Mary Clark - No Llores Más, My Lady

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No Llores Más, My Lady: краткое содержание, описание и аннотация

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Una estrella de teatro y de la pantalla se arroja, en misteriosas circunstancias, por el balcón de su ático neoyorquino, ¿Fue asesinada por su amante, Ted Winters, un apuesto magnate de los negocios atormentado por un secreto inconfesable? ¿O se trata de un suicidio? Pero ¿por qué iba Leila a quitarse la vida en la cumbre de la fortuna y el éxito? ¿O la mató otra persona? Sin embargo, ¿quién querría acabar con la vida de una joven admirada y querida por todo el mundo?…

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A las seis de la mañana se levantó, corrió la persiana y regresó a la cama. Hacía frío, pero le gustaba ver amanecer. Sentía que esa hora temprana de la mañana tenía una cierta ensoñación, la tranquilidad humana era tan absoluta Los únicos sonidos que se oían eran las aves de la costa.

A las seis y media sintió que llamaban a la puerta. Era Vicky, la camarera, que le llevaba el zumo de la mañana y que hacía años que trabajaba en «Cypress Point». Era una mujer robusta de sesenta años que complementaba la pensión de su esposo con lo que ella irónicamente denominaba: «Llevar rosas en el desayuno a flores marchitas.» Se saludaron con la alegría de dos viejas amigas.

– Me resulta extraño estar del lado de los huéspedes -comentó Elizabeth.

– Te has ganado el derecho a estar aquí. Te vi en Hilltop. Eres muy buena actriz.

– Sin embargo, me siento más segura dando clases de ballet acuático.

– Y la princesa Diana puede conseguir trabajo como maestra jardinera. Vamos.

Aguardó adrede hasta estar segura de que la procesión diaria llamada «El Paseo Cypress» estaba en marcha. Cuando salió, los caminantes, con Min y el barón a la cabeza, se acercaban al sendero que conducía a la costa. El paseo incluía el terreno de «Cypress Point», la zona boscosa, «Pebble Beach Golf Course», la casa del guarda y regresar. En total, era un ejercicio de treinta y cinco minutos, seguido por el desayuno.

Elizabeth aguardó hasta perderlos de vista y luego se puso a trotar en dirección opuesta. Todavía era temprano y había poco tránsito. Hubiera preferido correr por la costa, donde podía tener una vista interminable del océano, pero se habría arriesgado a que la vieran.

«Si Sammy estuviera aquí -pensó mientras aceleraba la marcha-. Podría hablar con ella y tomar un avión esta misma tarde.» Deseaba irse de allí. Si creía lo que Alvirah Mechan le había contado, Cheryl había dicho que Leila era una «borracha perdida». Y todos, excepto Ted, su asesino, se habían reído.

Min, Helmut, Syd, Cheryl, Craig, Ted. Las personas más cercanas a Leila; las mismas que lloraron durante su funeral. «¡Oh, Leila!», pensó Elizabeth y de repente, acudieron a su mente frases de una canción que había aprendido de niña:

A pesar de que todo el mundo te traicione,

un arpa leal cantará tus loas…

«¡Yo cantaré tus loas, Leila!» Se le llenaron los ojos de lágrimas y se secó con un gesto impaciente. Comenzó a correr más aprisa, como si quisiera con ello borrar sus pensamientos. La niebla de la mañana comenzaba a disiparse bajo el sol; los arbustos que rodeaban las casas a lo largo del camino estaban bañados de rocío; las gaviotas sobrevolaban el lugar y luego regresaban a la playa. ¿Qué precisión podía tener Alvirah Meehan como testigo? Esa mujer tenía algo intenso, algo que iba más allá de su excitación por estar allí.

Pasó por los campos de golf de Pebble Beach donde ya había algunos jugadores. Había aprendido a jugar al golf en el colegio. Leila nunca lo jugó. Solía decirle a Ted que algún día se haría con tiempo para aprenderlo. «Nunca lo habría hecho», pensó Elizabeth, y una sonrisa se dibujó en sus labios. Leila era demasiado impaciente como para correr detrás de una pelotita durante cuatro o cinco horas…

Comenzaba a respirar con dificultad y disminuyó el paso. «Estoy en baja forma», se dijo. Ese día iría al gimnasio de mujeres y haría un programa completo de ejercicios y tratamientos. Sería una forma útil de pasar el tiempo. Giró para tomar el camino de regreso y al hacerlo… se topó con Ted. Él la sostuvo de los brazos para evitar que se cayera. Jadeante por la fuerza del impacto luchó para alejarlo de su lado.

