– Lo que tu padre te dijo era cierto. Llegó aquí de pequeño; pero no desde España. Desde Colombia, desde nuestro país. Su madre era la amante de mi padre. Cuando mi propia madre murió de una infección en los pulmones, la madre de Ben pasó a ser el gran amor de nuestro padre.
– Rose.
Kate asintió. Su mente regresó rápidamente a las fotos que había encontrado de la mujer, y recordó el rostro del hombre que la acompañaba, con su padre recién nacido. Su abuelo.
– Rosa. -Él sacudió la cabeza y lo dijo en español-. Era una mujer guapa, Kate. De Buenos Aires. Estudió pintura. Rebosaba vida. Naturalmente, no se casaron nunca. Incluso en la época actual, en Colombia, este tipo de unión nunca se permitiría.
Kate entendió lo que le decía.
– Porque era judía -dijo.
– Sí, ella era judía -respondió él en castellano, asintiendo-. Cuando tuvo un hijo de él, fue necesario que se mudara.
– Mi padre… -Kate volvió a apoyarse en el banco.
– Benjamín… como el padre de ella. Así que Rosa vino aquí.
De pronto, las preguntas sobre el pasado de su padre empezaron a aclararse. Por eso no sabía nada de la vida de su abuela. No habían llegado de España. Él les había ocultado la verdad todo ese tiempo. El resto parecía encajar como las últimas piezas de un rompecabezas: su padre había organizado su propia detención. Había ido a reunirse con Margaret Seymour, exactamente como habían dicho Cavetti y el FBI. Y esa foto de los dos hombres bajo la puerta, con ese nombre escalofriante sobre sus cabezas: Mercado. Ese otro hombre de la instantánea estaba ahora ante ella. Su hermano. Ahora todo cobraba sentido. Sus ojos se posaron en el colgante roto: los medios soles de oro.
«Guarda secretos, Kate -le había dicho Sharon al colgárselo del cuello -. Algún día te los contaré.»
¡Su madre lo sabía!
– Tu madre me dio esto -dijo Mercado-. Sabía que algún día sería yo quien te lo explicaría, no él. Ahora ya sabes -el hombre sonrió- que lo que le pasó no fue culpa mía.
– ¡No! -Por ahí Kate sí que no pasaba. Le temblaban las manos, pero hablaba con voz firme-. Me está diciendo que mató a su propia esposa. No puede ser. La quería. Los vi; durante más de veinte años. Eso no era ninguna mentira.
– Ya te digo, Kate, que este vínculo es más fuerte que lo que tú conoces como amor. Durante todos estos años en que he estado dentro del programa, ni una sola vez he difundido lo que acabo de decirte. Nunca lo traicioné.
– ¿Por qué me explica esto? ¿Por qué ha aparecido? ¿Qué es lo que quiere de mí?
– Quiero que me ayudes a encontrarlo, Kate.
– ¿Para qué? ¿Para poder matarlo y que así él no lo mate a usted? Independientemente de lo que haya pasado, sigue siendo mi padre. Hasta que me diga, mirándome a los ojos, que hizo esas cosas. Él, no usted… Me está diciendo que todo aquello en lo que he confiado durante toda mi vida es mentira.
– Mentira no. Protección. Por tu propia…
– ¡Una mentira!
Óscar Mercado la tomó de la muñeca y le abrió suavemente la palma. Cogió los dos colgantes del sol azteca roto, alargó la mano y se los colgó del cuello. Las dos mitades bailaron unos instantes sobre el pecho de Kate hasta detenerse en una posición que hacía que parecieran sólo uno. Un solo corazón de oro.
– Si quieres la verdad, Kate, aquí la tienes. Es tu oportunidad. La puerta está abierta; ¿quieres cruzarla?
Phil Cavetti aparcó el coche frente a la casa de tejas azules -ahora acordonada- de Orchard Park, Nueva York. La calle estaba inundada de luces resplandecientes. Mostró la placa a un policía local que montaba guardia frente al camino acordonado que conducía a la entrada de la casa. En el rellano había un colchón para perro y, no muy lejos, una pequeña placa que rezaba «la casa de Chowder, el mejor perro del mundo».
