Mary Clark - No Llores Más, My Lady

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No Llores Más, My Lady: краткое содержание, описание и аннотация

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Una estrella de teatro y de la pantalla se arroja, en misteriosas circunstancias, por el balcón de su ático neoyorquino, ¿Fue asesinada por su amante, Ted Winters, un apuesto magnate de los negocios atormentado por un secreto inconfesable? ¿O se trata de un suicidio? Pero ¿por qué iba Leila a quitarse la vida en la cumbre de la fortuna y el éxito? ¿O la mató otra persona? Sin embargo, ¿quién querría acabar con la vida de una joven admirada y querida por todo el mundo?…

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Se acomodó en el sofá desde donde podía observar las gaviotas sobrevolando la espuma del mar, alejadas de la amenaza de las mareas y del poder de las olas que podían estrellarlas contra las rocas.

Sintió que empezaba a sudar al pensar en el juicio. Impaciente, se puso de pie y abrió la puerta que daba a uno de los lados. Los últimos días de agosto solían tener ese aire fresco. Se apoyó contra la barandilla.

¿Cuándo había empezado a darse cuenta de que, después de todo, él y Leila no lo lograrían? La desconfianza en los hombres tan arraigada en su mente se había tornado insoportable. ¿Era ésa la razón por la que sin escuchar el consejo de Craig, había invertido todo ese dinero en su obra? ¿Inconscientemente había deseado que ella alcanzara un éxito tan grande que le hiciera olvidar los requerimientos sociales de su vida o su deseo de formar una familia? Leila era actriz, en primer y último lugar, siempre lo había sido. Hablaba de querer tener un hijo, pero no era verdad. Había satisfecho sus instintos maternales al criar a Elizabeth.

Comenzaba a caer el sol sobre el Pacífico. Un rumor de grillos y saltamontes llenaba el aire. Noche. Cena. Ya podía imaginar la expresión de los rostros alrededor de la mesa. Min y Helmut, sonrisas tontas, miradas preocupadas. Craig tratando de leerle la mente. Syd, con un cierto nerviosismo desafiante. ¿Cuánto les debía Syd a las personas que equivocadamente habían invertido dinero en sus obras? ¿Cuánto le pediría prestado? ¿Cuánto valía su testimonio? Cheryl, toda seducción. Alvirah Meehan, jugando con ese maldito broche en forma de sol, y mirándolo todo con curiosidad. Henry, mirando a Elizabeth a través de los cristales que dividían el comedor. Y finalmente, Elizabeth, con el rostro frío y lleno de desprecio, estudiándolos a todos.

Ted bajó la mirada. El bungalow había sido construido sobre una loma y desde allí podía observar los arbustos con sus flores rojas. Ciertas imágenes acudieron a su mente y se apresuró a entrar.

Todavía temblaba cuando la camarera le llevó el té helado. Sin prestarle atención a la delicada colcha de satén, se arrojó sobre la cama. Deseó que la noche, con todo lo que acarreaba, hubiera terminado.

Sus labios se curvaron en un débil intento por sonreír. ¿Por qué quería que finalizara el día? ¿Qué tipo de comidas sirven en la prisión?

Tendría mucho tiempo para descubrirlo.

6

Dora llegó a las dos y media de la tarde, dejó la maleta en su habitación y se dirigió directamente a su escritorio en la recepción.

Min le había permitido guardar la correspondencia sin contestar de los admiradores de Leila en el cuarto de archivos. Dora solía sacar un grupo de cartas por vez y las guardaba en el último cajón de su escritorio. Sabía que ver la correspondencia de Leila irritaba a Min, pero en ese momento no le importaba. Tenía el resto del día libre y quería otras cartas.

Una vez más. Dora estudió la carta anónima. Cada vez que la leía, aumentaba su convicción de que en ella había algo de verdad. A pesar de lo feliz que Leila había sido con Ted, su aflicción por las últimas tres o cuatro películas la había convertido en un ser temperamental y malhumorado. Dora había notado la creciente impaciencia de Ted ante sus estallidos. ¿Se habría relacionado con otra mujer?

Eso es en lo que Leila pensaría al leer las cartas. Eso explicaría la ansiedad, la bebida, el desaliento de los últimos meses. Leila solía decirle: «Sólo hay dos personas en las que puedo confiar en este mundo: Sparrow y Halcón. Y ahora en ti también, Sammy.» Dora se sintió honrada. «Y Queen Elizabeth II (así llamaba Leila a Min) es una amiga entrañable siempre que haya dinero de por medio y si no contradice lo que su Soldadito de Juguete quiere.»

