– ¡Vaya! -dijo Wolfe cerrando el libro que leía y dejando un dedo entre las páginas-. Esto es lo que veníamos temiendo. ¿Por qué tendrá que ser hoy? ¿Por qué demonio se ha prestado usted a darles hora?
– PorQue no tenía otro remedio. ¿Se figura usted que yo soy Josué? Querían venir ahora mismo e hice todo lo posible para evitarlo. Les dije que tema que estar presente el médico de usted y que no podía hacerlo hasta después de cenar, a las nueve de la noche. Dijeron que tenía que ser antes de las seis, sin discusión alguna. Les gané cinco horas y bien me costó.
– No me grite -dijo Wolfe volviendo a reclinar la cabeza en la almohada-. Vuelva al piso de abajo. Tengo que pensar.
– ¿Es que no había usted previsto esta situación? Desde el jueves por la mañana le vengo avisando de que ocurriría en cualquier instante.
– Archie, váyase. ¿Cómo puedo reflexionar si está usted aquí desgañitándose?
– Conforme. Estaré en el despacho. Llámeme cuando haya usted llegado a alguna conclusión.
Salí, cerré la puerta y bajé. En el despacho sonaba el timbre del teléfono. Era Winterhoff que preguntaba por la salud de mi jefe.
Lo tremendo de nuestra situación es que nos estaban bombardeando en una posición que nadie más que un loco hubiera ocupado. Ahora que leía los informes de Bill Gore y de los agentes de Bascom, que sabía los progresos realizados en cada sector, excepto en el que trabajaba Saúl Panzer, tenía yo derecho para negar que las actividades de éste pudiesen justificar la medida desesperada y espectacular que Wolfe había tomado. Cuando Saúl telefoneó a las dos, tuve la tentación de asaltarle y tratar de extraerle la verdad, pero me di cuenta de que hubiera sido inútil y le acompañé sin más a la alcoba. Todo el cuerpo me bullía del deseo de escuchar su conversación. Pero parte del acuerdo que existe entre Wolfe y yo consiste en que yo nunca viole sus instrucciones exceptuando los casos en que unas circunstancias que él no conozca y que yo interprete según mi buen criterio, lo requieran. Esta salvedad no veía yo que pudiese aplicarse al caso. Tenía instrucciones de que Saúl Panzer estaba fuera de mi jurisdicción por el momento, y por ello archivé la idea y me contenté con pasear de un lado para otro con las manos en los bolsillos.
Recibí otras llamadas telefónicas que no hacen al caso, y violé otra de mis instrucciones, la de atender a todo el que acudiese. Las circunstancias realmente me justificaban. Me encontraba en la cocina ayudando a Fritz a afilar los cuchillos, quizá porque en momentos de crisis buscamos instintivamente la compañía de las almas gemelas. Llamaron a la puerta, fui a abrir, aparté la cortina para echar una ojeada y vi a Breslow. Abrí una rendija y le aullé:
– ¡No puede usted pasar! ¡En esta casa reina el dolor! ¡Fuera!
Cerré la puerta de un golpe y empezaba a volver a la cocina, pero me interrumpí en el camino. Al pasar por delante del pie de las escaleras, me di cuenta de un sonido y de un movimiento y al detenerme para mirar, vi la causa de ellos. Era Wolfe, con el único atavío de los ocho metros de seda amarilla que invertía el hacerle un pijama. Bajaba la escalera. Le miré atónito, porque además era inusitado en él el moverse en dirección vertical sin el auxilio del ascensor.
– ¿Cómo ha salido usted del cuarto? -le pregunté.
– Fritz me ha dado una llave -dijo acabando de bajar.
Me di cuenta entonces de que por lo menos llevaba puestas las zapatillas.
– Diga a Fritz y a Teodoro que vengan en seguida a la oficina -me ordenó.
Jamás le había visto en traje de alcoba fuera de ésta. Se trataba, sin duda, de una situación de extrema gravedad. Abrí como un rayo la puerta de la cocina, le di la orden a Fritz, fui a la oficina, llamé al invernadero y le dije lo mismo a Teodoro. Cuando éste bajaba, Wolfe estaba sentado detrás de su mesa y Fritz y yo estábamos ya delante de él.
