Mary Clark - No Llores Más, My Lady

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Una estrella de teatro y de la pantalla se arroja, en misteriosas circunstancias, por el balcón de su ático neoyorquino, ¿Fue asesinada por su amante, Ted Winters, un apuesto magnate de los negocios atormentado por un secreto inconfesable? ¿O se trata de un suicidio? Pero ¿por qué iba Leila a quitarse la vida en la cumbre de la fortuna y el éxito? ¿O la mató otra persona? Sin embargo, ¿quién querría acabar con la vida de una joven admirada y querida por todo el mundo?…

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Cheryl se cogió el rostro con ambas manos.

– Syd, quiero dos cosas. Primero ese papel. Haz que lo consiga. Si lo hago, te prometo que, ebria o sobria, jamás recordaré que esa noche llegaste tarde, que estabas nervioso, que tenías la llave del apartamento de Leila y que ella te había dejado prácticamente en la bancarrota. Ahora, sal de aquí. Necesito dormir para estar bella.

13

Min y Helmut mantuvieron la sonrisa hasta que estuvieron en la seguridad de su apartamento. Luego, sin decir nada, se miraron. Helmut rodeó a Min con los brazos y le rozó la mejilla con los labios. Con mucha práctica, le masajeó el cuello.

Liebchen.

Helmut, ¿fue tan malo como creo?

Él le respondió con voz suave:

– Minna, traté de advertirte que sería un error traer a Elizabeth aquí, ¿no? Tú la entiendes. Ahora, ella está enojada contigo, pero además, algo ha sucedido. Tú le dabas la espalda durante la cena, pero yo pude observar cómo nos miraba desde su mesa. Era como si lo hiciera por primera vez.

– Pensé que si veía a Ted… Sabes cuánto lo quería… Siempre sospeché que ella estaba enamorada de él.

– Sé lo que pensaste. Pero no funcionó. Bueno, por esta noche es suficiente, Minna. Ve a la cama. Te prepararé un vaso de leche caliente y te daré una pastilla para dormir. Mañana serás la misma altiva de siempre.

Min sonrió y permitió que Helmut la condujera hacia el dormitorio. Todavía la rodeaba con sus brazos y ella se apoyaba en él, con la cabeza en su hombro. Después de diez años seguía gustándole su aroma, esa sugestión a colonia costosa, el tacto de la tela de su chaqueta. En sus brazos, podía olvidar a su predecesor, con sus manos frías y su petulancia.

Cuando Helmut regresó con la leche, Min ya estaba acomodada en la cama, con e) cabello suelto sobre las almohadas de seda. Sabía que la pantalla rosada de la lámpara junto a su cama daba un tono de luz especial sobre sus pómulos salientes y ojos oscuros. El aprecio que leyó en los ojos de su marido cuando éste le entregó la delicada taza de Limoges fue gratificante.

Liebchen - le susurró-, quisiera que supieras lo que siento por ti. Después de todo este tiempo, sigues sin confiar en ese sentimiento, ¿no es así?

Aprovechó el momento. Tenía que hacerlo.

– Helmut, hay un grave problema, algo que no me has dicho. ¿Que es?

Él se encogió de hombros.

– Ya sabes cuál es el problema. Están apareciendo establecimientos similares a éste por todo el país. Los ricos son personas inquietas… El costo del baño romano ha excedido mis expectativas… Lo admito. Sin embargo, estoy seguro de que cuando lo abramos…

– Helmut, prométeme una cosa. No importa lo que suceda, pero no tocaremos la cuenta de Suiza. Preferiría perder este lugar. A mi edad, no puedo volver a quedarme en bancarrota. -Min trataba de no alzar el tono de voz.

– No la tocaremos, Minna, te lo prometo. -Le entregó una pastilla para dormir-. Así que como tu marido y como tu doctor…, te ordeno que bebas esto de inmediato.

– La tomaré con gusto.

Helmut se sentó en el borde de la cama mientras ella bebía la leche.

– ¿No te acuestas? -le preguntó ya soñolienta.

– Todavía no. Leeré un rato. Ése es mi somnífero.

Después de que Helmut apagó la luz y la dejó sola, Minna sintió que se dormía profundamente. Su último pensamiento consciente fue un murmullo inaudible:

– Helmut, ¿qué me estás ocultando?

