Mary Clark - No Llores Más, My Lady

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Una estrella de teatro y de la pantalla se arroja, en misteriosas circunstancias, por el balcón de su ático neoyorquino, ¿Fue asesinada por su amante, Ted Winters, un apuesto magnate de los negocios atormentado por un secreto inconfesable? ¿O se trata de un suicidio? Pero ¿por qué iba Leila a quitarse la vida en la cumbre de la fortuna y el éxito? ¿O la mató otra persona? Sin embargo, ¿quién querría acabar con la vida de una joven admirada y querida por todo el mundo?…

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– ¿Y entonces qué podemos hacer? -preguntó Craig.

– Negociemos -respondió Bartlett-. Ted está de acuerdo con la historia de Elizabeth. Ahora recuerda haber vuelto a subir. Leila seguía histérica, colgó el teléfono de un golpe y salió corriendo a la terraza. Cualquiera que haya estado en «Elaine’s» la noche anterior puede dar testimonio del estado emocional en que se encontraba. Su hermana admite que había estado bebiendo. Se sentía desanimada con su carrera. Había decidido romper la relación que tenía contigo. Se sentía acabada. No sería la primera en saltar ante una situación así.

Ted parpadeó. Saltar. Dios, ¿todos los abogados eran tan insensibles? Y luego, la imagen del cuerpo deshecho de Leila; las fotos de la Policía. Sintió su cuerpo bañado en sudor.

Craig pareció esperanzado.

– Podría funcionar. Lo que vio esa testigo fue a Ted luchando por salvar a Leila y cuando Leila cayó, él perdió la memoria. Fue entonces que sufrió el brote psicótico. Eso explica por qué fue tan incoherente en el taxi.

Ted miró a través de la ventana, hacia el océano. Estaba tranquilo, pero sabía que pronto subiría la marea. «La calma que antecede a la tormenta -pensó-. Ahora estamos en una discusión clínica. En diez días, estaré en el juicio. El Estado de Nueva York contra Andrew Edward Winters III.»

Hay un enorme bache en tu teoría -dijo-. Si admito haber regresado al apartamento y estado en la terraza con Leila, estoy poniendo la cabeza en el lazo. Si el jurado decide que estuve en el proceso de su asesinato, podrían hallarme culpable de asesinato en segundo grado.

– Es un riesgo que tendrás que correr.

Ted regresó a la mesa y comenzó a guardar los legajos abiertos en el maletín de Bartlett. Su sonrisa no era de complacencia.

– No estoy seguro de poder correr ese riesgo. Tiene que haber una solución mejor, y voy a encontrarla cueste lo que cueste. No iré a prisión.

8

Min suspiró con ímpetu.

– Ah, qué bueno. Te juro que tienes mejores manos que todas las masajistas de aquí.

Helmut se inclinó y la besó en la mejilla.

Liebchen, me encanta tocarte, aunque sea para darte un masaje en la espalda.

Estaban en su apartamento, que cubría el tercer piso de la mansión principal. Min estaba sentada delante de su tocador, con un quimono suelto. Se había desatado el largo cabello negro que ahora le cubría los hombros. Miró su imagen en el espejo. Ese día, no era ninguna publicidad para el lugar. Tenía ojeras. ¿Cuánto hacía que se había retocado los ojos? ¿Cinco años? Era difícil de aceptar lo que le estaba sucediendo. Tenía cincuenta y nueve años. Hasta el año anterior, había aparentado diez menos. Pero ya no.

Helmut le sonreía a su imagen en el espejo. Deliberadamente, apoyó el mentón sobre la cabeza de Min. El azul de sus ojos siempre le recordaba el mar Adriático que rodeaba Dubrovnik, donde ella había nacido. Ese rostro largo y distinguido, con su bronceado perfecto no tenía una sola línea, las largas y oscuras patillas no mostraban ni una sola cana. Helmut era quince años más joven que ella. Durante los primeros años de matrimonio, no había importado. ¿Pero ahora?

Lo había conocido en un establecimiento de descanso en Baden-Baden, después de la muerte de Samuel, Cinco años de complacer a aquel anciano habían valido la pena. Le había dejado doce millones de dólares y su propiedad.

