Rex Stout - Los Amores De Goodwin
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– Mire, usted, doctor -dije-. La situación es grave Como usted sabe, el señor Wolfe estaba investigando los asesinatos de Boone y Gunther por cuenta de la A.I.N. Los jefes no se mostraron satisfechos de la actuación del inspector Cramer y lo han reemplazado por un gorila que se llama Ash.
– Ya lo sé. Viene en el periódico de la noche.
– Bien, en el de mañana verá usted que Nero Wolfe ha devuelto el anticipo de la A.I.N. y ha roto las relaciones con ella. Cuando reciba ésta la carta, se abrirán las puertas del infierno contra nosotros. No sabemos lo que hará la A.I.N. y no nos importa. O mejor dicho, no le importa al señor Wolfe. Pero si sabemos muy bien lo que hará la policía. Primero, al no estar vinculado Wolfe con la A.I.N. desaparecerá en ellos toda razón para la blandura; segundo, sabiendo que Wolfe no ha tenido nunca a ningún asesino por cliente y sabiendo también lo difícil que es hacerle soltar el dinero, deducirán que alguno de los de la A.I.N. es el criminal y que Wolfe lo sabe. A las diez de la mañana o antes tendremos en la puerta el coche celular y la orden de traslado. Es lástima desilusionarles, pero todo lo que puedo hacer es recibirles con otro papel, firmado por un médico de prestigio que certifique que en el actual estado de Wolfe será peligroso sacarle de la cama o permitir que nadie converse con él. Este es el estado de los asuntos. Hace cinco años, cuando Wolfe le hizo un pequeño favor, en ocasión de aquel pícaro que quise enmarañarle a usted acusándole de incompetencia, le dijo usted a Wolfe que cuando quisiera algo no tenía más que pedir. Le advertí a usted que quizá se arrepentiría de ello. Amigo mío, ha llegado el momento d» pedírselo.
Vollmer se frotaba el mentón. No se exteriorizaba en él resistencia alguna; sólo estaba pensativo. Miró a Wolfe en silencio y volviéndose hacia mí, dijo:
– Tengo, naturalmente, una comezón tremenda de hacer preguntas, pero supongo que no me las contestarán.
– Por lo menos, yo no, porque no sé qué decirle. Puede usted intentarlo con el paciente.
– ¿Durante cuánto tiempo debe actuar el certificado?
– No tengo idea.
– Si tan malo está que tenga que prohibir que le visiten, me veré en el caso de visitarle dos veces al día, por lo menos. Y para completar el cuadro, tendría que hacer enfermeras.
– No -respondí-, reconozco que tendría que haberlas, pero él se pondría malísimo. En cuanto a usted, venga cuanto quiera, porque además me aburriré mucho seguramente. Y este certificado redáctelo de la manera más rotunda que pueda. Diga que le producirá la muerte el que cualquiera cuyo apellido empiece por «A» le mire.
– Ya lo concebiré en términos eficaces. Lo traeré dentro de diez minutos o cosa así.
Capítulo XXXII
No me aburrí nada durante los dos días y medio en los que rigió el certificado, jueves, viernes y parte del sábado; los periodistas, los policías, el F.B.I., la A.I.N. reconocieron unánimemente que yo estaba defendiendo el baluarte en circunstancias muy críticas e hicieron todo lo posible para distraerme de ellas. En aquellas jornadas me gané un sueldo diez veces mayor. Durante el asedio, Wolfe permaneció en la alcoba, con la puerta cerrada y una de las llaves en el bolsillo de Fritz y otra en el mío. El mantenerse apartado del despacho, del comedor y de la cocina durante aquel lapso de tiempo fue, sin duda, duro para él, pero el auténtico sacrificio, el más grave, fue el renunciar a sus dos excursiones diarias al invernadero. Tuve que explicarle detenidamente que si una patrulla llegada por sorpresa me exhibía una orden de registro, podría ser que me viese impotente para avisarle que volviese a la cama a tiempo y además Teodoro dormía fuera de casa y aun no siendo traidor, podía escapársele inadvertidamente que su enfermo patrono no parecía pasarlo mal entre las orquídeas, por la misma razón me negué a que Teodoro bajase a consultarle a la alcoba.
