Minette Walters - Las fuerzas del mal

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En el bello paisaje de la campiña inglesa, una adinerada familia debe enfrentarse a un destino que parece condenarla a la extinción. El viejo ha perdido a su mujer, mientras sus hijos Leo, un ludópata redomado, y Elizabeth, una promiscua alcohólica condenada al fracaso, apenas son una mácula dentro de la genealogía familiar. Deprimido y con el único apoyo de su fiel abogado Mark Ankerton, Lockyer-Fox también debe hacer frente a las habladurías de sus convecinos, que le acusan del supuesto asesinato de su esposa. Se avecinan tiempos difíciles para el coronel quien, además, ha decidido destapar un viejo secreto y encomendar a Mark la tarea de encontrar a una nieta entregada en adopción apenas nacer. Una lejana vergüenza que la familia Lockyer-Fox ocultó a cal y canto, para proteger la ya maltrecha reputación de Elizabeth.
En tanto, en las tierras que lindan con la propiedad del coronel se instala un grupo de nómadas con el objetivo de asentarse por un tiempo indefinido. A la cabeza del movimiento se encuentra un siniestro personaje a quien todos conocen como Fox Evil, un individuo capaz de hundir aún más si cabe los ánimos del coronel. Sólo la providencial visita de su nieta, convertida por los avatares de la vida en una joven capitana del ejército inglés, le ayudará a encarar el avispero emocional en el que vive su agotado corazón.

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– Vengo de allí. Los dos chicos que la vigilan están más que aburridos.

Ivo le hizo un gesto al que manipulaba la sierra de cadena, pasándose una mano por la garganta, y esperó a que el ruido cesara.

– ¿Dónde está Fox? -exigió.

– A mí que me registren. La última vez que lo vi iba hacia la mansión.

Ivo miró inquisitivamente al resto del grupo pero todos se limitaron a negar con la cabeza.

– Dios mío -dijo con disgusto-, ese cabrón tiene bemoles. Haz esto, haz aquello. Y él, ¿qué coño está haciendo? Las reglas, como yo las recuerdo, son que si nos mantenemos unidos tenemos una oportunidad, pero hasta ahora lo único que ha hecho es hacerse el chulo delante de un granjero cabreado y una triste zorra con anorak. ¿Soy el único que tiene reservas al respecto?

Hubo murmullos de descontento.

– El granjero reconoció su voz -dijo Zadie, que estaba casada con el hombre que manejaba la sierra. Se quitó la bufanda y el pasamontañas y encendió un cigarrillo que ella misma había liado-. Por eso nos obliga a vestirnos con esta mierda. No quiere que descubran que él es el único que intenta esconderse.

– ¿Eso fue lo que dijo?

– No… Pero es lo que pienso. Todo esto apesta. Gray y yo hemos venido hasta aquí con la intención de que nuestros hijos tengan una casa… pero ahora creo que se trata de una trampa. Nosotros estamos aquí para desviar la atención. Mientras todo el mundo nos mira, Fox anda por ahí solucionando sus asuntos.

– Tiene mucho interés en esa casa -dijo su marido que, tras dejar la sierra sobre el terreno, señaló la mansión con la cabeza-. Cada vez que desaparece, va en esa dirección.

Ivo miró entre los árboles con aire pensativo.

– De todos modos, ¿quién es él? ¿Alguien lo conoce? ¿Lo habíais visto en alguna parte?

Todos negaron con la cabeza.

– Es un tipo que se hace notar -dijo Zadie-, pero la primera vez que lo vimos fue en Barton Edge. ¿Dónde ha estado antes… y dónde ha permanecido escondido los últimos meses?

Bella se encogió de hombros.

– Entonces estaba con la madre y el hermano de Wolfie, pero ahora no hay rastro de ellos. ¿Alguien sabe qué les ocurrió? El pobre niño está histérico… dice que hace semanas que no los ve.

La pregunta fue recibida con un silencio general.

– Hace que uno sospeche cosas -dijo Zadie.

Ivo tomó una decisión repentina.

– Bien, vayamos a los autocares. No voy a seguir rompiéndome las pelotas en esta mierda hasta que me dé unas cuantas respuestas. Si él cree… -calló y miró a Bella, que le había puesto la mano sobre el brazo a guisa de aviso.

Una ramita se quebró.

– ¿Si cree qué? -preguntó Fox, saliendo de detrás de un árbol-. ¿Que vais a cumplir órdenes? -Sonrió con expresión maligna-. Claro que sí. No tienes agallas para meterte conmigo, Ivo. -Recorrió el grupo con una mirada asesina-. Ninguno de vosotros las tiene.

Ivo bajó la cabeza como un toro dispuesto a embestir.

– ¿Quieres averiguarlo, cabrón?

Bella vio el brillo de una hoja de acero en la mano derecha de Fox. ¡Oh, por Dios!

