Mary Clark - No Llores Más, My Lady

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No Llores Más, My Lady: краткое содержание, описание и аннотация

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Una estrella de teatro y de la pantalla se arroja, en misteriosas circunstancias, por el balcón de su ático neoyorquino, ¿Fue asesinada por su amante, Ted Winters, un apuesto magnate de los negocios atormentado por un secreto inconfesable? ¿O se trata de un suicidio? Pero ¿por qué iba Leila a quitarse la vida en la cumbre de la fortuna y el éxito? ¿O la mató otra persona? Sin embargo, ¿quién querría acabar con la vida de una joven admirada y querida por todo el mundo?…

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»Este bungalow tiene una sala decorada en zaraza azul claro y alfombras orientales… hechas a mano: yo misma lo comprobé. Un dormitorio con una cama con dosel, un pequeño escritorio, una silla hamaca, una cómoda, un tocador lleno de cosméticos y lociones y un enorme baño con jacuzzi propio. También hay un cuarto con estantes empotrados, un sofá de cuero, sillas y una mesa ovalada. En el piso de arriba, hay dos dormitorios más y baños, los que, por supuesto, no necesito. ¡Lujo! No dejo de pellizcarme.

»La baronesa Von Schreiber me dijo que el día comienza a las siete de la mañana, con una caminata en la cual todos los huéspedes de “Cypress Point” deben participar. Luego, me servirán un desayuno bajo en calorías en mi habitación. La camarera también me traerá mi programa personal, que incluye cosas tales como una limpieza facial, un masaje, una máscara de hierbas, sauna, pedicuro, manicura y tratamiento para el cabello. ¡Imagínese! Después de que me revise el médico, agregarán mis clases de gimnasia.

»Ahora voy a descansar un poco y luego tendré que vestirme para la cena. Me pondré el caftán arcoiris que compré en «Martha’s» de Park Avenue. Se lo mostré a la baronesa y ella me dijo que sería perfecto, pero que no me pusiera el collar de cristal que gané en el tiro al blanco en Coney Island.

Alvirah apagó el cassette satisfecha. ¿Quién había dicho que escribir era difícil? Con un cassette era una tontería. ¡Cassette! Se puso rápidamente de pie y buscó su monedero. Abrió un cierre y extrajo una pequeña caja que contenía un broche en forma de sol.

«Pero no era cualquier broche», pensó orgullosa. Ése tenía un micrófono. El editor le había aconsejado que lo usara para grabar conversaciones. «De esa forma -le había explicado-, nadie podrá quejarse de que las palabras citadas no sean suyas.»

7

– Siento hacerte esto, Ted, pero es que no tenemos el lujo del tiempo. -Henry Bartlett se reclinó en el sillón en el extremo de la mesa de la biblioteca.

Ted se dio cuenta de que le latía la sien izquierda y sentía punzadas de dolor detrás y encima del ojo izquierdo. Movió la cabeza para evitar los rayos de sol que se filtraban por la ventana frente a él.

Se hallaban en el estudio del bungalow de Ted, en la zona de Meadowcluster una de las dos instalaciones más caras de «Cypress Point. Craig estaba sentado en diagonal a él, con el rostro grave y mirada de preocupación.

Henry había querido tener una reunión antes de la cena.

– Se nos está acabando el tiempo -dijo- y hasta que no decidamos nuestra estrategia final, no podemos avanzar.

«Veinte años en prisión», pensó Ted con incredulidad. Ésa era la sentencia pendiente. Tendría cincuenta y cuatro años cuando saliera. Incongruentemente, todas las películas de gángsters que solía mirar tarde por la noche se agolparon en su mente. Barras de acero, guardias severos, Jimmy Cagney en el papel de un loco asesino. Solía deleitarse con ellos.

– Tenemos dos caminos posibles -continuó Henry Bartlett-. Podemos aferramos a tu historia original…

– ¡Mi historia original! -exclamó Ted.

– ¡Escúchame! Dejaste el apartamento de Leila alrededor de las nueve y diez. Fuiste al tuyo, trataste de llamar a Craig. -Se volvió hacia Craig-. Es una maldita lástima que no hayas contestado el teléfono.

– Estaba mirando un programa que quería ver. Estaba conectado el contestador. Pensé que luego llamaría a cualquiera que me dejara un mensaje. Y puedo jurar que el teléfono sonó justo a las nueve y media, tal como dice Ted.

– ¿Por qué no dejaste un mensaje, Ted?

– Porque odio hablar con un aparato, y con ése en particular. -La boca adoptó un gesto de tensión. La costumbre que tenía Craig de imitar a un sirviente japonés en el contestador irritaba mucho a Ted, a pesar de ser una excelente imitación. Craig podía imitar a cualquiera. Hasta podía llegar a ganarse la vida con eso.