– Ya que está usted enfermo -le dije el jueves o el viernes a Wolfe- me compete a mí el llevar las riendas de las cosas. Bastante me coarta el no tener la menor noticia del estado de nuestras investigaciones…
– No diga tonterías. Bastante lo sabe usted. Tengo veinte hombres en busca de aquel cilindro. Sin él nada se puede hacer. Hay que encontrarlo y lo encontraremos. Prefiero esperar aquí en mi alcoba en vez de en la cárcel.
– Usted divaga -dije excitado, porque acababa de tener una media hora terrible con otra delegación de la A.I.N. en el despacho-. ¿Porqué tuvo usted que romper con la A.I.N. antes de meterse en cama? Aun concediendo que los matase uno de ellos y que usted lo sepa, que es lo que dice todo el mundo, tendrá usted que demostrarme que no había razón alguna para devolverles el dinero. Usted mismo decía que su cliente era la A.I.N. y no particular alguno. ¿Por qué les devolvió usted, pues, el dinero? Y si este cilindro no es una quimera, sino que existe y contiene todo lo que usted dice, ¿qué pasará si no se le encuentra nunca? ¿Que hará usted? ¿Pasarse en cama el resto de sus días, con el doctor Vollmer prorrogando el certificado cada mes?
– Aparecerá. No lo destruyeron; existe, y por ello se le encontrará.
Le miré escépticamente, me encogí de hombros y lo dejé correr. Cuando se pone terco, no sirve de nada hablar con él. Volví al despacho, me senté y contemplé con rencor la máquina del «Stenophone» que teníamos en un rincón. El motivo principal que tenía yo para admitir la sinceridad de las creencias de Wolfe, era que pagaba un dólar diario por el alquiler de aquel aparato. No era esta la única razón: Bill Gore y veinte agentes de Bascom estaban indudablemente entregados a la búsqueda del cilindro. Se me había encargado leer sus informes antes de subírselos a Wolfe y, en realidad, eran un capítulo notable de la historia de la caza. Bill Gore y otro tipo estaban repasando todas las amistades de Phoebe Gunther, y aun sus conocidos, en Washington y otros dos hacían lo propio en Nueva York. Otros tres recorrían el país entero, dirigiéndose a los lugares donde ella tenía amistades, basándose en la hipótesis de que les hubiera mandado el cilindro por correo, aunque esto parecía un poco fantástico, porque como Wolfe había dicho, ella deseaba tenerlo fácilmente a mano. Otro de los agentes se había enterado de que la Gunther había visitado un salón de belleza en Nueva York el viernes por la tarde y lo revolvió de arriba abajo. Tres habían empezado a trabajar en los depósitos de paquetes, pero habían descubierto que éstos estaban ya batidos por la policía y el F.B.I. y se habían retirado a otro campo. Estaban intentando precisar todos los pasos que ella había dado a pie y se pasaban el día por las aceras, con los ojos puestos en cualquier lugar donde ella hubiera podido esconderlo, como u» buzón, por ejemplo. El viernes por la noche, para distraerme de las preocupaciones, traté de imaginar cualquier posible lugar aun no tocado por ellos. Me dediqué a ello durante una hora sin éxito, porque efectivamente tenían todo el país en la mano. El caso de Saúl Panzer era especial, porque telefoneaba cada dos horas, no sé desde dónde, y yo obedecía las instrucciones recibidas de contestarle con la cabecera de Wolfe sin terciar en la comunicación. Además hizo dos visitas personales, una a la hora del desayuno del jueves y la otra a última hora de la tarde del viernes, y cada vez estuvo a solas con Wolfe.
A medida que se prolongó el asedio, mis choques con Wolfe aumentaron en frecuencia e intensidad. Tuvimos uno el jueves por la tarde a propósito del inspector Cramer. Wolfe me llamó por el teléfono interior para pedirme que llamase a Cramer, con quien él quería sostener una conversación telefónica. Me negué en redondo. Mi punto de vista era que, por amargado que estuviese Cramer o por mucho que desease espolvorear a Ash con DDT concentrado, era siempre un policía y por ello no debía confiársele ningún indicio como lo era, por ejemplo, el hecho de que la voz de Wolfe sonase natural y sensata. Ello redundaría en crear dudas en torno del certificado del doctor Vollmer. Wolfe se prestó finalmente a que nos contentásemos con localizar a Cramer y sondear su estado. No fue difícil: Lon Cohen me dijo que tenía un permiso de dos semanas; cuando telefoneé me contestó el propio Cramer. Me habló seca y estrictamente. Cuando hube colgado, llamé a Wolfe por el teléfono interior y le dije:
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