Paul Doherty - Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte

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Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte: краткое содержание, описание и аннотация

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Alejandro Magno es uno de los personajes más fascinantes de nuestro pasado y algunos de los mejores cultivadores de novela histórica le han dedicado obras inolvidables. Doherty se suma a esta pléyade de narradores situándose en la primavera del año 334 a.C., cuando Alejandro se dispone a invadir Persia, iniciando la que hoy conocemos como la batalla del Gránico.

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– Es del campamento -declaró-. ¡Traed el cadáver! -ordenó a los pastores.

Cogió las riendas de su caballo y montó de un salto. Algunos de sus hombres se quedaron para escoltar a los pastores y a su macabra carga, y los demás siguieron a su jefe, que ya se alejaba a todo galope en dirección al campamento.

* * *

Telamón se encontraba con el rey cuando llegó el mensajero. Alejandro estaba de muy buen humor. Bromeaba con el barbero que intentaba afeitarlo y compartía las bromas con el físico, que había solicitado la audiencia. Cuando Ptolomeo entró con el comandante del escuadrón y le enseñó la daga manchada de sangre y el trozo de pergamino, Alejandro cogió una toalla, se limpió la cara y despachó al barbero. Arrojó la daga al suelo, echó una ojeada a la nota y luego se la entregó a Telamón.

– ¿La misma de las otras veces?

– Por supuesto -respondió el físico-. El mismo mensaje, como una cantinela demoníaca: «El toro está preparado para el sacrificio, el verdugo listo; todo está preparado».

– ¿Qué me dices de las otras citas? ¿Las reconoces?

– Tiene la misma fuente que las anteriores -afirmó Telamón-. Las bacantes de Eurípides.

– ¡Léelas en voz alta!

Telamón miró al rey por un segundo. Le pareció ver una expresión cínica y divertida en los ojos del monarca. «¿Estás disimulando? -se preguntó el físico-. ¿Sabes algo de esto que no nos quieres decir?» Miró las frases. Había dedicado los últimos días a repasar todas las pruebas que había conseguido reunir; sin embargo, cuanto más reflexionaba, más eran las dudas que le asaltaban.

– ¡Lee los versos, Telamón!

– «Cuando te des cuenta de los horrores que has cometido, sufrirás terriblemente.» Éste es el primero -aseguró a Alejandro mirándolo-. El segundo dice: «Contra lo inexpugnable te lanzas con obsesionada furia».

– ¿Qué dice el tercero? -preguntó Alejandro secándose.

– «Te tenemos en nuestra red. Puede que seas veloz, pero ahora no podrás escapar de nosotros.»

– ¿Sabes cuál es mi respuesta, Telamón? -preguntó Alejandro secándose una vez más el rostro con el paño que tenía en la mano-. Si tuviese que contestar estos mensajes, lo haría con una cita tomada del canto siete de la Ilíada: «Volveremos a luchar, hasta que los dioses escojan entre nosotros y concedan la victoria a uno u otro».

– ¿Quién es el otro? -preguntó Telamón-. Alejandro, ¿quién es el otro? ¿Quién es Naihpat?

El rey hizo un gesto a Aristandro, que rondaba por el extremo más alejado del pabellón, para que se marchara.

– ¡Corre la tela de la entrada cuando salgas!

El nigromante se marchó con una expresión airada en el rostro.

– Han asesinado a otro de los guías -dijo Telamón.

– Sí, en el camino -murmuró Alejandro-. Nadie sabe cómo llegó allí. Podría hacer algunas averiguaciones, pero estoy seguro de que la historia será la misma de siempre. Lo vieron bebiendo en alguna taberna antes de que desapareciera. El asesino se las apañó para que cruzara nuestro anillo de hierro y lo mató brutalmente en plena noche con una daga idéntica a la que asesinó a mi padre. Y los versos de Eurípides…

Alejandro se sentó en un taburete sin acabar la frase y se frotó las manos.

– Tendrías que estar preocupado -señaló Telamón.

– Lo estoy -confesó el rey sonriendo-. Si esta noticia llega a conocimiento de los hombres -advirtió agitando una mano-. ¡Ese es el único peligro real de todo esto! Pero Aristandro no se lo dirá a nadie, el comandante del escuadrón mantendrá la boca cerrada y, por supuesto, Telamón no habla con nadie, excepto con su bárbara mujer pelirroja.

– No soy su dueño -replicó Telamón-, y no es una bárbara, sino tebana.

