Paul Doherty - Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte

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Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte: краткое содержание, описание и аннотация

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Alejandro Magno es uno de los personajes más fascinantes de nuestro pasado y algunos de los mejores cultivadores de novela histórica le han dedicado obras inolvidables. Doherty se suma a esta pléyade de narradores situándose en la primavera del año 334 a.C., cuando Alejandro se dispone a invadir Persia, iniciando la que hoy conocemos como la batalla del Gránico.

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– Ah, ¿así que fue él quien informó a Aristandro de que Leontes era un espía?

– Por supuesto, y Aristandro salió de cacería -respondió Alejandro inclinándose para coger la mano de Telamón-. También estoy enterado de las pequeñas tretas de Ptolomeo. Uno de estos días le daré una lección. El problema con Ptolomeo es que cree que Filipo era su padre y que es mejor general y mejor soldado que yo! Ptolomeo no es malo, pero muy pronto aprenderá cuál es el lugar que le corresponde en el esquema de las cosas.

Telamón sostuvo la mirada de Alejandro y vio como cambiaba la luz en sus ojos. «Eres más de una persona -pensó-. Eres un actor. Interpretas el personaje que haga falta, usas las máscaras con la naturalidad de un actor profesional: Alejandro el soldado fanfarrón; Alejandro el general; Alejandro el romántico; Alejandro el iluso; Alejandro el intrigante…»

– Me enseñaron muy bien -susurró el rey-. Con una madre como Olimpia y un padre como Filipo, ¿qué se podía esperar, Telamón?

– Cleón puede estar en peligro.

– Telamón, todos estamos en peligro. Cleón asume los riesgos.

– No le creerán.

– Oh, creo que sí. Ordené al viejo Parmenio que no tocara las propiedades de Memnón cerca de Abidos. Tampoco acepté la propuesta de Lisias. Ahora hundiré todavía más la cuña entre Memnón y sus amos persas. Nunca lo olvides, Telamón. A los persas no les gustan los griegos, y a los griegos no les gustan los persas. Los persas no confían en los griegos. Los griegos no confían en los persas. ¿Debo decirte quién es mi verdadero enemigo? ¡No lo es Darío ni Arsites, sino Memnón! El rodio es un buen soldado. Ha luchado contra los macedonios. Ha estudiado los métodos de mi padre, y los míos. Lo único que me asusta es que los persas sigan los consejos de Memnón. Imagínatelo. Los campos incendiados y los pueblos arrasados. Los persas en retirada. Las ciudades con las puertas cerradas, que no las abrirán a menos que consiga una gran victoria. Debo ganar una batalla cuanto antes. Sólo disponemos de suministros para veinte días. Mi flota es pequeña y no confío en algunos de sus capitanes más de lo que confiaría la bolsa a un ladrón. Necesitamos comida. Necesitamos un botín. Necesitamos una victoria o el ejército se rebelará.

– ¿Buscas una batalla?

– Telamón, ruego todos los días para tener una.

– ¿Qué pasa con Naihpat?

– La victoria y tú os encargaréis de Naihpat. Sólo quiero estar seguro.

– No necesitabas a los guías, ¿verdad? -comentó Telamón-. Tú ya tienes los mapas. Sin duda, tu padre se encargó de que los confeccionaran.

– Todo forma parte del plan -aseguró Alejandro volviéndose a frotar las manos-. Cleón estará alborotando el avispero. Los persas creen que tengo miedo, que estoy desmoralizado. Vendrán a buscarme dispuestos a pelear. De una manera u otra, con una simple tirada, demostraré aquello que siempre he querido. ¡El resto te lo dejo a ti, Telamón, y a los dioses! -exclamó Alejandro palmeando el hombro de Telamón mientras se levantaba.

CAPÍTULO XII

«El persa creyó que la oportunidad de mantener un combate singular era un regalo de los dioses. Confiaba en que, gracias a su coraje personal, Asia se liberaría de la terrible amenaza y que detendría la renombrada audacia de Alejandro.»

