Minette Walters - Las fuerzas del mal

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En el bello paisaje de la campiña inglesa, una adinerada familia debe enfrentarse a un destino que parece condenarla a la extinción. El viejo ha perdido a su mujer, mientras sus hijos Leo, un ludópata redomado, y Elizabeth, una promiscua alcohólica condenada al fracaso, apenas son una mácula dentro de la genealogía familiar. Deprimido y con el único apoyo de su fiel abogado Mark Ankerton, Lockyer-Fox también debe hacer frente a las habladurías de sus convecinos, que le acusan del supuesto asesinato de su esposa. Se avecinan tiempos difíciles para el coronel quien, además, ha decidido destapar un viejo secreto y encomendar a Mark la tarea de encontrar a una nieta entregada en adopción apenas nacer. Una lejana vergüenza que la familia Lockyer-Fox ocultó a cal y canto, para proteger la ya maltrecha reputación de Elizabeth.
En tanto, en las tierras que lindan con la propiedad del coronel se instala un grupo de nómadas con el objetivo de asentarse por un tiempo indefinido. A la cabeza del movimiento se encuentra un siniestro personaje a quien todos conocen como Fox Evil, un individuo capaz de hundir aún más si cabe los ánimos del coronel. Sólo la providencial visita de su nieta, convertida por los avatares de la vida en una joven capitana del ejército inglés, le ayudará a encarar el avispero emocional en el que vive su agotado corazón.

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– No, ése es John. Por desgracia, murió en la guerra; de lo contrario, habría heredado la propiedad. Era el mayor. Me llevaba dos años. -Tocó delicadamente el brazo de Nancy y la condujo hacia el sofá-. Por supuesto, mi madre quedó deshecha, se querían mucho, pero ella no era el tipo de mujer que se amilanara ante la desgracia. Influyó en mí de una forma magnífica… me enseñó que tener una esposa de pensamiento independiente era un tesoro que valía la pena conservar.

Nancy se sentó en el borde del sofá, se giró hacia el sillón de James y separó las piernas como un hombre, con los codos en las rodillas.

– ¿Ésa es la razón por la que se casó con Ailsa? -preguntó, mirando a Mark más allá de James, sorprendida al ver la satisfacción en el rostro del abogado como si se tratara de un maestro de escuela, orgulloso de un buen alumno. ¿O serían los elogios para James? Quizá para un abuelo fuera más difícil conocer al niño que había ayudado a dar en adopción que para una nieta ofrecer la posibilidad de una segunda oportunidad.

James se dejó caer en su asiento, inclinándose hacia Nancy como si se tratara de un viejo amigo. Había una profunda intimidad en la manera en que se habían acomodado, aunque ninguno de los dos parecía haberse dado cuenta de ello. Para Mark estaba claro que Nancy no tenía idea del impacto que estaba causando. No podía saber que James casi nunca reía, que apenas una hora antes no hubiera sido capaz de levantar una foto sin que sus manos temblaran tanto que él mismo se hubiera dado cuenta, o que la chispa que ahora refulgía en aquellos ojos apagados era para ella.

– Gracias a Dios, sí -dijo James-. Ailsa era más rebelde que mi madre. La primera vez que la vi, ella y sus amigos estaban tratando de impedir la cacería de su padre en Escocia agitando pancartas. Estaba en contra de matar animales por deporte, pensaba que era cruel. Eso también funcionó. La cacería fue abandonada cuando los pájaros, asustados, desaparecieron. Imagínese -dijo, reflexionando-, los jóvenes estaban más impresionados por la manera en que las faldas de las chicas se levantaban cuando alzaban sus pancartas por encima de la cabeza que por el argumento de la crueldad hacia los animales. En los años cincuenta no era una causa que estuviera de moda. El salvajismo de la guerra parecía mucho peor.

De repente, se sumió en sus pensamientos.

Mark, temiendo que se echara a llorar, se adelantó para llamar la atención hacia su persona.

– ¿Qué tal una copa, James? ¿Hago los honores?

El anciano asintió.

– Es una magnífica idea. ¿Qué hora es?

– La una pasadas.

– ¡Dios mío! ¿Está seguro? ¿Qué podemos preparar para comer? Esta pobre niña debe de estar muerta de hambre.