Dora llegó a la oficina y se alegró de que Helmut y Min no estuvieran allí. Era un día soleado y corría una leve brisa del Pacífico. A lo lejos, sobre el terraplén encima del océano, veía las escarchadas, esas plantas que vivían del agua y el aire.

Elizabeth y Ted habían sido como el agua y el aire para Leila.

Se apresuró a entrar en el archivo. Con la pasión de Min por la decoración, hasta ese pequeño cuarto tenía un diseño extravagante. Los archivadores hechos por encargo eran de color amarillo y el piso de cerámica de color oro y ámbar, un aparador jacobino se había convertido en un armario para guardar cosas.

Todavía quedaban dos sacos llenos de correspondencia. Iban desde hojas arrancadas de cuadernos de algún niño hasta papeles exquisitamente perfumados. Dora tomó algunos sobres y los llevó hasta su escritorio.

Era un proceso lento. No podía suponer que otra carta anónima estaría escrita con las mismas letras y números recortados como la que ya había encontrado. Comenzó con las que Leila ya había visto. Después de cuarenta minutos, no había encontrado nada. La mayoría de las cartas decían lo usual: «Eres mi actriz preferida… Le puse su nombre a mi hija. La vi en el programa de Johnny Carson. Estaba hermosa y fue muy graciosa…» Sin embargo, también había duras críticas: «Es la última vez que gasto cinco dólares para verla. Qué película tan mala… ¿Lees los guiones, Leila, o aceptas todo lo que puedas conseguir?»

Estaba tan concentrada que no se dio cuenta de la llegada de Min y Helmut a las cuatro de la tarde. Un minuto antes estaba sola y ahora ellos se acercaban a su escritorio. Alzó la mirada y trató de adoptar una sonrisa natural; con un movimiento rápido, ocultó la carta anónima en la pila de sobres.

Era evidente que Min estaba molesta. Pareció no notar que Dora había llegado temprano.

– Sammy, tráeme el archivo de la casa de baños.

Min aguardó a que Sammy fuera a buscarlo. Cuando regresó, Helmut extendió la mano para tomar el sobre manila, pero Min se le adelantó. Estaba muy pálida. Helmut le palmeó el brazo.

– Min, por favor, te estás poniendo muy nerviosa.

Ella lo ignoró.

– Ven adentro -le ordenó a Dora.

– Primero ordenaré un poco -respondió indicándole el escritorio.

– Olvídalo, no importa.

No había nada que hacer. Si intentaba esconder la carta en su cajón, Min le exigiría que se la mostrara. Dora se acomodó el cabello y siguió a Min y Helmut a su oficina privada. Algo andaba muy mal y tenía que ver con el maldito baño romano.

Min fue a su escritorio, abrió el archivo y comenzó a buscar entre los papeles. La mayoría eran cuentas del contratista.

– Quinientos mil dólares, trescientos mil, veinticinco mil… -repetía alzando cada vez más el tono de voz-. ¡Y ahora otros cuatrocientos mil antes de empezar a trabajar en el interior! -Arrojó los papeles sobre el escritorio y dejó caer el puño sobre ellos.

Dora fue a buscar un vaso con agua fría a la nevera. Helmut dio la vuelta al escritorio, puso las manos sobre las sienes de Min y comenzó a masajearla suavemente para que se tranquilizara.

– Minna, Minna, debes relajarte. Piensa en algo agradable. Te subirá la tensión.

Dora le entregó el vaso de agua a Min y miró con desprecio a Helmut. «Este despilfarrador llevará a Min a la tumba con sus locos proyectos», pensó. Min había tenido razón cuando sugirió que pusieran una tarifa menor para la parte de atrás de «Cypress Point». Eso hubiera funcionado. En esos días, tanto las secretarias como los de la alta sociedad iban a los establecimientos de descanso. En su lugar, ese estúpido pomposo había convencido a Min para que construyera la casa de baños. «Será algo de lo que hablará todo el mundo», era su frase favorita. Dora conocía las finanzas del lugar tan bien como ellos. Y no podía continuar así. Interrumpió los ruegos de Helmut.

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