Al tocar el timbre me había detenido en un instante de admiración ante la puerta de hierro imponente. Cuando el sonido de la chicharra me franqueó la entrada vi la gran escalera de mármol, los bronces, los espejos antiguos, con esa punzada de admiración cercana a la envidia que da la fortuna ajena, y no pude dejar de preguntarme cuántos miles y miles de ejemplares debían venderse para pagar en aquella zona una casa así. Kloster, que me esperaba en lo alto, me extendió la mano y me miró por un momento, como si quisiera asegurarse de que nunca nos habíamos visto antes. Era más alto de lo que hacían imaginar las fotos y aunque debía pasar ya los cincuenta, había algo poderoso en su figura erguida y juvenil, casi una jactancia de su estado atlético, que hacía recordar antes al nadador de mar abierto que al escritor. Pero aun así, y a pesar de la nota todavía vibrante que impartía su cuerpo, la cara estaba consumida, vaciada cruelmente, como si la carne se hubiera retirado para dejar aparecer el filo agresivo y desnudo de los huesos, y los ojos, en el mismo retroceso, se hubieran confinado a un nicho frío y celeste, desde donde me escrutaban con una fijeza desagradable. El contacto de su mano había sido rápido y seco y en el mismo movimiento me había señalado el camino a la biblioteca. No había condescendido al esbozo de una sonrisa, ni al intercambio de rigor de trivialidades, como si quisiera dejarme en claro desde el principio que no era del todo bienvenido. Pero a la vez, esta renuncia inicial a la cordialidad convencional allanaba paradójicamente el camino: ninguno de los dos debía hacerse ilusiones. Con todo, mientras me indicaba los sillones se ofreció a preparar café y yo, que había tomado taza tras taza desde la mañana para mantenerme despierto, igualmente acepté, y apenas desapareció en uno de los pasillos me levanté de mi sillón para mirar alrededor. La biblioteca era imponente, con estantes que llegaban cerca del techo. Aun así, no provocaban una sensación de agobió porque dos ventanales con vitraux daban respiro y alivio a las paredes. Había una lámpara de pie junto a otro sillón más apartado, donde Kloster seguramente se echaba a leer. Deambulé por las bibliotecas, dejando pasar el índice por el lomo de algunos libros. En el hueco de un estante, entre dos enciclopedias, ni escondida ni ostentada, reposaba con su cinta tricolor la Cruz de Honor de la Legión Francesa. Fui hasta otra biblioteca de cedro en medio de los ventanales, más angosta y con puertas vidriadas. Kloster había reunido allí las ediciones de sus propios libros, multiplicados en traducciones a docenas de lenguas, en toda clase de formatos, desde ediciones económicas de bolsillo a grandes tomos lujosos de tapa dura. Sentí otra vez, más agudo, el aguijón que me avergonzaba, el mismo sentimiento que, lo sabía, más allá de Luciana, me había espoleado contra Kloster en aquel artículo indigno y que podía resumirse en la queja silenciosa: ¿ por qu é é l s í y yo no? Sólo puedo decir en mi defensa que era difícil, frente a esa biblioteca, no sentirse un Enoch Soames desposeído y borroso. En dirección opuesta a la que había tomado Kloster había otro pasillo más angosto y bajo que parecía conducir a las dependencias de servicio, o tal vez al estudio donde trabajaba. La luz ya demasiado débil de la tarde dejaba este pasadizo en penumbras, pero alcancé a ver que las paredes estaban tapizadas de ambos lados con pequeños cuadros con fotos. Me acerqué, atraído irresistiblemente, a la primera: era una nenita muy linda, de tres o cuatro años, con el pelo alborotado y un vestido a lunares que, parada sobre una silla, trataba de alcanzar la altura de Kloster. La cara del escritor estaba totalmente transformada, o quizá debiera decir, transportada, por una sonrisa de expectación, a la espera de que la mano en equilibrio llegara a tocar su cabeza. La foto tenía un corte a un costado, que avanzaba en ángulo hacia arriba, como si hubieran hecho desaparecer con una prolija tijera otra figura de la escena. Escuché los pasos que volvían de la cocina y regresé a mi lugar en el sillón. Kloster dejó dos jarros de tamaño militar sobre la mesita de vidrio y gruñó algo sobre la falta de azúcar en la casa. Se sentó frente a mí y se apropió inmediatamente de la carpeta transparente donde había llevado las hojas.
– Así que ésta es la historia -dijo.
