Minette Walters - Las fuerzas del mal

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En el bello paisaje de la campiña inglesa, una adinerada familia debe enfrentarse a un destino que parece condenarla a la extinción. El viejo ha perdido a su mujer, mientras sus hijos Leo, un ludópata redomado, y Elizabeth, una promiscua alcohólica condenada al fracaso, apenas son una mácula dentro de la genealogía familiar. Deprimido y con el único apoyo de su fiel abogado Mark Ankerton, Lockyer-Fox también debe hacer frente a las habladurías de sus convecinos, que le acusan del supuesto asesinato de su esposa. Se avecinan tiempos difíciles para el coronel quien, además, ha decidido destapar un viejo secreto y encomendar a Mark la tarea de encontrar a una nieta entregada en adopción apenas nacer. Una lejana vergüenza que la familia Lockyer-Fox ocultó a cal y canto, para proteger la ya maltrecha reputación de Elizabeth.
En tanto, en las tierras que lindan con la propiedad del coronel se instala un grupo de nómadas con el objetivo de asentarse por un tiempo indefinido. A la cabeza del movimiento se encuentra un siniestro personaje a quien todos conocen como Fox Evil, un individuo capaz de hundir aún más si cabe los ánimos del coronel. Sólo la providencial visita de su nieta, convertida por los avatares de la vida en una joven capitana del ejército inglés, le ayudará a encarar el avispero emocional en el que vive su agotado corazón.

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El resentimiento de Prue contra el resto del mundo crecía. Ella era la menos culpable, pero era a la que más acusaban.

– Lo que puedo asegurar es que no fue idea mía -musitó-. No soy de las que hacen llamadas amenazantes… y por eso nunca dije nada.

– Entonces, ¿por qué las hacía?

– Eleanor lo llamaba justicia natural -dijo, evitando mirar a los hombres-. Al parecer a nadie le interesaba cómo había muerto Ailsa, salvo a nosotras.

– Ya lo veo -dijo Mark con sarcasmo-. A pesar de la investigación policial, del estudio post mórtem y de la resolución del juez de instrucción, ustedes decidieron que no interesaba a nadie. Es una conclusión un poco extraña, señora Weldon. ¿Puede decirnos exactamente cómo llegaron a ella?

– Oí discutir a James y Ailsa. ¡No es posible borrar una cosa así de la mente!

Mark la contempló un instante.

– ¿Es eso? -preguntó con incredulidad-. ¿Ustedes se nombraron a sí mismas jueces, jurados y verdugos sobre la base de una única discusión entre dos personas que usted no pudo ver y ni siquiera oír correctamente? ¿No contaban con ninguna otra prueba?

Ella movió los hombros con incomodidad. ¿Acaso podía repetir delante de James lo que Eleanor sabía?

– Sé lo que oí -dijo, regresando al único argumento con el que realmente contaba. Una terca certeza.

– Lo dudo muchísimo. -Mark puso el portafolios sobre sus rodillas y sacó una grabadora-. Quiero que oiga estos mensajes, señora Weldon. -Encontró un enchufe junto al butacón donde se sentaba James, conectó el equipo y se lo dio a James para que lo manejara-. Al final, me gustaría que me dijera qué es lo que cree haber oído.

No había nada en las acusaciones de maltrato sexual infantil que asustara a Prue -ella las conocía ya-, pero la incansable repetición sí la había horrorizado. Se sentía sucia escuchando constantemente los detalles de la violación infantil, como si ella formara parte del relato. Se decía a sí misma que las llamadas no habían llegado en bloque como las escuchaba pero sabía cuál sería la reacción. A James no le habían dado ninguna oportunidad.

A intervalos regulares, las chillonas peroratas de Eleanor y los monólogos distorsionados de Darth Vader eran sustituidos por períodos de silencio en los que se oía una respiración sigilosa -su respiración- en la cinta. Podía oír las pausas mientras se apartaba del teléfono por miedo a que Dick se hubiera despertado y bajara las escaleras para descubrir a qué se dedicaba ella. Podía oír su temblorosa excitación cuando el miedo a que la descubrieran y el sentimiento de poder colisionaban en su pecho para producir pequeños sonidos sibilantes al respirar.

Intentó convencerse a sí misma de que las intimidaciones autoritarias de Eleanor eran peores, pero no tuvo éxito. La palabra, fuera cual fuera, tenía el mérito de la honestidad; el jadeo, ese jadeo pesado, era la elección del cobarde y parecía lascivo. Prue debió decir algo. ¿Por qué no lo había hecho?

