth. -La voz de Min era aguda. Aguda y tensa-. La condesa te está hablando.

– Oh, lo siento mucho -se disculpó Elizabeth y tomó la mano aristocrática que le tendía la condesa.

La condesa sonrió afectuosa.

– Vi tu última película. Te estás convirtiendo en una excelente actriz, chérie.

Fue muy típico de la condesa d’Aronne darse cuenta de que no quería hablar de Leila.

– Era un buen papel. Tuve suerte. -Y luego, Elizabeth sintió que se le agrandaban los ojos-. Min, los que vienen por el pasillo, ¿no son Syd y Cheryl?

– Sí, me llamaron esta mañana. Olvidé decírtelo. Espero que no te moleste que estén aquí…

– Claro que no. Es sólo que… -No terminó la oración. Se sentía avergonzada por la forma en que Leila había humillado a Syd aquella noche en «Elaine’s». Syd había convertido a Leila en una estrella. No importaba cuántos errores había cometido durante todos esos años, no tenían valor si se los comparaba con las veces que había conseguido los papeles que Leila quería…

¿Y Cheryl? Bajo un velo de amistad, ella y Leila habían mantenido una intensa rivalidad tanto personal como profesional. Leila le había quitado a Ted. Y Cheryl casi arruinó su carrera al reemplazar a Leila en su papel…

Inconscientemente, Elizabeth se puso tensa. Por otra parte, Syd había hecho una fortuna gracias a las ganancias de Leila. Cheryl había intentado todos los trucos posibles para recuperar a Ted. «Si lo hubiera conseguido, Leila seguiría con vida…», pensó Elizabeth.

La habían visto. Ambos parecieron tan sorprendidos como ella. La condesa murmuró:

– No, esa desagradable buscona, Cheryl Manning…

Subían en su dirección. Elizabeth estudió a Cheryl con objetividad. Una masa de cabello le rodeaba el rostro. Lo tenía más oscuro que la última vez que la había visto y le quedaba bien. ¿La última vez? Eso fue en el funeral de Leila.

Elizabeth tuvo que aceptar que Cheryl nunca había lucido mejor. Su sonrisa era deslumbrante; los famosos ojos color ámbar asumieron una expresión tierna. Su saludo hubiera engañado a cualquiera que no la conociera.

– ¡Elizabeth, querida, nunca imaginé encontrarte aquí, me parece maravilloso! ¿Cómo estás?

Luego, fue el turno de Syd. Syd, pon su mirada cínica y expresión sombría. Sabía que había invertido un millón de dólares de su propio dinero en la obra de Leila, dinero que probablemente había pedido prestado. Leila lo había bautizado: El negociante: «Claro que trabaja duro para mí, Sparrow, pero lo hace porque le hago ganar mucho dinero. El día que deje de representar un ingreso para él, pasará por encima de mi cadáver.»

Elizabeth sintió un escalofrío cuando Syd le dio un indiferente beso de compromiso.

– Estás bien. Tal vez tenga que robarte a tu agente. No esperaba verte hasta la semana próxima.

La semana próxima. Por supuesto. La defensa sin duda usaría a Cheryl y a Syd para testimoniar el estado emocional de Leila aquella noche en «Elaine’s».

– ¿Te has apuntado con alguno de los instructores? -preguntó Cheryl.

– Elizabeth está aquí porque yo la invité -respondió Min.

Elizabeth se preguntó por qué Min parecía tan nerviosa. Min observaba ansiosa a la gente y seguía aferrada al brazo de Elizabeth como si temiera perderla.

Les ofrecieron bebidas. Algunos amigos de la condesa se acercaron al grupo. Un famoso publicista se acercó a saludar a Syd:

– La próxima vez que quieras que contratemos a uno de tus clientes, asegúrate de que esté sobrio.

– Ése nunca está sobrio.

Luego, sintió una voz familiar que provenía de atrás, una voz sorprendida.

– ¿Elizabeth, qué estás haciendo aquí?

