Pasé al próximo día. Los titulares habían llegado a la primera plana. Se había descubierto que el preso nunca se había fugado, sino que los guardacárceles lo habían dejado salir para que participara en un robo. El Ministerio del Interior había intervenido y se esperaba de un momento a otro la renuncia del jefe del Servicio Penitenciario. La investigación había cambiado de manos y ahora la llevaba adelante el comisario Ramoneda, del que me había hablado Luciana. Aun así, mientras leía esta nota -que era por mucho la más larga- sentía que la pista se iba desvaneciendo y, como en el juego de la infancia, pasaba de tibio, tibio, a frío. No, decididamente no era nada de esto lo que había creído ver. Era algo anterior que otra vez, al leer, se me había pasado por alto. Llevé a la fotocopiadora la crónica del primer día y después fui hasta uno de los escritorios y dispuse una a continuación de la otra las tres noticias fotocopiadas. Volví a leerlas. Casi nada parecía unirlas, si no fuera por el relato de Luciana. No había regularidad en las fechas: las dos primeras muertes habían ocurrido en el lapso de un año, pero la tercera recién tres años después, y ahora habían pasado más de cuatro años sin que ocurriera nada más. Parecía haber, en todo caso, un proceso de lentificación. No había tampoco un patrón obvio que las articulara y que pudiera reconocerse «desde afuera». Había incluso algo así como una incongruencia estética: si los dos primeros casos hacían recordar hasta cierto punto la clase de crímenes sutiles que imaginaba Kloster en sus novelas, la tercera, brutal y sanguinaria, estaba en las antípodas de lo que era su estilo, por lo menos su estilo literario. Aunque eso bien podía ser, por supuesto, parte del plan, y de la más obvia prudencia: que algunas de las muertes fueran muy distintas de las que aparecían en sus libros. Recordé la voz angustiada de Luciana en su primer llamado. Nadie lo sabe, nadie se entera. No, nadie lo sabía, nadie se enteraba, aunque las tres noticias habían salido en los diarios, aunque las tres muertes estaban allí, a la vista de todos, y una de ellas había alcanzado la dimensión de un escándalo. Pero ¿verdaderamente no había nada que las uniera? Yo había creído ver algo un instante antes, algo que se me escapaba y sin embargo seguía estando allí. Creí tener de pronto la respuesta, aunque no parecía servir demasiado. Era un detalle que había mencionado Luciana, mientras me relataba la muerte de su hermano. Las manos desnudas. En la crónica del primer día también se mencionaba esto: el asesino había dejado a un lado su arma y no había usado otra cosa que sus manos y sus dientes. Presentía que era aquello, y aun así, como si la figura apenas entrevista volviera a disolverse, no alcanzaba a percibir enteramente la conexión. Pero ¿tenía esto algún sentido? Aun si aceptaba que Kloster estaba detrás de aquellas muertes, aun si aceptaba que realmente había escrito esos anónimos de los que no hablaba ninguna de las notas, no parecía haber modo de que él ni nadie pudiera prever que el asesino dejaría el arma para usar solamente sus manos. ¿O habría quizá un código carcelario que yo no conocía de cobrar la infidelidad matando cuerpo a cuerpo, con las manos desnudas? Me prometí tratar de averiguarlo. De todas maneras, y antes que esto: Kloster podría haberse enterado, con sólo seguir al hermano de Luciana, de su relación con la mujer del preso, pero parecía mucho más difícil que supiera además que ese preso condenado a cadena perpetua salía a la calle a robar.
Cada vez que pensaba en Kloster los argumentos en su contra se volvían retorcidos e increíbles, pero a la vez, lo sabía bien, también las tramas que concebía Kloster en sus novelas eran a su manera retorcidas e increíbles hasta la última página. Era justamente ese elemento excesivo, desmesurado, lo que me impedía descartarlo del todo.
