– Con tu inteligencia podrías encontrar un trabajo mejor. ¿Por qué no te haces maestra voluntaria?
Hacía tiempo que Dora había abandonado la lucha por tratar de explicarle a Elsie que, después de treinta y cinco años de enseñanza, no quería volver a ver un libro de texto nunca más, y que los ocho que llevaba trabajando con Leila habían sido los más excitantes de toda una monótona existencia.
Ese fin de semana había sido bastante abrumador, porque cuando Elsie la descubrió con la bolsa de correspondencia de los admiradores de Leila, quedó atónita.
– ¿Quieres decir que dieciséis meses después de la muerte de esa mujer sigues escribiendo a sus admiradores? ¿Estás loca?
«No, no lo estaba», se dijo Dora mientras sin pasar el límite de velocidad, atravesaba la zona vitivinícola. Era un día caluroso y lánguido, pero igual vio unos cuantos autobuses repletos de turistas que se dirigían a visitar los viñedos.
No le había explicado a su prima que el hecho de enviar notas personales a quienes habían amado a Leila era una forma de mitigar el sentimiento de pérdida. Tampoco le había contado la razón por la cual había llevado consigo el pesado saco de correspondencia. Quería saber si le habían enviado otra de esas cartas anónimas como la que había encontrado.
Ésa había sido enviada tres días antes de que Leila muriera. La dirección del sobre y la nota habían sido redactadas con palabras y frases recortadas de diarios y revistas. Decía así:
Al pensar en esa nota y en las otras que debieron de haberla precedido, sintió una nueva oleada de odio.
– Leila, Leila -susurró-. ¿Quién te haría una cosa así?
Ella había comprendido su terrible vulnerabilidad y que esa confianza externa, esa fascinante imagen pública era la fachada de una mujer muy insegura.
Recordó cuando Elizabeth tuvo que irse a estudiar justamente cuando ella había empezado a trabajar con Leila. Había visto a Leila regresar del aeropuerto desconsolada y bañada en lágrimas.
– Dios, Sammy -le dijo-, no puedo creer que no veré a Sparrow durante meses. ¡Un internado suizo! ¿No será una experiencia extraordinaria para ella? Una gran diferencia con el «Lumber Creek High», mi alma mater. - Luego agregó dudosa-: Sammy, no tengo programa para esta noche. ¿No quieres quedarte y comer algo juntas?
«Los años pasaron tan de prisa -pensó Sammy mientras un autobús le tocaba el claxon y le adelantaba, impaciente. Por alguna razón, ese día, el recuerdo de ella estaba vivo en su memoria. Leila con sus locas extravagancias, gastando el dinero con la misma rapidez con la que lo ganaba. Los dos matrimonios de Leila… Dora le había rogado que no se casara con el segundo-. ¿Todavía no has aprendido la lección? No puedes permitirte otro vividor.»
Leila abrazada a sus rodillas.
– Sammy, no es malo y me hace reír mucho. Eso es una virtud.
– Si quieres reír, contrata a un payaso.
El abrazo fuerte de Leila.
– Oh, Sammy, prométeme que siempre me dirás la verdad. Quizá tengas razón, pero supongo que lo haré de todos modos.
Librarse de aquel gracioso le costó dos millones de dólares.
Leila con Ted.
– Sammy, no va a durar. Nadie puede ser tan maravilloso. ¿Qué verá en mí?
– ¿Estás loca? ¿Has dejado de mirarte al espejo?
Leila siempre tan nerviosa cuando empezaba una nueva película.
– Sammy, estoy pésima en este papel. No tendría que haberlo aceptado. No es para mí.
– Vamos, yo también he leído las críticas. Estás maravillosa.
Había ganado un Oscar por esa actuación.
Pero en esos últimos años le habían dado un papel inapropiado en tres películas. La preocupación por su carrera se convirtió en una obsesión. Su amor por Ted sólo era igualado por su temor a perderlo. Y luego Syd le había llevado la obra de teatro.
«-Sammy, te juro que no tengo que actuar en esta obra. Sólo debo ser yo misma. Es maravilloso.»