– ¿Y para qué llamabas a Craig?

– Es confuso. Estaba borracho. Mi impresión es que quería decirle que me alejaría por un tiempo.

– Eso no nos ayuda. Tal vez, si te hubiera respondido tampoco nos ayudaría. No a menos que pudieras probar que estabas hablando con él a las nueve y treinta y uno.

Craig pegó un puñetazo sobre la mesa.

– Entonces, lo diré. No estoy a favor de mentir bajo juramento, y tampoco estoy a favor de que Ted sea acusado de algo que no cometió.

– Es demasiado tarde para eso. Ya hiciste tu declaración. Si la cambias ahora, empeora la situación. -Bartlett revisó los papeles que había extraído de su maletín. Ted se puso de pie y se acercó a la ventana. Tenía planeado ir al gimnasio y hacer un poco de ejercicio. Pero Bartlett había insistido en tener esa reunión. Ya veía limitada su libertad.

¿Cuántas veces había ido a «Cypress Point» con Leila durante los tres años que duró la relación? Ocho, tal vez diez. A Leila le encantaba ese lugar. Le encantaba ver cómo mandoneaba Min y la presunción del barón. También había disfrutado de largas caminatas junto a los acantilados. «Muy bien. Halcón, si no quieres venir conmigo, juega a tu maldito golf y nos veremos luego en mi cama.» Aquel guiño malicioso, esa deliberada mirada de soslayo, los dedos delgados sobre sus hombros. «Mi Dios, Halcón, tú sí que me excitas.» Estar recostado con ella en sus brazos sobre el sofá mirando alguna película. «Min sabe damos algo mejor que esas malditas antigüedades. Sabe que me gusta estar acurrucada con mi compañero.» Allí había descubierto a la Leila que amaba; la Leila que ella misma quería ser.

¿Qué estaba diciendo Bartlett?

– O bien contradecimos lo que dicen Elizabeth Lange y la testigo ocular o tratamos de volcar el testimonio a nuestro favor.

– ¿Y eso cómo se hace?

«Dios, cómo odio a este hombre -pensó Ted-. Está allí sentado, fresco y cómodo como si estuviera discutiendo una partida de ajedrez y no el resto de mi vida.» Una furia irracional casi lo ahogó. Tenía que salir de allí. Estar en una habitación con alguien que odiaba también le producía claustrofobia. ¿Cómo podría compartir una celda con otro hombre durante dos o tres décadas? No podría. A cualquier precio, no podría.

– Recuerdas haber llamado un taxi y el viaje a Connecticut.

– No, no recuerdo nada en absoluto.

– Vuelve a contarme el último recuerdo consciente de aquella noche.

– Había estado con Leila durante varias horas. Estaba histérica. Todo el tiempo me acusaba de estar engañándola.

– ¿Y la engañabas?

– No.

– ¿Entonces, por qué te acusaba?

– Leila era… muy insegura. Había tenido malas experiencias con los hombres. Estaba convencida de que jamás podría confiar en nadie. Yo pensé que no era así, en lo que a nuestra relación se refería, pero cada tanto tenía un ataque de celos. -Esa escena en el apartamento. Leila lanzándose sobre él, arañándole la cara; sus terribles acusaciones. Él la tomó de las muñecas para detenerla. ¿Qué había sentido? Rabia. Furia. Y disgusto.

– ¿Trataste de devolverle el anillo de compromiso?

– Sí, y ella lo rechazó.

– ¿Y luego qué sucedió?

– Llamó Elizabeth. Leila comenzó a sollozar por teléfono y a gritarme que me fuera. Yo le dije que colgara. Quería llegar al fondo de lo que había provocado todo eso. Vi que era inútil y me fui. Llegué a mi apartamento. Creo que me cambié la camisa e intenté llamar a Craig. Luego salí. Pero no recuerdo nada más hasta el día siguiente que desperté en Connecticut.

– ¿Teddy, te das cuenta de lo que el fiscal hará con tu historia? ¿Sabes cuántos casos hay de personas que mataron en un ataque de rabia y que luego sufren un brote psicótico donde no recuerdan nada porque bloquean el hecho? Como abogado, tengo que decirte algo: esa historia apesta. No es una defensa. Claro que si no fuera por Elizabeth Lange, no habría problema… Diablos, ni siquiera habría un caso. Podría destrozar a esa tal testigo ocular. Está loca, loca de verdad. Pero con Elizabeth que jura que estabas en el apartamento peleando con Leila a las nueve y media, la loca se vuelve creíble cuando dice que arrojaste a Leila por el balcón a las nueve y treinta y uno.

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