– Suéltame. -Subió el tono de voz-. Te he dicho que me sueltes. -Era consciente de que no había nadie más en el camino. Él estaba sudoroso y tenía la camiseta pegada al cuerpo. El costoso reloj que Leila le había regalado brillaba bajo el sol.

Él la soltó. Sorprendida y asustada, Elizabeth vio que Ted la observaba con una expresión indescifrable.

– Elizabeth, tengo que hablarte.

«Ni siquiera iba a simular no haberlo planeado», pensó ella.

– Di lo que tengas que decir en el juicio. -Elizabeth trató de reanudar su camino, pero él le bloqueó el paso. ¿Así se había sentido Leila en el final, atrapada?

– Te he pedido que me escuches. -Era como si hubiese presentido el miedo de Elizabeth y estuviera molesto por ello.

»Elizabeth, no me has dado una oportunidad. Sé lo que todo parece ser. Tal vez, y eso es algo que no sé, tal vez tengas razón y yo haya vuelto a su apartamento. Estaba borracho y enojado, pero también muy preocupado por ella. Elizabeth, piensa esto: si tienes razón, si realmente regresé, si esa mujer que dice haberme visto luchando con Leila tiene razón, ¿no me concederás al menos que podría haber estado luchando para salvarla? Sabes lo deprimida que estaba Leila aquel día. Estaba fuera de sí.

– «Si realmente regresé.» ¿Me estás diciendo que aceptas haber regresado al apartamento? -Elizabeth sintió que le oprimían los pulmones. El aire parecía de repente húmedo y pesado, con la humedad de la tierra y de las hojas de los cipreses. Ted medía un metro ochenta, pero los pocos centímetros de diferencia entre ellos parecían no existir mientras se miraban a los ojos. Elizabeth era consciente de la intensidad de las líneas alrededor de los ojos y la boca.

– Elizabeth, sé cómo debes sentirte con respecto a mí, pero hay algo que tienes que entender. No recuerdo qué sucedió esa noche. Estaba tan borracho, tan triste. Durante estos meses, tuve la impresión de haber estado en el piso de Leila y de haber abierto la puerta. Así que tal vez, tengas razón, tal vez sí me oíste gritarle algo. ¡Pero no recuerdo nada más que eso! Ésa es la verdad. La siguiente pregunta es: ¿Crees que soy capaz de matar, estando sobrio o ebrio?

Sus ojos azul oscuro estaban empañados por el dolor. Se mordió los labios y extendió las manos en gesto de súplica.

– ¿Y bien, Elizabeth?

Con un movimiento rápido, ella lo esquivó y se echó a correr hacia «Cypress Point». El fiscal de distrito se lo había advertido. Si Ted pensaba que su mentira sobre no haber estado en la terraza con Leila no tenía eco, diría que había tratado de salvarla.

No se volvió hasta llegar a la puerta. Ted no había intentado seguirla. Permaneció donde lo dejó, mirándola, con las manos en las caderas.

Todavía le ardían los brazos por la fuerza con que la había sostenido. Recordó algo más que le había dicho el fiscal de distrito.

Sin ella como testigo, Ted saldría libre.

2

A las ocho de la mañana. Dora «Sammy» Samuels sacó su automóvil de la casa de su prima Elsie y con un suspiro de alivio inició el trayecto desde Napa Valley hasta la península de Monterrey. Con suerte, estaña allí a las dos de la tarde. En un principio, había pensado salir a última hora de la tarde y Elsie se disgustó por el cambio de planes, pero estaba ansiosa por regresar a «Cypress Point» y terminar de revisar la correspondencia.

Era una mujer fuerte, de setenta años, con cabello del color del acero recogido en un apretado rodete. Usaba gafas anticuadas, sin montura, en la punta de la nariz pequeña y recta. Había pasado un año y medio desde que estuvo a punto de morir a causa de una aneurisma, y la operación la había dejado con un permanente aspecto de fragilidad, pero hasta el momento, había rechazado tajantemente cualquier sugerencia acerca de su jubilación.

Había sido un fin de semana inquietante. Su prima nunca había aprobado el trabajo de Dora con Leila. «Contestar las cartas de los admiradores de mujeres insulsas», así denominaba ella el trabajo de Dora.

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