14

A las diez y cuarto, Elizabeth vio que los huéspedes comenzaban a retirarse de la casa principal. Sabía que en pocos minutos, todo quedaría en silencio, las cortinas corridas, las luces apagadas. El día comenzaba temprano en «Cypress Point». Después de las extenuantes clases de gimnasia y los relajantes tratamientos de belleza, la mayoría de la gente estaba preparada para retirarse a las diez.

Suspiró cuando vio que una de las figuras tomaba la dirección del sendero de su bungalow. Instintivamente supo que se trataba de la señora Meehan.

– Pensé que se sentiría sola -le dijo Alvirah y sin que la invitaran se sentó en uno de los sillones-. Fue buena la cena, ¿verdad? Nadie diría que era baja en calorías. No pesaría ochenta y dos kilos si siempre hubiera comido así.

Se arregló la chaqueta que llevaba sobre los hombros.

– Esto siempre se me cae. -Miró alrededor-. Es una hermosa noche, ¿no cree? Todas esas estrellas. Apuesto a que aquí no tienen tanta contaminación como en Queens y el océano. Me encanta escucharlo. ¿Qué estaba diciendo? Ah, sí, la cena. Casi me desmayo cuando el camarero -¿o era el mayordomo?- me puso la fuente frente a mí con la cuchara y el tenedor. En casa nos servimos con los dedos. Quiero decir, para qué usar una cuchara y un tenedor para servirse alubias. Pero entonces recordé cómo Greer Garson se había servido de una lujosa fuente de plata en Valley of Decision, y pude arreglármelas. Siempre se puede contar con las películas.

Sin quererlo, Elizabeth sonrió Alvirah Meehan tenía una honestidad genuina. Y ésa era una rara virtud en «Cypress Point».

– Estoy segura de que lo hizo bien.

Alvirah jugueteó con su broche en forma de sol.

– A decir verdad, no podía apartar los ojos de Ted Winters. Estaba preparada para odiarlo, pero fue tan bueno conmigo Y Dios, quedé sorprendida al ver lo arrogante que es esa Cheryl Manning. Ciertamente odiaba a Leila, ¿no es así?

Elizabeth se humedeció los labios.

– Es que en la cena, dije que Leila se convertiría en una leyenda como Marilyn Monroe y ella dijo que si está de moda considerar a una borracha perdida una leyenda, Leila lo conseguiría. -Alvirah se arrepintió de habérselo contado a la hermana de Leila. Pero tal como había leído, un buen periodista consigue la historia.

– ¿Y los otros qué dijeron? -preguntó Elizabeth.

– Todos rieron, excepto Ted Winters. Dijo que era repugnante decir eso.

– No va a decirme que a Min y a Helmut les resultó gracioso.

– Es difícil de saber -respondió Alvirah con severidad-. A veces, la gente se ríe cuando está confundida. Pero hasta el abogado que está con Ted Winters dijo algo así como que Leila no ganaría ningún concurso de popularidad aquí.

Elizabeth se puso de pie.

– Fue muy amable al pasar por aquí, señora Meehan. Pero ahora deseo cambiarme de ropa. Me gusta nadar un poco antes de irme a dormir.

– Lo sé. Hablaron de eso en la cena. Craig, así se llama, el ayudante del señor Winters…

– Sí.

– Le preguntó a la baronesa cuántos días pensaba quedarse usted. Ella le dijo que quizás hasta pasado mañana porque quería ver a alguien llamado Sammy.

– Así es.

– Y Syd Melnick dijo que tenía el presentimiento de que trataría de evitar cruzarse con ellos. Entonces la baronesa aclaró que siempre podían encontrarla nadando en la piscina olímpica alrededor de las diez de la noche. Supongo que tenía razón.

– Sabe que me gusta nadar. ¿Conoce el camino hasta su cabaña, señora Meehan? Si no, puedo acompañarla. Es un poco confuso en la oscuridad.

– No, no se preocupe. Me gustó conversar con usted. -Alvirah se puso de pie y, sin prestarle atención al camino, comenzó a caminar por el césped en dirección a su bungalow. Estaba desilusionada de que Elizabeth no hubiera dicho nada útil para sus artículos. Pero por otra parte, había conseguido mucho material durante la cena. ¡Podría escribir un jugoso artículo sobre los celos!

¿Al público lector no le interesaría saber que los mejores amigos de Leila LaSalle actuaban como si estuvieran contentos de su muerte?

15

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