«Y luego, todo terminó -pensó Dora-. Al final, todos la dejamos sola. Yo estaba enferma; Elizabeth estaba de gira con su propia obra; Ted siempre en viajes de negocios. Y alguien que conocía bien a Leila la atacaba con esas cartas malditas, rompiendo su frágil ego y precipitándola a la bebida…»
Dora se dio cuenta de que le temblaban las manos. Miró alrededor de ella en busca de un restaurante. Tal vez se sentiría mejor si se detenía a beber una taza de té. Cuando llegara a «Cypress Point» revisaría el resto de la correspondencia.
Sabía que, de alguna manera, Elizabeth hallaría la forma de descubrir a la persona que había enviado esas malditas cartas.
Cuando Elizabeth regresó a su bungalow, halló una nota de Min pinchada junto a su programa en el albornoz. Decía:
Mi querida Elizabeth:
Espero que mientras estés aquí disfrutes de un día de tratamientos y ejercicios. Como sabrás, es necesario que todos los nuevos huéspedes tengan una breve consulta con Helmut antes de comenzar cualquier actividad. Te anoté para su primera cita.
Por favor, quiero que sepas que tu felicidad y tu bienestar son muy importantes para mí.
La carta estaba escrita con la florida letra de Min. Elizabeth echó un rápido vistazo a su programa. Entrevista con el doctor Helmut von Schreiber a las 8.45, clase de danza aeróbica a las 9.00, masaje a las 9.30, trampolín a las 10.00; ballet acuático, nivel avanzado, a las 10.30 (ésa era la clase que daba ella cuando trabajaba en «Cypress Point»); masaje facial a las 11.00, masaje corporal a las 11.30 y un baño de hierbas al mediodía. El programa de la tarde incluía manicura, clase de yoga, pedicura y dos ejercicios acuáticos más…
Hubiera preferido no ver a Helmut pero no quería hacer un problema por ello. Su entrevista con él fue breve. Él le tomó el pulso, la presión sanguínea y luego le examinó la piel bajo la luz de un potente foco.
– Tu rostro es como una fina escultura -le dijo-. Eres una de esas personas afortunadas que se tornan más bellas con la edad. Todo depende de la estructura ósea.
Luego, como si estuviera pensando en voz alta, murmuró:
– Salvajemente hermosa, como Leila. Su belleza era del tipo que llega a un punto culminante y luego comienza a desaparecer. La última vez que estuvo aquí, le sugerí un tratamiento con colágeno y también habíamos pensado estirarle los ojos. ¿Lo sabías?
– No. -Elizabeth se dio cuenta con remordimiento de que su reacción ante el comentario del barón era la de sentirse herida porque Leila no le había confiado sus planes. ¿O él le mentía?
– Lo siento -se disculpó Helmut-. No tendría que haberla mencionado. Y si te preguntas sobre por qué no te lo dijo, creo que debes darte cuenta de que ella era muy consciente de la diferencia entre su edad y la de Ted. Yo le aseguré honestamente que eso no importaba entre personas que se aman, después de todo, yo debería saberlo, pero a pesar de eso, empezó a preocuparse. Y verte a ti cada vez más hermosa mientras que ella comenzaba a descubrirse pequeños signos de la edad…, fue un problema para ella.
Elizabeth se puso de pie. Como el resto de las oficinas, ésa tenía el aspecto de una sala bien amueblada. Los estampados azules y verdes de los sillones y las sillas eran claros y sosegados y las cortinas estaban abiertas para permitir que entrara la luz del sol. La vista incluía el campo de golf y el océano…
Sabía que Helmut la estudiaba con interés. Sus cumplidos extravagantes eran la cobertura dulce de una amarga píldora. Trataba de hacerle creer que Leila había comenzado a verla como una competidora. Pero ¿por qué? Recordó con qué hostilidad había estudiado la fotografía de Leila cuando no sabía que lo observaba. Se preguntó si Helmut trataba de vengarse de los comentarios irónicos de Leila sugiriendo que su belleza había comenzado a declinar.
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