– Así es, desde luego.
– ¿El tal Naihpat? -prosiguió Memnón-. ¿Sabes acaso quién es?
– No lo sabemos, ¿no es así, Cleón? -apuntó Arsites levantando la copa y brindando por el físico medio borracho.
– Busqué y busqué -farfulló Cleón, con lengua estropajosa-. Seguí buscando… Pero ¿quién es? -preguntó moviendo la cabeza atrás y adelante como si se tratara de un juego infantil-. No lo sé.
– Entonces, vales muy poco como espía -afirmó Memnón.
Arsites miró al general mercenario.
– Es útil para algunas cosas.
La inquietud de Memnón aumentó. Desde que había dejado Persépolis se había mantenido en contacto permanente con el sátrapa y sus generales. Antes de venir, ya se barruntaba que Droxenius y sus compañeros habían fracasado en su misión; de haber tenido éxito, la noticia se hubiera propagado con la rapidez del viento.
– ¿Qué cosas?
– Quienquiera que sea Naihpat, cuya identidad sólo conoce el señor Mitra, ha hecho un buen trabajo. Tenemos informes de que Alejandro tiene dudas. Los guías que contrató -Arsites sonrió- han sufrido bajas.
– ¿A qué te refieres?
– Algunos de ellos han sido asesinados, como también lo ha sido Critias, el dibujante de mapas. Alejandro podrá avanzar hacia el sur, pero caerá directamente en nuestra trampa. El hombre que ha matado a su propio padre…
– No tienes ninguna prueba de eso.
– Ni falta que nos hace -replicó el sátrapa-. Es un parásito, un tufo maloliente en la nariz del Ahura-Mazda, que lo hará caer en nuestras manos.
Memnón sacudió la cabeza , contrariado.
– No, no debes oponerte al macedonio.
– ¿Qué nos recomiendas que hagamos? -preguntó Nifrates, el joven general sentado a la diestra de Arsites, hombre de piel más clara que el sátrapa y facciones delicadas, pero con una mirada feroz, implacable-. ¿Cuál es tu recomendación, general?
– Que nos retiremos. ¡Debemos quemar todas las casas, los graneros y los campos! ¡Matar el ganado o espantarlo! ¡Arrasar la tierra!
– ¡Jamás!
La réplica de Arsites fue aplaudida por sus colegas.
Memnón los miró con una expresión de súplica. Se escucharon el grito de un pavo real y los trinos de las aves en las jaulas doradas. Arsites sacudió la cabeza y esbozó una sonrisa.
– El divino -declaró Memnón- me ha otorgado el mando…
– Te otorgó el mando de quince mil mercenarios -le interrumpió Arsites- y el derecho a sentarte en este consejo de guerra. Tú no eres el Rey de Reyes, Memnón. No puedes…
– Manifestaré todas las opiniones que considere necesarias -replicó Memnón, con una expresión de cólera-. He combatido contra el macedonio. La sorpresa, la velocidad, el salvajismo: nunca te has enfrentado a nada ni siquiera remotamente parecido. Escucha -apuntó el rodio intentando razonar-. Alejandro marchará sin apartarse de la costa. Su flota es patética. Sólo dispone de ciento sesenta barcos y algunos de ellos sólo son embarcaciones de transporte. Una buena parte de la flota es ateniense, o de otras ciudades que sólo esperan el momento oportuno para rebelarse contra el control de los macedonios. Sería algo sencillo derrotarla, enviarla al fondo del mar…
– Estoy de acuerdo -manifestó el sátrapa-. El macedonio ha venido, pero no volverá a su patria.
– Entonces retírate -insistió Memnón-. ¡Arrasa la tierra y envenena los pozos! Sus hombres acabarán exhaustos, muertos de hambre. Su famosa caballería no ganará honores. Deja que ronde; fomenta la rebelión y el descontento. Permite que sus aliados deserten, que pidan condiciones. Después, destrúyelo -concluyó el rodio engarfiando los dedos.
– Por lo tanto, ¿quieres que incendiemos nuestros graneros? -replicó Arsites-. ¿Que envenenemos los pozos, matemos los peces y el ganador, que lo convirtamos todo en un desierto que se pudre al sol? ¿Es eso lo que quieres?
– Los pastos volverán a crecer -manifestó Memnón-. Se pueden plantar nuevos árboles, comprar más ganado…
– ¿Qué pasará con nuestra gente? -preguntó Arsites.