Doblé en cuatro las páginas y salí del subsuelo directamente a la calle, sin decidirme a subir hasta la redacción para saludar a los que habían sido mis antiguos compañeros. Temía en realidad no encontrar a ninguno. Volví caminando, con la esperanza de que se me ocurriera en medio del paseo una excusa razonable -o bien una mentira convincente- para llamar a Kloster. Cuando subía a mi departamento, todavía adentro del ascensor, escuché detrás de mi puerta el teléfono que sonaba por última vez y quedaba enmudecido. Nadie me llamaba últimamente y al abrir, en el silencio amplificado del último eco, mi departamento me pareció más que nunca solitario. No me hacía, a la vez, ilusiones sobre el llamado: sabía bien quién era y qué me preguntaría. Pensé que de todas maneras ella tenía razón sobre la alfombrita gris: debía encontrar en algún momento las fuerzas para cambiarla. Fui a la cocina a prepararme un café y antes de que terminara de enjuagar la taza el teléfono volvió a sonar. Me pregunté desde qué hora de la mañana me estaría llamando con esa intermitencia de cinco minutos. Era, en efecto, Luciana.
– ¿Pudiste hablar con él? Su voz sonaba ansiosa y a la vez había en el tono algo ligeramente imperioso, como si el favor que me había arrancado entre lágrimas la noche anterior se hubiese convertido por la mañana en una obligación de la que ya tenía que rendir cuentas.
– No, todavía no; en realidad ni siquiera tengo el número de teléfono, pensaba llamar ahora a mi editor…
– Yo sí lo tengo -me interrumpió-, ya te lo paso.
– ¿Es el número de la casa adonde ibas?
– No, tuvo que mudarse de esa casa después del divorcio.
Me pregunté cómo habría hecho para conseguir el nuevo número. Y también, reparé en ese momento, Luciana tenía que saber su nueva dirección: ¿de qué otro modo podría haberle enviado la carta? Si fuera cierto que Kloster vigilaba en secreto cada paso de ella, la vigilancia había sido, por lo visto, simétrica. Reapareció la voz de ella, a duras penas contenida, como si me hubiera dejado sin excusas.
– Entonces, ¿vas a llamarlo ahora?
– La verdad, no se me ocurre todavía la manera. Ni siquiera lo conozco. Y llamarlo de pronto, para hablarle de algo así… Además -dije- yo escribí una vez un artículo no muy agradable sobre él, si por casualidad lo leyó, no creo que me deje decir ni la primera palabra.
A medida que amontonaba excusa tras excusa me sentía cada vez más miserable. Pero ella no me dejó continuar.
– Hay una forma -dijo, con un tono repentinamente sombrío-, algo que podrías decirle si todo lo demás falla. Después de todo, él debe estar convencido de que yo enloquecí por completo en este tiempo. Podés decirle que tuviste una conversación conmigo que te dejó alarmado. Que querrías contársela, porque te quedó la sensación de que yo estaba en un estado de absoluta desesperación, que me sentía acorralada, y que te dejé entrever que podría llegar al extremo de intentar algo contra él. Al fin y al cabo pensé mil veces algo así: anticiparme a é l. Y sería en defensa propia. Ya lo hubiera hecho si sólo tuviera el valor, o se me ocurriera, como a él, una manera de quedar a salvo. Cuando escuche que su vida podría estar en peligro, seguramente querrá saber más.
La oía con el escalofrío y la distancia que provoca una obsesión ajena, pero tenía que reconocer que era una idea mejor que todas las que se me habían ocurrido hasta entonces.
– Bien -dije-, lo voy a tener en cuenta como último recurso.
– ¿Vas a llamarlo entonces ahora? Por favor -dijo, y su voz se quebró de pronto-. No sé cuánto tiempo tenemos: estoy segura de que está a punto de intentar algo.
– Claro que sí, ya te lo prometí -dije-. Voy a llamarlo ahora, voy a hablar con él y todo se va a aclarar.
Colgué y me quedé mirando con irritación el número de teléfono que acababa de anotar, como si fuera una inscripción dejada por un extraño que tuviera un latido, un tic tac propio. No había encontrado ningún papelito a mano, y lo había escrito en el bloc rayado donde tomaba apuntes, debajo de una lista de títulos provisorios de libros en espera. Supe de pronto lo que debía hacer, y la simplicidad de la solución casi me hizo sonreír. Por supuesto. Por supuesto. Nada más natural. Lo único que Kloster podría creerme. Le diría que estaba por escribir una novela.
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