– Soy un imbécil -dijo Wolfe clara y distintamente después de mirar a Fritz y a mí.
– Sí, señor -dije cordialmente.
– Y usted también, Archie. Ninguno de nosotros tendrá derecho a partir de ahora a pretender raciocinar mejor que un mico. Le incluyo a usted, porque ya oyó usted lo que les dije a los señores Hombert y Skinner. Ya ha leído los informes de los agentes de Bascom, y sabe cómo están las cosas. Y, por todos los demonios, ¡no se le ha ocurrido a usted pensar que la señorita Gunther estuvo sola en esta oficina sus buenos tres minutos, casi cuatro o cinco, cuando la trajo usted la otra noche! ¡Y se me acaba de ocurrir ahora mismo!
– Así, cree usted…
– No, quiero creer. Óiganme, Fritz y Teodoro: En este despacho estuvo sola una joven durante cuatro minutos. Tenía, en el bolsillo o en el monedero, un objeto que quería ocultar… Un cilindro negro de cinco centímetros de diámetro y unos quince de largo. No sabía de cuánto tiempo dispondría; podía entrar alguien en cualquier momento. Encuéntrenlo, si es cierto que lo escondió en esta habitación. Conociendo su manera de pensar, no me sorprendería que lo hubiera ocultado en mi mesa. Lo miraré yo mismo.
Echó para atrás la silla y se sumergió en el registro de un cajón. Yo, en mi mesa, me entregaba al mismo quehacer. Fritz me preguntó:
– ¿Qué hacemos? ¿Dividirnos por sectores?
– Vayan mirando y déjense de divisiones -le dije por encima del hombro.
Fritz se dirigió al sofá y empezó a revolver los cojines. Teodoro escogió para empezar los dos vasos que había en lo alto del archivador. No hablaba nadie, porque estábamos todos demasiado ocupados. No puedo dar cuenta detallada de la parte de la pesquisa que desarrollaron Fritz y Teodoro, porque estaba demasiado absorbido en la mía propia; salvo algunas miradas ocasionales para ver lo que registraban, pero si tenía observado a Wolfe, porque compartía su opinión acerca de las ideas de Phoebe Gunther y era muy propio de ella haber depositado el cilindro en su mesa con tal de haber encontrado un cajón cuyo contenido pareciese estancado. Pero Wolfe no consiguió nada. Volvió a poner en posición normal la silla, se sentó cómodamente y nos vigiló como un general en jefe a sus tropas.
– ¿Será esto, señor Wolfe? -dijo Fritz.
Estaba arrodillado delante del tramo mayor de la estantería y apilados a su lado había doce volúmenes, que dejaban un amplio hueco en la fila inferior de la librería. Fritz tenía la mano extendida y en ella un objeto al cual no hacia falta mirar dos veces.
– ¡Ideal! -dijo Wolfe-. Era una mujer realmente extraordinaria. Déselo a Archie. Archie, saque la máquina, Teodoro, hoy quizá iré tarde a verle, pero sin duda mañana por la mañana subiré a la hora de siempre. Fritz, le felicito por haber tentado primero la fila inferior de la librería.
Fritz estaba radiante cuando me entregó el cilindro; luego salió seguido de Teodoro.
– Bueno -dije al meter el cilindro en el aparato-; esto lo resolverá todo o no resolverá nada.
– En marcha -gruñó Wolfe, dando golpecitos con el dedo en el brazo de la silla- ¿Qué pasa? ¿No funciona?
– Claro que funcionará. No me aturrulle. Estoy nervioso.
Di al conmutador y me senté. Llegó a nuestros oídos la voz de Cheney Boone, la misma voz, sin duda alguna, que hablamos escuchado en los otros diez cilindros. Durante cinco minutos ninguno de los dos movió un músculo. Yo tenía los ojos fijos en la reja del altavoz y Wolfe estaba arrellanado con los ojos cerrados. Cuando terminó, cerré el conmutador. Wolfe suspiró, abrió los ojos y se puso en pie.
– Nuestra fraseología habitual requiere una revisión -dijo-. El señor Boone está muerto y silencioso, pero… habla.
– Cierto. Es el declarante silencioso. La ciencia es maravillosa, pero me parece que hay un tipo que no lo creerá así. ¿Voy a buscarle?
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