– Dentro de unas horas levantaremos el campamento -prosiguió Alejandro sin hacer caso del enfado de Telamón-. Parmenio ya está aquí. Marcharemos en dirección este, hacia el Gránico. Los dioses decidirán.

– ¡Al este! ¡Creía que marcharíamos hacia el sur a lo largo de la costa!

– Tú y todos los demás -replicó Alejandro, que disfrutaba a más no poder con la más secreta de sus bromas.

– Lo tenías decidido desde hace tiempo, ¿no es así? -exclamó Telamón-. ¡Todo ha sido un gran engaño! Apuntas como una flecha al corazón de Darío: el primer movimiento se decidirá con una tirada de los dados.

– Te falta confianza, Telamón.

– ¿Y Naihpat, mi señor?

– No lo sé.

– Pero sospechas de alguien.

Alejandro se cubrió el rostro con las manos y repicó con los dedos en las mejillas.

– Sospecho, Telamón. Sospecho de unos cuantos.

– Nada es lo que parece.

– ¡Eres un físico! Tú sabes que es así.

– También lo era Cleón.

El rey se echó a reír a carcajadas.

Telamón enrojeció de ira.

– Cleón no es un traidor, ¿verdad? -preguntó-. Soy incapaz de imaginar a nuestro bajo y rechoncho físico ensillando un caballo y huir al galope. ¿Él es Naihpat?

– No, no lo es -respondió Alejandro recuperando la compostura-. Te contaré la verdad. Cleón es una de las criaturas de Aristandro. Cleón nació para ser espía, con la mirada apática, su expresión de tonto y sus modales relamidos. Nadie se cree que Cleón sea peligroso, pero lo es, y mucho. Se metió en la corte persa y les vendió su alma. Lo que ellos no saben es que Cleón me ama como una niña a su primer amor. ¡Es tan incapaz de traicionarme como de volar hasta el sol!

Alejandro no pudo contener la risa al ver la expresión del más absoluto asombro en el rostro de Telamón.

– Él es mi espía -continuó el rey-, dispuesto a engañar a los persas, y a Memnón en particular, a sembrar la confusión en las filas enemigas con las cartas que le di. Por lo tanto, antes de que comience la batalla, déjame asegurarte que no tenemos más espías en el campamento de Memnón. Uno de sus comandantes de caballería, Lisias, quería entrevistarse conmigo en secreto en Troya. Cleón sospechó que no era porque tuviese la intención de traicionar a su general, sino que deseaba matarme. Lisias era tebano. Tenía una deuda de sangre. ¡No se hubiera arrodillado a besarme los pies más de lo que yo me hubiese mostrado dispuesto a besarle el culo! Creyó que Cleón estaba a su servicio y pidió a nuestro buen físico que preparara un encuentro. Sin embargo, Cleón sospechó la verdad y, en lugar de venderme a los persas…

– ¿Les entregó a Lisias?

– Muy bien, Telamón. El rodio tiene algunas debilidades, y ésa es una de ellas. Contrata a mercenarios que, por encima de todo lo demás, son fieles a sí mismos. Lisias nunca le mencionó lo que planeaba; sólo se confió en Cleón.

– ¿Qué hay de Droxenius? -inquirió Telamón-. ¿El líder de los asesinos que a punto estuvieron de matarnos?

Alejandro sacudió la cabeza.

– Mi vida está en manos de los dioses. He dejado de ser mortal. ¡Droxenius tenía tantas probabilidades de matarme como de convertirse en rey de Atenas! -¿Sabías que vendría?

– No, no lo sabía, pero Cleón me advirtió de que tuviese cuidado.

– ¿Ya te has cobrado tu venganza?

– Sí -respondió Alejandro palmeándose el muslo-. Los persas no enviaron a Droxenius y a sus asesinos; ellos quieren enfrentarse a mí en combate. Los tebanos eran hombres de Memnón, así que me propuse dar una lección al rodio. Nunca vendas la piel del león antes de cazarlo, y menos cuando todavía es el rey de las bestias. Golpeé fuerte y sin demora. Escribí de mi puño y letra varias cartas, todas con mi sello personal, a los supuestos traidores en algunas ciudades persas. También escribí una para el mudo Diocles, el sirviente y lugarteniente de Memnón. Preparé la marcha de Cleón y me aseguré de que llegara sano y salvo a la fortaleza del sátrapa de Frigia, donde, estoy seguro, ahora está haciendo todo lo posible y más para provocar problemas.

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