No fue estúpida ante la repentina atención que Helmut le prestaba. Ningún hombre se enamora de una mujer quince años mayor a menos que quiera algo. Al principio, había aceptado sus intenciones con cinismo, pero al cabo de dos semanas se dio cuenta de que comenzaba a interesarse demasiado en él y en su sugerencia de que convirtiera el hotel «Cypress Point» en un establecimiento de gimnasia y cuidados… Le había costado una fortuna, pero Helmut le había dicho que lo considerara una inversión y no un gasto. El día en que inauguraron el nuevo «Cypress Point», él le propuso matrimonio.

Ella suspiró aliviada.

– ¿Minna, qué te sucede?

¿Cuánto tiempo había estado mirándose en el espejo?

– Ya lo sabes.

Él se inclinó y la besó en la mejilla.

Por increíble que pareciera, habían sido felices juntos. Ella nunca se atrevió a confesarle lo mucho que lo amaba, por temor a entregarle esa arma, esperando siempre algún signo de inquietud. Pero Helmut ignoraba a las jóvenes mujeres que flirteaban con él. Sólo Leila había logrado encandilarlo. Sólo Leila, quien la había hecho sufrir una terrible agonía…

Quizá se había equivocado. Si alguien podía creerle, a Helmut le disgustaba Leila, incluso la odiaba. Leila casi lo había despreciado, pero ella despreciaba a casi todos los hombres que conocía bien…

El cuarto estaba oscuro. La brisa proveniente del mar comenzaba a ser fresca. Helmut la tomó del codo.

– Descansa un poco. En menos de una hora tendrás que enfrentarte a todos ellos.

Min le tomó la mano con fuerza.

– ¿Helmut, cómo crees que reaccionará ella?

– Muy mal.

– No me digas eso -respondió Min-. Helmut, sabes por qué tengo que intentarlo. Es nuestra única oportunidad.

9

A las siete en punto, un repique de campanas proveniente de la casa principal anunció la hora del cóctel y de inmediato, los pasillos se llenaron de gente: personas solas, en pareja o en grupos de tres o de cuatro. Todos estaban bien vestidos, con ropa poco formal: las mujeres con elegantes túnicas sueltas y los hombres con pantalones, camisas y chaquetas deportivas. Gemas auténticas se mezclaban con alegres fantasías. Famosas se saludaban entre sí con afecto o con una distante inclinación de cabeza. Había algunas luces encendidas en la galería, donde los camareros uniformados de azul y marfil, servían delicados canapés y bebidas sin alcohol.

Elizabeth decidió ponerse el traje rosa agrisado con la faja color magenta que Leila le había regalado en su último cumpleaños. Leila siempre escribía una nota en su papel personal. Elizabeth siempre llevaba la nota que había acompañado ese traje en el fondo de su cartera, como un talismán de amor. Decía: «Hay un largo, largo camino desde mayo a diciembre. Amor y felicitaciones para mi querida hermana capricorniana, de la muchacha de tauro.»

De alguna manera, ponerse ese traje y volver a leer la nota hizo que fuera más fácil para Elizabeth abandonar su bungalow y dirigirse hacia la casa principal. Mantuvo una sonrisa a medias en el rostro mientras reconocía a algunos de los clientes habituales. La señora Lowell, de Boston, que iba siempre desde que Min había abierto el lugar; la condesa d’Aronne, la madura belleza que ya tenía más de setenta años. La condesa tenía dieciocho años cuando mataron a su marido, que era mucho mayor que ella. Se había casado cuatro veces desde entonces, pero después de cada divorcio, pedía a las cortes francesas que le restituyeran el título de condesa.

– Estás espléndida. Yo misma ayudé a Leila a elegir ese traje en «Rodeo Drive» -le murmuró Min al oído. El brazo de Min se aferraba con fuerza al de Elizabeth. Elizabeth sintió como si la empujara hacia delante. El olor del océano se mezclaba con el perfume de las buganvillas. Voces fuertes y risas provenientes de la galería murmuraban alrededor. La música de fondo era de Serber que tocaba el Concierto para violín en mi menor. Leila dejaba cualquier cosa para asistir a un concierto de Serber.

El camarero le ofreció una bebida: vino sin alcohol o algún refresco. Elizabeth eligió el vino. Leila se había mostrado bastante cínica con respecto a la firme regla de Min que prohibía el alcohol. «Mira, Sparrow, muchos de los que vienen aquí son bebedores. Todos traen algo, pero a pesar de eso, bajan bastante el nivel de bebida. Así que pierden peso y Min reclama la cuenta de “Cypress Point”. ¿Crees que el barón no tiene una buena provisión en su oficina? ¡Por supuesto que sí!»

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