La puerta estaba abierta.
Al entrar, lo primero que vio Cavetti fue la silueta de la primera víctima trazada en el suelo: Pamela Birnmeyer. Hacía seis años que trabajaba como agente de los US Marshals, en la división de Garantías y Contratos. Había coincidido con ella en una ocasión. Su marido era profesor de informática de un instituto de la zona y tenían un hijo de dos años. Seguramente por eso se había prestado a hacer un servicio peligroso. Dinero extra.
Cavetti reprimió una bocanada de bilis. Llevaba años sin poner los pies en una escena del crimen.
Siguió el rastro de destrucción hasta la cocina. Tuvo que esquivar a dos de la Científica que estaban arrodillados, tratando de obtener huellas del suelo. Se habían llevado el cuerpo de la segunda víctima, pero aún podía verse una mancha roja brillante sobre el frigorífico blanco, allí donde su cuerpo se había derrumbado hasta caer al suelo.
Volvieron a revolvérsele las tripas.
Su mirada se cruzó con la de Alton Booth, que estaba al otro lado de la estancia. El agente del FBI le hizo un gesto para que se acercara.
– Justo cuando empezabas a plantearte la jubilación… -le dijo con un gruñido cínico, y le pasó a Cavetti una pila de fotos en blanco y negro.
A éste le dieron ganas de vomitar. En veintiséis años jamás se había enfrentado a algo así. Nunca había perdido a un testigo. Nunca le habían destapado una identidad. Nunca, nunca habían traspasado el programa.
Y ahora esto.
La mujer había muerto por el impacto de una bala de nueve milímetros en el cerebro, pero no era eso lo que le había mareado como a un novato ante su primer asesinato truculento. Eran sus manos. Lo había leído en el informe, pero las fotos aún eran peores. Tenía las palmas negras, carbonizadas. Las dos. Se lo habían hecho con un hornillo de la cocina. La habían torturado, como a Maggie. Al asesino le hubiera bastado con una mano para asegurarse de que no sabía una mierda. Pero dos, las dos palmas… eso era sólo por amor al arte.
– Por lo menos, supongo que ahora ya tenemos una idea de lo que pudo haber revelado Margaret Seymour. -Booth puso los ojos en blanco.
Cavetti conocía a esa gente. El marido de la víctima era más que una simple baza para una investigación. Cavetti le había asignado su actual identidad hacía veinte años. Lo había visto forjarse una nueva vida. Casarse.
Se sentía responsable.
– Lo peor es que estoy casi seguro de que la pobre mujer ni siquiera lo sabía. -Cavetti suspiró, asqueado-. No tenía ni idea de quién era en realidad su marido. -Devolvió las fotos-. ¿Alguna pista?
– Un camión de la lavandería -respondió Booth-. Una vecina dijo que anoche hubo uno aparcado delante de la casa sobre la hora del asesinato. Lo encontramos en una planta de tratamiento de aguas cerrada, más allá de la colina. Al chaval del reparto le metieron dos balazos en el pecho y luego arrojaron su cuerpo con las camisas y las sábanas. Con él son cinco en total. Eso sin contar el chucho. Conque dime -el hombre del FBI miró a su alrededor-, ¿quién mata de este modo?
Cavetti no respondió; los dos sabían la respuesta. La mafia rusa. Los cárteles de la droga. Los colombianos.
– Ese tío, Raab… -Booth sacudió la cabeza-. ¿No empieza a parecerte que igual hemos hecho el primo?
No era sólo cosa de Raab, Cavetti estaba seguro. Raab no era un asesino; por lo menos, no de esta calaña. Aun así, Raab llevaba hasta Margaret Seymour. Maggie llevaba hasta Mercado. Y Mercado llevaba hasta aquí.
Raab y Mercado.
De pronto, Cavetti presintió quién sería el siguiente.
Le devolvió las fotos a Booth.
– Ya sabes dónde encontrarme. Avísame si surge algo.
El hombre del FBI sonrió.
– ¿Ya has visto bastante? ¿Adónde vas? -le preguntó.
– A la puta zona de Código azul -respondió Cavetti-. Es donde le ha dado a todo el mundo por meterse, ¿no?
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