Minette Walters - La Escultora

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Rosalind Leigh, una periodista en plena crisis creativa y de identidad, se ve forzada a abordar una obra de investigación sobre un caso que conmocionó al país años antes: el de Olive Martin, condenada a veinticinco años de prisión por el asesinato y descuartizamiento de su madre y hermana. Olive se habia declarado culpable.
Olive, -gorda, desmañada, infatigable autora de muñecos de cera de carácter mágico, por lo que en la prisión es llamada La Escultora -, lo tiene todo para resultar antipática. Sin embargo, desde el principio Rosalind es capaz de intuir bajo tan poco favorecedora superficie el desamor y el desamparo. Comienza a sospechar que las protestas de culpabilidad de Olive son falsas.
Se trata de una posibilidad remota y hasta inquietante: ¿Podria ser inocente Olive? Y si así fuera, ¿a quién protege autoinculpándose? Rosalind empieza a bucear en un pasado bajo cuya apariencia de normalidad detecta un turbio remolino de pasiones, odios y desencuentros, tan brutal que sólo podía resolverse en la violencia.

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– No hay ningún timo. Hoy por hoy, las redenciones de crédito están a la orden del día. Cualquiera que posea un pequeño capital puede adquirir propiedad a buen precio. El señor Crew formaba parte de una pequeña corporación perfectamente legal. Desgraciadamente, utilizó dinero que no le pertenecía.

– ¿Así que usted lleva la corporación?

Hayes no respondió.

– No hay timo, ¿y qué más? -explotó Hal-. El Poacher no estaba en venta y en cambio usted compró las propiedades de ambos lados.

Hayes volvió a doblar la regla.

– Al final habría vendido. Los restaurantes son terriblemente vulnerables. -Esbozó una leve sonrisa-. Considere qué habría sucedido si Crew hubiera mantenido el control y lo hubiera aparcado hasta después de su proceso. -Su expresión se endureció-. Considere qué podía haber sucedido si mi hermano me hubiera hablado de lo que le planteó Crew. Usted y yo nunca habríamos tenido esta conversación por la simple razón de que usted no hubiera sabido a quién dirigirse.

El vello se erizaba en la nuca de Hal.

– ¿De todas formas, la denuncia de Sanidad se habría hecho igual?

La regla, completamente doblada, se quebró de golpe. Hayes sonrió.

– Los restaurantes son terriblemente vulnerables -dijo de nuevo-. Se lo repito. Tiene que estar agradecido. Si lo está, el Poacher volverá a triunfar.

– Lo que es otra forma de decir que debemos mantener la boca cerrada en cuanto a su implicación.

– Desde luego. -Puso una expresión de sorpresa, como si aquello fuera lo más natural-. Porque la próxima vez el fuego no se limitará a una sartén, y usted -sus claros ojos se fijaron en Roz- y su amiga no tendrán tanta suerte. Hirieron el orgullo de mi hermano. Está deseando enfrentarse de nuevo a ustedes dos. -Señaló el papel-. Pueden hacer lo que quieran con Crew. Yo no admiro a los hombres sin principios. Él es abogado. Tenía sus obligaciones con la propiedad de un hombre que estaba muerto y abusó de ello.

Hal, bastante agitado, cogió aquel papel por un extremo y lo metió en el bolso de Roz.

– Usted no es mejor que él, Hayes. Abusó de la confianza que había depositado en usted Crew cuando comentó a su padre lo del hijo de Amber. Claro que por esto nunca habríamos incriminado a Crew. -Esperó allí mientras Roz se levantaba y se dirigía hacia la puerta-. Y pienso asegurarme que él se entere cuando la policía le detenga.

Hayes se divertía.

– Crew no hablará.

– ¿Qué se lo va a impedir?

Colocó la regla rota ante su garganta.

– Lo mismo que se lo impedirá a usted, Hawksley: el miedo. -Los ojos azules observaron a Roz de la cabeza a los pies-. Pero en el caso de Crew, lo que más quiere son sus nietos.

Geoff Wyatt les siguió cabizbajo hacia la acera.

– Muy bien -ordenó-. ¡Suelta! ¿Qué demonios pasa?

Hal observó el rostro pálido de Roz.

– Necesitamos un trago.

– Ah, no, no, ni hablar -dijo Geoff con agresividad-. Yo he pagado lo que me corresponde, Hal, ahora te toca a ti.

Hal le sujetó con violencia por encima del codo hundiendo sus dedos en la tierna carne.

– Aquí hay un hombre que te arrancaría el hígado, se lo comería delante tuyo y luego empezaría con los riñones. Y no pararía de sonreír durante todo el rato. ¿Dónde hay un bar por aquí?

