Los pastores, que hablaban en el dialecto de la región, discutieron sobre quién podía ser la víctima. Después de todo, el campamento macedonio estaba rodeado por un anillo de acero y las patrullas de caballería recorrían los campos a todas horas. ¿Sería algún espía o explorador persa? ¿Podía ser que alguno de los jinetes se hubiera encontrado por casualidad con alguna muchacha campesina o con algún viajero que llevaba en la bolsa más monedas de lo que era prudente en estos tiempos? ¿No podía tratarse de algo más siniestro? ¿Un sacrificio a los dioses? El rey macedonio parecía muy aficionado a los sacrificios: levantaba altares aquí y allá vestido con la armadura sagrada que había cogido del templo. Los más ancianos hablaban de cómo, cuando Jerjes, el gran rey persa, había cruzado el Helesponto, había mandado sacrificar un millar de toros. ¿El macedonio haría lo mismo? ¿Quizá creía que la sangre humana era más del agrado de los dioses?
– El macedonio no ha podido salirse con la suya -declaró el jefe de los pastores-. Ha enviado a sus emisarios a las ciudades, pero todas se han negado a abrirle las puertas. Los jefes de Lampasco -añadió refiriéndose a una ciudad vecina- cerraron las puertas y despacharon a sus enviados con viento fresco.
– ¿Emprenderá la marcha o se quedará en Troya? -preguntó uno.
– Dicen que está a punto de marchar -afirmó el líder con un tono seguro-; cuando lo haga, nos llevaremos los rebaños. Estarán escasos de carne y nuestros corderos primaverales podrían desaparecer como la nieve con el sol.
– ¿Pasan hambre? -quiso saber un pastorcillo.
Solía entretener a sus compañeros con las melodías de su flauta, pero aquel grito lo había silenciado todo.
– Van escasos de comida -confirmó el jefe de los pastores-. Han comprado todas las vituallas. En el mercado no queda nada.
– ¿ Cómo es que todavía no se han llevado nuestras ovejas? -intervino otro que tenía las manos muy cerca del fuego.
– El macedonio ha dado órdenes estrictas: aquellos que se dediquen al pillaje serán severamente castigados. Según él somos sus súbditos y nuestra propiedad es sagrada -manifestó el jefe al tiempo que se reía sonoramente-. Pero no os engañéis -añadió muy seguro de sí mismo-, en cuanto tengan hambre de verdad, nos darán un garrotazo en la cabeza y adiós a nuestras ovejas.
– ¿Qué podemos hacer para impedirlo? -preguntó el pastorcillo.
– Escaparemos al bosque -respondió el jefe-. Nos llevaremos los rebaños, a los niños… todo lo que podamos. Enterraremos todo lo que no nos podamos llevar y esperaremos a que se marche toda esta banda de saqueadores.
Uno de los pastores miró por encima del hombro en dirección al camino, blanco a la luz de la luna, que llevaba al sur. Los pastores acampaban aquí todas las noches. Era más seguro. Los lobos y otros animales salvajes nunca se acercaban allí donde el olor de los humanos era fuerte.
– ¿Sabe él donde va? ¿La sacerdotisa no le llevó unos guías? Dicen que han asesinado a algunos de ellos.
– No creo que los necesite -aseguró el jefe levantando las manos-. ¿Habéis visto a los jinetes?
Los pastores se arrebujaron en sus pellejas y asintieron. Los exploradores macedonios recorrían incansablemente senderos y caminos montados en sus veloces caballos. Algunas veces se detenían para interrogar a los pastores y, cuando lo hacían, utilizaban el dialecto local. Las preguntas siempre eran las mismas: ¿habían escuchado rumores?; ¿habían visto a los persas?… Incluso habían cabalgado hacia el este, hasta el río Gránico, y se habían llevado con ellos a dos pastores para que les indicaran los vados y también el nivel máximo que alcanzaban las aguas. No satisfechos con aquello, habían vadeado el Gránico para explorar las zonas boscosas del otro lado.
– Creo que deberíamos ir a ver quién es -dijo uno de los pastores, que pasaba por ser el más valiente, cogiendo un tizón.