Diodoro Sículo, Biblioteca histórica, libro 17, capítulo 20

A lo largo y ancho del valle del Gránico, los campesinos y pastores hablaron durante años de la gran carnicería, la sangrienta batalla que se libró mientras la nube de polvo se extendía sobre los campos de girasoles y trigo y la brisa del río aportaba el primer frescor del día que se acababa. Durante las décadas posteriores, sus hijos buscaron armas: dagas, espadas, escudos y lanzas. De vez en cuando, los más afortunados encontraban un alhaja, una daga con incrustaciones de oro, un anillo o alguna piedra preciosa que había decorado las hermosas prendas que habían vestido los comandantes y los sátrapas persas. Durante muchos días después de la batalla, hermosos caballos vagaron por los valles en busca de sus amos, mientras los halcones y los buitres y los carroñeros de los bosques se llenaban los buches y las barrigas con la carne de los cadáveres. Los pobladores de los valles asentían sabiamente. Habían sido testigos de todo desde el comienzo: los miles y miles de jinetes persas que bajaban de las colinas entre los bosques de abetos, robles, álamos y cipreses. Las tropas del rey de reyes que iban a enfrentarse a Alejandro, una imponente visión con sus capas bordadas con hilo de oro, las corazas tejidas con escamas de hierro, los pantalones bombachos de seda roja y verdes con las perneras metidas en las botas de tafilete de caña alta hasta las rodillas, los yelmos de hierro con largos penachos que les protegían las cabezas. Los bellos jóvenes, los hijos de los medos, con los rostros maquillados, con puntiagudos gorros de fieltro con orejeras y un barboquejo que les resguardaba los labios y la nariz de las nubes de polvo y las hordas de tábanos y moscas. En la cintura, llevaban los cinturones con tachones de plata que sujetaban las dagas y las cimitarras, mientras que, en una mano, sujetaban las rodelas adornadas con todos los colores del arco iris y, en la otra, las jabalinas con las puntas con lengüetas, afiladas al máximo para atravesar la carne de los bárbaros llegados de Macedonia.

La caballería avanzaba sin prisas, con las riendas flojas, en caballos de todos los pelajes y razas, enjaezados con lujosos arneses y preciosas mantas. Procedían de todas las provincias del imperio: los persas de piel clara de occidente cabalgaban junto a los morenos jinetes con turbantes de las fabulosas tierras del Hindú Kush. Detrás de la caballería, marchaban los mercenarios griegos, con las cabezas afeitadas, las barbas y los bigotes recortados, los rostros atezados por el sol. Caminaban a buen paso, vestidos con túnicas y calzados con recias botas, y escoltados por los carros que transportaban las armaduras, los arneses, las espadas, las lanzas y los escudos. Su líder Memnón cabalgaba en la vanguardia con los príncipes persas, pero el comandante de brigada Omerta, con el rostro enjuto marcado por mil cicatrices, caminaba con ellos. Los mercenarios estaban de buen humor. Bien pagados y mejor provistos, cada hombre cargaba su propio mochila. Los señores persas también habían cargado los carros de provisiones con el mejor pan, las más tiernas carnes y los mejores vinos y cervezas de su país. Todos y cada uno de ellos había recibido ya un puñado de daraicas de oro y les habían prometido más cuando se acabara la batalla. Los mercenarios marchaban al unísono: falanges de ocho hombres de frente y dieciséis de fondo, con un espacio entre cada batallón. Los cornetas caminaban en los flancos, los exploradores iban adelantados, dispuestos a dar la voz de alarma ante la posibilidad de un ataque por sorpresa. Los oficiales de los mercenarios les habían informado de que los macedonios estaban desorientados, confusos y mal aprovisionados. Memnón, Omerta y los demás comandantes nada habían dicho de su cada vez mayor inquietud, de la profunda desconfianza de que eran objeto por parte de los generales persas, de las acaloradas discusiones sobre cuál sería su lugar, su posición y su función en la línea de combate persa.

Memnón cabalgaba con Arsites. El sátrapa y sus comandantes vestían magníficas armaduras de oro y plata y capas teñidas de rojo. En las orejas, las gargantas y las muñecas, resplandecían las joyas de los mejores orfebres. El rodio, en cambio, vestía una sencilla túnica y una coraza de cuero; un paje cargaba con el yelmo y el escudo. Memnón pedía una y otra vez a Arsites que enviara más exploradores para descubrir dónde se encontraba Alejandro. Incluso había intentado reabrir el debate y había rogado al sátrapa que se retirara, que se llevara a las tropas, pero Arsites no había dado el brazo a torcer. La última sesión del consejo de guerra había tenido lugar en la ciudad de Zeluceia, donde se habían tomado las postreras decisiones. Marcharían a la puerta de Asia, el valle del Gránico, y tomarían posiciones en la ribera oriental. Memnón había preguntado la razón, y entonces se habían enterado de la terrible noticia: Alejandro no marchaba hacia el sur a lo largo de la costa tal como se había esperado, sino que avanzaba hacia el este dispuesto a trabar combate.

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