Hasta que no se hubieron instalado en un discreto rincón, comprobando que las mesas de su alrededor estaban vacías, Hal no se mostró dispuesto a hablar. Le largó la historia a base de frases escuetas y entrecortadas, subrayando el papel de Crew, aunque refiriéndose a los asaltantes del Poacher como asesinos a sueldo. Acabó cogiendo el papel que llevaba Roz en el bolso y colocándolo con cuidado sobre la mesa:

– Quiero que me atornilles a este cabronazo, Geoff. No pienses ni por un momento que puede dejársele libre.

Wyatt se mostraba escéptico.

– No creo que cueste mucho.

– Lo suficiente.

Wyatt cogió la nota y se la metió en el bolsillo de la americana.

– ¿Y qué papel juega aquí Seguridad STC?

– Ninguno. Hayes me ha proporcionado el papel. Es toda la implicación de la empresa en ello.

– Hace diez minutos ibas a comerle el hígado.

– Estaba sediento.

Wyatt encogió los hombros.

– Me proporcionas muy pocos datos para empezar. Ni siquiera puedo garantizarte que ganes el proceso de Sanidad. Seguro que Crew negará que haya tenido algo que ver.

Se hizo un silencio.

– Tiene razón -dijo de pronto Roz, sacando un paquete de Tampax del bolso.

Hal agarró la mano que sostenía la caja y la mantuvo inmóvil sobre la mesa.

– No, Roz -dijo suavemente-. Lo creas o no, me importas mucho más tú que el Poacher o la justicia en abstracto.

Ella asintió:

– Lo sé, Hawksley. -Sus ojos sonrieron a los de él-. El problema es que tú también me importas a mí. Lo que implica que estamos como quien dice en un aprieto. Tú quieres protegerme a mí, yo quiero proteger el Poacher, y ambas cosas parece que se excluyen mutuamente. -Roz intentó liberar la mano de la presión de la de él-. De forma que uno de los dos tiene que ganar, y seré yo, porque esto no tiene nada que ver con la justicia en abstracto y sí con mi paz interior. Me sentiré mucho más tranquila cuando vea a Stewart Hayes entre rejas. -Movió la cabeza cuando las manos de Hal acariciaron las suyas-. No seré responsable de que pierdas el restaurante, Hal. Has pasado un infierno con él y ahora no puedes abandonar.

Pero Hal no era Rupert; a él no se le podía intimidar o camelar para que hiciera lo que Roz quería.

– No -repitió él-. Aquí no estamos para juegos intelectuales. Lo que ha dicho Hayes es real. No te está amenazando con matarte, Roz. Te amenaza con desfigurarte. -Se pasó una mano por la cara-. Los hombres como él no matan, porque no tienen necesidad de hacerlo. Mutilan o desfiguran, pues una víctima que sigue con vida y está lisiada constituye un estímulo mucho más poderoso para los demás que un muerto.

– Pero si le condenan… -empezó ella.

– Otra vez, con tus ingenuidades -le cortó él con suavidad, apartándole el pelo del rostro-. Incluso en el caso de que le condenaran, cosa que dudo mucho, ex militar, sin antecedentes, pruebas poco contrastadas, Crew negándolo todo, pasará poquísimo tiempo en la cárcel. El máximo que le puede caer son doce meses por confabulación para la estafa, de los cuales cumplirá seis. Y lo más probable es que le condenen condicionalmente. No sé si recuerdas que no fue Stewart quien irrumpió en el Poacher con un bate de béisbol sino su hermano, y tendrás que comparecer ante el tribunal y decirlo. -Sus ojos eran apremiantes-. Soy realista, Roz. Iremos a por Crew y plantearemos las suficientes dudas para que se retiren los cargos de Sanidad. Tras lo cual -encogió los hombros-, apuesto lo que quieras a que Hayes abandonará lo del Poacher.

Roz permaneció un rato en silencio.

– ¿Harías exactamente lo mismo si no me hubieras conocido y yo no estuviera implicada en el asunto? Y no me mientas, Hal, por favor.

Él movió la cabeza:

– No -dijo-. Actuaría de otra forma. Pero estás implicada, por tanto, la cuestión ni se plantea.

– De acuerdo. -Relajó la mano que tenía bajo la de Hal y sonrió-. Gracias. Ahora me siento mucho mejor.

– Estamos de acuerdo. -Ya tranquilo, Hal moderó un poco la presión que ejercía sobre la mano de Roz y ésta aprovechó la ocasión para coger la caja de Tampax.

– No -dijo ella-, yo, no. -Abrió la caja, sacó de ella unos tubos de cartón trucados y los puso boca abajo para extraer una grabadora en miniatura activada por la voz humana-. Con un poco de suerte -se volvió hacia Geoff Wyatt-, esto nos bastará para declarar culpable a Hayes. Estaba a todo volumen encima de su mesa, sin duda habrá registrado toda la conversación.

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