Aquel hombre se alejó de la hoguera con paso decidido, pero luego se dejó atrapar por las fantasías: el rumor del follaje sacudido por la brisa nocturna, el chillido de un animal, la llamada de algún pájaro nocturno…; y le falló el coraje.
– Me parece que lo mejor será esperar a que amanezca -murmuró mientras volvía a sentarse junto al fuego.
En el horizonte aparecieron las primeras pinceladas de color como anuncio de la salida del sol. Los pastores apagaron la hoguera y, armados con garrotes y cayados, echaron a andar por el camino. En ladera de la colina a su derecha, abundaban las cuevas y senderos, pero los pastores no les prestaron atención, porque el grito había venido del camino. Habían caminado casi un estadio cuando el líder, que tenía una visión muy aguda, distinguió una mota de color. Apresuraron el paso. El cadáver estaba tendido a la vera del camino; la túnica marrón, los cabellos y la barba negra estaban cubiertos de un fino polvo blanco. Una mirada a la expresión de terror en el rostro de la víctima les hizo comprender que había tenido una muerte horrible. Observaron con curiosidad la herida en el costado, la extraña daga con la empuñadura alada y el trozo de pergamino metido entre los dedos agarrotados. Cogieron el pergamino y lo desenrollaron. Ninguno de ellos sabía leer. Miraron hacia la ladera. ¿El hombre había venido desde allí?
¿Había estado oculto en alguna de las cuevas? ¿Era posible que hubiese venido del campamento? No llevaba armadura, la túnica aparecía llena de remiendos y las sandalias eran de mala calidad.
– ¡Le conozco! -exclamó el jefe de los pastores chasqueando los dedos-. Es de un pueblo que está al sur. Es uno de los guías contratados por la sacerdotisa para el ejército macedonio.
– ¿Qué dice el pergamino? -preguntó uno de sus compañeros-. ¿Es una maldición?
El líder cogió la nota y la observó con mucha atención. Sólo fue capaz de identificar algunas letras sueltas; no sabía más. Se sobresaltaron cuando uno de los perros comenzó a aullar. Se quedaron inmóviles al escuchar después el tronar de los cascos. Se levantaron de un salto, pero ya era demasiado tarde para escapar. Los jinetes que aparecieron por un recodo del camino que quedaba oculto por un bosquecillo eran exploradores macedonios. Avanzaban a todo galope, con las afiladas lanzas en ristre; los rayos del sol hacían fulgurar los bruñidos escudos. Las pastores formaron un grupo muy apretado. Los exploradores los rodearon. Uno de los pastores, aterrorizado, intentó escapar, pero uno de los jinetes le hizo retroceder con un golpe de la lanza. Los pastores se sentaron junto al cadáver. El círculo de jinetes se estrechó, con las lanzas preparadas. «Soldados jóvenes -se dijo el jefe de los pastores, mientras miraba los rostros hoscos-, ansiosos por tener una excusa que les permita matarnos.»
– ¿Qué pasa aquí?
El jefe del escuadrón desmontó de un salto de su caballo negro cubierto de la cruz a la grupa con una piel de pantera. El hombre se quitó el yelmo de bronce y se enjugó el sudor de la frente con el antebrazo.
– ¿Habéis intentado robarle y se resistió? -preguntó arrodillándose junto al cadáver-. ¿Sabéis cuál es la sentencia por asesinato?
El líder de los pastores comprendió que el soldado le estaba provocando.
– No sabemos quién es -manifestó uno de los pastores con un tono desafiante-. Escuchamos un alarido en mitad de la noche. Nos acercamos para averiguar lo que había pasado en cuanto amaneció. Esto es lo que nos encontramos.
– ¿No sabéis quién es?
– Sí que lo sabemos -replicó el líder de los pastores, que a estas alturas ya había recuperado el coraje-. Creemos que uno de los guías de tu ejército.
El jefe del escuadrón ya no estaba interesado en sus explicaciones. Sacó la daga de la herida y, sin preocuparse de la sangre que manó, la observó detenidamente. El líder de los pastores le ofreció el pergamino. El oficial leyó la nota con cierta dificultad. Cambió de expresión en un abrir y cerrar de ojos, tragó saliva y se levantó de un salto.
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