Se volvió y sintió que la rodeaban los brazos de Craig… Los brazos sólidos y de confianza del hombre que había corrido hacia ella cuando se enteró de la noticia, que se quedó con ella en el apartamento de Leila escuchando cómo descargaba su dolor, que la había ayudado a responder a las preguntas de la Policía y que por fin había localizado a Ted…

Había visto a Craig unas tres o cuatro veces el año anterior. La última vez mientras rodaba. «No puedo estar en la misma ciudad sin pasar a saludarte», le había dicho. Por un acuerdo tácito, evitaban discutir sobre el próximo juicio, pero nunca terminaban una comida sin nombrarlo. Por Craig se había enterado de que Ted estaba en Maui, se encontraba nervioso e irritable, prácticamente ignoraba el negocio y no veía a nadie. Y fue a través de Craig, inevitablemente, que oyó la pregunta: «¿Estás segura?»

La última vez que lo vio, había estallado: «¿Cómo se puede estar segura de algo o de alguien?» Luego le pidió que no se comunicara con ella hasta después del juicio. «Sé dónde debe estar tu lealtad.»

¿Pero qué estaba haciendo allí, ahora? Imaginaba que estaría con Ted preparando el juicio. Y luego, cuando Craig la soltó, vio que Ted subía la escalera que daba a la galena.

Sintió que se le secaba la boca. Comenzaron a temblarle las manos y las piernas y el corazón le latía con tanta fuerza que le retumbaba en los oídos. En esos meses, había logrado borrar su imagen de la conciencia, y en sus pesadillas siempre aparecía borroso: sólo había visto las manos asesinas que empujaban a Leila, los ojos despiadados que la miraban caer…

Ahora, subía la escalera hacia ella con su imponente presencia habitual. Andrew Edward Winters III, con el cabello oscuro que contrastaba con la chaqueta blanca, los rasgos fuertes, la piel bronceada; se lo veía demasiado bien después de su autoexilio en Maui.

Un sentimiento de rabia y odio hizo que Elizabeth quisiera lanzarse sobre él; arrojarlo por esa escalera tal como él había arrojado a Leila, arañarle ese rostro compuesto y bien parecido tal como lo había hecho Leila al tratar de salvarse. Sintió el gusto amargo de la bilis en su boca y tuvo que tragar saliva para luchar contra las náuseas.

– ¡Aquí está! -exclamó Cheryl. En un momento, se deslizó por entre los grupos de gente allí reunidos, los tacones golpeando contra el suelo, la chalina de seda roja flotando detrás de ella. La conversación se detuvo y todas las cabezas se volvieron cuando se arrojó a los brazos de Ted.

Como un robot, Elizabeth los miró. Era como si estuviera mirando a través de un caleidoscopio. Fragmentos de colores e impresiones giraban alrededor de ella. El blanco de la chaqueta de Ted; el rojo del vestido de Cheryl; el cabello oscuro de Ted; sus manos largas y bien formadas mientras trataba de liberarse.

Elizabeth recordó que en la audiencia ante el gran jurado había pasado junto a él y entonces se odió por haber creído en la actuación de Ted durante el funeral de Leila, simulando ser un novio dolorido. Alzó la mirada y supo que él ya la había visto. Parecía sorprendido y desalentado, ¿o era otra de sus actuaciones? Se soltó de las garras de Cheryl y terminó de subir la escalera. Sin poder moverse, fue consciente del silencio que la rodeaba, de los murmullos y las risas de aquellos más alejados que no sabían qué estaba sucediendo, de los últimos acordes del concierto y de las mezclas de fragancias a flores y océano.

Parecía haber envejecido. Las líneas alrededor de los ojos y la boca que habían aparecido con la muerte de Leila eran ahora más profundas, marco permanente de su rostro. Leila lo había amado tanto, y él la había asesinado. Elizabeth sintió que una nueva ola de odio le sacudía el cuerpo. Todo el dolor intolerable, la sensación de pérdida, la culpa que le perforaban el alma como un cáncer, porque sentía que en el final, le había fallado a Leila. Este hombre era la causa de todo.

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