– Vamos a comer antes de que alguien cometa una estupidez -dijo, agarrando a Ivo por el brazo y obligándolo a volverse hacia el campamento-. Yo vine aquí para dar un futuro a mis hijas… no para ver cómo dos neandertales arrastran sus nudillos por el suelo.

Quince

Comieron en la cocina, con James sentado en el sitio de honor, presidiendo la mesa. Los dos hombres prepararon la comida -la elegante canasta que Mark había traído desde Londres-, y Nancy se encargó de poner los platos. Por alguna razón, James insistió en utilizar los «buenos» y ella fue a buscarlos al comedor. Pensó que era una excusa para que los hombres tuvieran la oportunidad de hablar o una forma sutil de mostrarle las fotografías de Ailsa, Elizabeth y Leo. Quizás ambas cosas.

Por la manera en que habían transformado el comedor en una habitación de desahogo para sillas y cajoneras en desuso era obvio que no se utilizaba desde hacía mucho tiempo. Estaba frío y el polvo lo cubría todo. Se percibía el olor a podredumbre que Mark había mencionado antes, aunque Nancy pensaba que olía así más por la falta de uso y la humedad que debido a la podredumbre. Por encima de los rodapiés, la pintura tenía desconchones y la escayola estaba blanda al tacto. Era obvio que aquél había sido el dominio de Ailsa, pensó, y se preguntó si James evitaba entrar allí, del mismo modo que evitaba el jardín.

Una oscura mesa de caoba se extendía a lo largo de una pared, cubierta de papeles y con un montón de cajas de cartón sobre un extremo. Varias cajas tenían las siglas RSPCA escritas con letras grandes en un costado, y otras, «Barnardo» o «Soc. Inf.». Las letras eran gruesas y negras, y Nancy dedujo que se trataba del sistema de clasificación que Ailsa utilizaba para sus organizaciones caritativas. Las manchas de moho de las cajas sugerían que los intereses de Ailsa habían muerto con ella. Había algunas sin letreros y se encontraban a un lado, junto a archivadores dispersos por la mesa. Facturas domésticas. Facturas del jardín. Seguros de coches. Declaraciones bancarias. Cuentas de ahorro. Cosas de la vida cotidiana.

No había cuadros, sólo fotos, aunque las pálidas manchas rectangulares alrededor de algunos marcos indicaban que alguna vez hubo cuadros allí. Las fotografías se extendían por todas partes. En las paredes, en cualquier superficie disponible, en un montón de álbumes sobre la estantería donde se guardaba la vajilla. Nancy no hubiera podido eludirlas aunque hubiera querido. Eran sobre todo históricas. Un registro pictórico de generaciones pasadas, de las empresas langosteras de Shenstead, vistas de la mansión y el valle, fotos de caballos y perros. Un retrato de estudio de la madre de James colgaba sobre la repisa de la chimenea y en la alcoba de la derecha había una fotografía de boda de un James más joven, inconfundible, y su novia.

Nancy se sentía como una fisgona en busca de secretos mientras miraba a Ailsa. Tenía un rostro hermoso, lleno de carácter, tan diferente de la madre de James, con el mentón cuadrado y el cabello negro, como el polo norte del polo sur. Rubia y delicada, con ojos de duende de un azul brillante, como los de un pícaro gato siamés. Nancy estaba sorprendida. Nunca se hubiera imaginado que Ailsa fuera así. En su mente había sustituido a su abuela biológica por su difunta abuela adoptiva, una mujer ruda, llena de arrugas, esposa de un granjero, con las manos torcidas y una personalidad mordaz, una mujer temible de lengua rápida y poca paciencia.

Sus ojos se sintieron atraídos por otras dos fotografías que se encontraban en un marco doble de cuero sobre el escritorio, bajo la foto de la boda. En la de la izquierda reconoció a James y Ailsa con un par de niños; la de la derecha era una fotografía de estudio de un chico y una chica. Vestían de blanco sobre un fondo negro, en una pose estudiada para cuerpos de perfil, con los rostros vueltos hacia la cámara. «Créame… -había dicho Mark-, nadie la confundiría con Elizabeth ni en un millón de años.» Tenía razón. En Nancy no había nada que recordara a aquella Barbie hecha a mano, de boca petulante y ojos hastiados. Era un clon de su madre, pero carecía de la chispa de Ailsa.

Nancy se dijo que no era justo juzgar a una persona por una fotografía, sobre todo una tan impostada, a no ser por el hecho de que Leo tenía la misma expresión de hastío que su hermana. Dio por sentado que aquella decoración la habían escogido ellos, ya que para qué querrían James y Ailsa un recuerdo tan estrafalario de sus hijos. Leo le intrigaba. Con veintiocho años, sus intentos por parecer seductor le resultaban cómicos, pero ella era lo bastante honesta para admitir que, con quince años, seguramente lo habría hallado atractivo. Tenía el cabello oscuro de su abuela y una versión más pálida de los ojos azules de su madre. Eso daba como resultado una combinación interesante, aunque a Nancy le inquietaba reconocer que veía más de sí misma en él que en su hermana.

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