– Deja que escape al este. Prométele compensaciones, la alegría de ver a Alejandro entre cadenas y a los supervivientes de su ejército engrillados, camino de tus minas. O, si quieres, crucifícalos a cada lado del camino real, como una advertencia para el resto de Grecia.
– ¿Tanto le odias?
– Tanto le odio.
– Tú eres griego.
– Sí, y Alejandro es macedonio. Un bárbaro.
– ¿Él te odia?
– Ha jurado -respondió Memnón después de beber apresuradamente un trago de su copa- que no tendrá piedad, que será inclemente con cualquier griego que empuñe las armas en su contra. Mi señor Arsites, estaré a tu lado, lucharé y, si es necesario, moriré contigo.
– Nuestras noticias hablan de otra cosa.
Con un movimiento brusco, Arsites despejó la mesa; los boles y las preciosas copas rodaron por el suelo. Cleón dio un brinco. Diocles se sobresaltó. Memnón acercó la mano allí donde tenía que estar la daga, pero, por supuesto, habían tenido que dejar las armas antes de entrar en la sala.
– ¿Estás muy furioso, mi señor Arsites?
– Estoy muy furioso.
El persa se agachó para sacar un pequeño cofre oculto debajo del diván y lo dejó encima de la mesa. Abrió la cerradura y levantó la tapa.
– Aquí están los informes enviados desde Abidos por nuestros espías en el puerto y las zonas vecinas.
Memnón notó un sudor frío que le corría por la espalda. Sospechaba lo que estaba a punto de ocurrir.
Miró rápidamente a los demás: los persas de piel morena y cabellos oscuros le devolvieron la mirada, implacables.
– ¿Tienes fincas allí? -le preguntó el sátrapa.
– ¡El Rey de Reyes ha sido muy generoso!
– ¡Yo también tengo fincas allí! -manifestó uno de los comandantes persas.
– ¡Y yo! -declaró otro.
– Muchos de nosotros teníamos fincas allí -señaló Arsites con voz calma-. Ahora las han incendiado, arrasado, saqueado… No quedan más que cenizas y restos calcinados. Sin embargo, general Memnón, no han tocado tus tierras.
– Sabes de sobra el motivo -replicó el mercenario-. El rey de reyes me dispensa su máxima confianza. Alejandro, aconsejado por ese astuto y taimado Aristandro, seguramente dio la orden de que no tocaran mis propiedades para así fomentar la desunión y la discordia entre nosotros.
– Tu lealtad, mi señor, no está en duda -afirmó Arsites-. ¿No es así, Cleón?
El físico se apresuró a mirar al persa; luego miró a Memnón y sacudió la cabeza con una expresión de pena.
– La verdad es que creo que Alejandro tiene tan elevada opinión de ti como la que tú tienes de él -apuntó Arsites-. Él, como nosotros, hace lo imposible por crear la discordia y fomentar la sospecha -añadió agitando la mano en un gesto displicente-. En cambio, tenemos pruebas de otros asuntos. Por favor, general Memnón, lee esto.
Le arrojó un rollo de pergamino atado con una cinta. Memnón se armó de valor, desató la cinta y desplegó la carta.
– Léela en voz alta, general.
Memnón descubrió que no podía. Le temblaban las manos. Reconoció la caligrafía personal de Alejandro y, al pie de la carta, el sello del rey. En la sala se hizo un silencio absoluto. En el exterior, el pavo real había dejado de oírse. Los pájaros revoloteaban inquietos en las jaulas doradas, como si la amenaza que se respiraba en la atmósfera hubiese apagado todo deseo de trinar.
– Estoy de acuerdo contigo, general Memnón -susurró Arsites-. Si hubiésemos sabido que Alejandro iba a navegar directamente a Troya con una escolta tan pequeña, le hubiéramos estado esperando, ya fuese en el mar o en tierra. Es con la mayor sinceridad que te digo esto: si creyera que tu estrategia de quemar la tierra y envenenar los pozos diera resultado, mis colegas y yo estaríamos de acuerdo. Confiamos en ti, general Memnón, pero no confiamos en quienes te rodean. Lisias era un traidor. Quería reunirse con Alejandro en Troya. El divino, desde luego, dijo la verdad cuando afirmó que había otros involucrados en esta traición.
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