Porque no había creído lo que Eleanor le había dicho…

Recordó los susurros chismosos de Vera Dawson relativos al regreso intempestivo de Ailsa de un destino de dos años en África cuando Elizabeth contrajo paperas en la escuela. Por supuesto, eso no engañó a nadie. Se sabía que la chica era rebelde y hacía novillos con demasiada frecuencia, sobre todo de noche, para que un vientre inflamado no fuera un embarazo indeseado. El rumor afirmaba que James no supo nada del bebé hasta que regresó al cumplir su tiempo de destino, varios meses después de la adopción, y que su furia había sido tremenda porque Ailsa había permitido a Elizabeth ocultar otro error debajo de la alfombra.

Eleanor dijo que eso no probaba nada salvo que James era capaz de tener estallidos de ira. Un destino en el extranjero incluía días festivos como cualquier otro trabajo, y si Elizabeth había dicho que estaba en Inglaterra por la época en que el niño fue concebido, eso a ella le bastaba. Elizabeth era la mujer más lastimada que había visto en su vida, así se lo había expresado a Prue, con energía, y ese tipo de trastorno de personalidad no ocurría por accidente. Quienquiera que forzara la adopción había empujado a una chica ya de por sí vulnerable a una espiral de depresión, y si alguien tenía alguna duda al respecto debería hablar con Elizabeth. Como había hecho Eleanor.

La monstruosa procesión de mensajes siguió su curso, con uno de Prue por cada dos de Elizabeth y cinco de Darth Vader, y de pronto Prue se dio cuenta de que la habían embaucado. Todo el mundo llamaba, le había dicho Eleanor. La gente estaba enfurecida porque James había cometido un asesinato y había salido impune. Las «chicas» hacían por lo menos una llamada al día, preferentemente de noche, para despertarlo. Ésa era la única manera de que Ailsa recibiera justicia.

Prue levantó la cabeza cuando James pulsó la tecla de stop y el silencio se adueñó de la habitación. Pasó un buen rato antes de que mirara al coronel a la cara y su rostro se cubrió de avergonzado rubor. Cuánto había envejecido el anciano, pensó. Lo recordaba como un hombre apuesto, erguido, de mejillas quemadas por el viento y ojos claros. Ahora estaba encorvado y demacrado, y la ropa le iba grande.

– ¿Entonces? -preguntó Mark.

Ella se mordió un labio.

– Había sólo tres voces. La de Eleanor, la mía y la del hombre. ¿Hay más cintas?

– Varias -dijo el abogado, mirando su portafolios que estaba abierto sobre el suelo-, pero siempre son de usted, de la señora Bartlett y de nuestro amigo, que está demasiado asustado para utilizar su voz real. Hace poco usted comenzó a fallar, pero estuvo llamando regularmente, como un reloj, todas las noches durante las primeras cuatro semanas. ¿Quiere que se lo pruebe? Elija la cinta que desee y se la pondremos.

Ella negó con la cabeza pero no dijo nada.

– No parece muy interesada en el contenido de los mensajes -dijo Mark al cabo de un momento-. ¿No la horroriza ese catálogo de violación infantil e incesto? He escuchado esas cintas durante horas y me siento horrorizado. Me horroriza que el dolor de una niña pueda ser explotado de manera tan cruel. Me horroriza haber tenido que oír los detalles. ¿Era ésa la intención? ¿Humillar al que lo oía?

Nerviosa, se pasó la lengua por los labios.

– Yo… eh… Eleanor quería que James supiera que nosotras lo sabíamos.

– ¿Que sabían qué? Y, por favor, no vuelva a utilizar su nombre de pila para referirse al coronel Lockyer-Fox, señora Weldon. Si alguna vez tuvo derecho a usarlo, lo perdió en el momento que levantó el teléfono por primera vez para intimidarlo.

El rostro de la mujer ardía de vergüenza. Hizo un ademán desesperado hacia la grabadora.

– Que sabíamos… eso. No creíamos que debíamos permitir que saliera impune de eso.

– Entonces, ¿por qué no informó a la policía? Hoy en día se juzgan casos de abusos sexuales a menores ocurridos hace treinta años. El coronel se enfrentaría a una larga condena en prisión si todas esas acusaciones fueran ciertas. Además, si hubieran podido demostrar una historia de abusos contra su hija eso ampararía su idea de que golpeaba a Ailsa. -Hizo una pausa-. Quizá yo sea un estúpido, pero no entiendo la lógica de esas llamadas. Fueron hechas con tanto secreto que ni siquiera su marido sabía que las estaba llevando a cabo. ¿Qué objetivo debían alcanzar? ¿Se trataba de chantaje? ¿Estaban esperando a que les ofrecieran dinero a cambio de silencio?

Prue fue presa del pánico.

– No es culpa mía -balbuceó-. Pregúntenle a Eleanor. Le dije que no era verdad… pero ella siguió insistiendo en que debíamos hacer una campaña por la justicia. Dijo que todas las chicas del club de golf estaban telefoneando… Pensé que habría docenas de llamadas… de otra manera no lo hubiera hecho.

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