Por casi cuarenta minutos eso fue todo. Kloster había sacado las hojas sueltas de la carpeta y las había dispuesto como una pequeña pila sobre la mesa. Las alzaba de a una para leerlas y empezó a formar una segunda pila al dejarlas otra vez boca abajo. Yo estaba preparado para que protestara, para que se indignara, para que a partir de cierto punto las arrojara a un costado o las rompiera, pero Kloster avanzaba sin emitir un sonido y sólo parecía cada vez más ensombrecido, como si al leer se fuera internando otra vez en un pasado que lo había agobiado y que comparecía ahora otra vez con sus fantasmas de largas manos. Apenas en un par de ocasiones movió con incredulidad la cabeza y cuando por fin terminó, quedó con los ojos mirando el vacío durante un momento de silencio larguísimo, como si yo hubiera desaparecido por completo para él. Tampoco me miró cuando le pregunté qué le había parecido y sólo repitió la pregunta, como si le llegara no de un interlocutor humano sino desde adentro de sí mismo.
– ¿Qué me parece? Un relato clínico asombroso. Como los que transcribe Oliver Sacks de sus pacientes. La extracción de la piedra de la locura. Supongo que tengo que agradecerle que yo no figure con mi verdadero nombre. Aunque el que eligió -y lo repitió despectivamente-, ¿a quién se le ocurriría?
– Sólo busqué un nombre que evocara por el sonido algo cerrado, como un convento -intenté explicarle. Nunca se me hubiera ocurrido que entre todas las acusaciones que acababa de leer pudiera molestarle aquello.
– Algo cerrado, ya veo. Y usted ¿quién sería? ¿El abierto Ouvert?
Aquello me sorprendió doblemente. No hubiera imaginado que Kloster leyera a Henry James, pero mucho menos que me arrojara de la nada, como una provocación, el nombre de uno de sus personajes. Eso no podía significar sino una cosa: que Kloster había leído también mi serie de artículos sobre James. Y si había leído esos artículos, tuve que concluir, también habría visto aquel otro en contra suyo, que había aparecido en la misma revista, y estaba ahora jugando conmigo al gato y el ratón. Le dije sólo la primera parte: que no hubiera sospechado que podría interesarle Henry James. Esto pareció ofenderlo muchísimo.
– ¿Por qué? ¿Porque en mis novelas nunca hay menos de diez muertes y en las de James a lo sumo alguien no se casa con alguien? Usted, como escritor, no debiera dejarse confundir por detalles como crímenes y matrimonios. ¿Qué es lo que cuenta sobre todo en una novela policial? No los hechos por supuesto, no la sucesión de cadáveres, sino las conjeturas, las posibles explicaciones, lo que debe leerse por detr á s. ¿Y no es exactamente esto, lo que cada personaje conjetura, la materia principal de James? El posible alcance de cada acción, el abismo de consecuencias y bifurcaciones… El hombre no es m á s que la serie de sus actos, escribió alguna vez Hegel. Y sin embargo, James levantó toda su obra en los intersticios entre acto y acto, en intercalaciones entre líneas de diálogo, en las segundas y terceras intenciones, en el infierno de vacilaciones y cálculos y estrategias que es la antesala de cada acto.
– Y también podría decirse -agregué yo en tono de conciliación- que en las novelas de James el casamiento es una forma de asesinato.
– Claro que sí: secuestro seguido de muerte -asintió, como si nunca lo hubiera pensado de ese modo, y lo sorprendiera, sobre todo, que yo hubiera dicho una frase entera con la que podía estar de acuerdo-. Es curioso que estemos hablando de James -dijo, y su tono, por primera vez, fue menos agresivo- porque en el principio de todo hubo un libro de él: sus Cuadernos de notas. -Y señaló hacia uno de los estantes en lo alto-. Si usted los miró alguna vez, recordará el prólogo, de León Edel. Yo nunca había leído una biografía de James, en general descreo bastante de las biografías de escritores, pero en esa introducción se comenta algo interesante: el momento en que James deja de escribir a mano y pasa a dictar sus novelas a taquígrafas y estenógrafas. Yo atravesaba en ese momento un problema similar. No una tendinitis de escritor precisamente, eso sería imposible en mi caso. Pero siempre tuve pensamiento ambulatorio y no lograba estar sentado el tiempo que necesitaba frente al escritorio. Caminaba por el cuarto, me sentaba a escribir un par de líneas y para poder continuar debía levantarme otra vez casi de inmediato. Eso me entorpecía terriblemente para avanzar. Al leer ese prólogo tuve de pronto la solución delante de los ojos. Así fue que contraté a Luciana.
Читать дальше