Nancy negó de inmediato con la cabeza.

– Por favor, no…

– ¿Qué tal faisán frío, paté de foie y pan francés? -la interrumpió Mark-. Todo está en la cocina, no tardaré ni un minuto. -Sonrió, alentador-. La bebida se limita a lo que hay en el sótano, temo que tendrá que ser vino tinto o blanco. ¿Cuál prefieren?

– ¿Blanco? -sugirió ella-. Y no mucho. Tengo que conducir.

– ¿James?

– Lo mismo. Hay un Chablis decente en el rincón más lejano. El favorito de Ailsa. Abre un par de botellas.

– Enseguida, primero traigo el vino y después prepararé la comida.

Captó la mirada de Nancy y levantó el pulgar derecho a nivel de la cadera, fuera de la vista de James, como diciendo «bien hecho». Ella le devolvió un guiño, que él interpretó correctamente como «gracias». Si Mark hubiera sido un perro hubiera meneado la cola. Necesitaba sentir que era algo más que un observador.

James esperó hasta que la puerta se cerró a espaldas de su abogado.

– Ha sido un excelente apoyo -dijo-. Me preocupaba apartarlo de su familia en Navidad, pero él estaba decidido a venir.

– ¿Está casado?

– No. Creo que tenía una novia, pero no funcionó no sé por qué razón. Proviene de una gran familia angloirlandesa, siete hermanas y un hermano. Todos se reúnen en Navidad, al parecer es una antigua tradición familiar, por lo que venir aquí fue algo muy generoso de su parte. -Permaneció en silencio un momento-. Creo que pensó que yo haría alguna tontería si me quedaba solo.

Nancy lo miró con curiosidad.

– ¿La haría?

Lo directo de la pregunta le recordó a Ailsa, que siempre había considerado que andar de puntillas respecto a la sensibilidad de otras personas era una irritante pérdida de tiempo.

– No lo sé -dijo él con sinceridad-. Nunca he creído ser alguien que se rinde, pero tampoco había entrado nunca en batalla sin mis amigos apoyándome… ¿Y quién de nosotros sabe lo valiente que es hasta que se queda solo?

– En primer lugar, defina el valor -comentó ella-. Mi sargento le diría que es simplemente una reacción química que bombea adrenalina al corazón cuando el miedo lo paraliza. El pobre soldado, aterrorizado hasta más no poder, experimenta una violenta sacudida y se comporta como un autómata bajo la influencia de una sobredosis hormonal.

– ¿Les dice eso a los hombres?

Ella asintió.

– Les encanta. Practican descargas de adrenalina autoinducidas para mantener las glándulas en perfecto funcionamiento.

James la miró, dubitativo.

– ¿Funciona?

– Sospecho que es una cuestión más mental que física -dijo ella riendo-, pero comoquiera que uno lo mire, es psicología positiva. Si el valor es una sustancia química, entonces todos tenemos acceso a él y es más fácil enfrentarse al miedo si es una parte reconocible del proceso. En términos más sencillos, hemos de tener miedo antes de tener valor, de otra manera no habrá flujo de adrenalina… y si podemos ser valientes sin haber experimentado primero el miedo -divertida, enarcó una ceja-, entonces estamos muertos del cuello para arriba. Lo que imaginamos es peor que lo que ocurre. De ahí la creencia de mi sargento de que un civil indefenso que espera día tras día a que caigan las bombas, es más valiente que el miembro de una unidad armada.

– Parece ser todo un personaje.

– A los hombres les gusta -dijo ella con cierta sequedad.

– ¡Ah!

– Umm…

James volvió a reír entre dientes.

– ¿Cómo es en realidad?

La expresión de Nancy se torció.

– Un matón aferrado a sus opiniones que no cree que en el ejército haya lugar para las mujeres… al menos entre los Ingenieros… y menos con un título de Oxford… y tampoco como oficial al mando.

– ¡Oh, querida!

Ella se encogió levemente de hombros.

– No importaría si fuera gracioso… pero no lo es.

Parecía una mujer tan segura de sí misma que el coronel se preguntó si se trataba de un acto de bondad, si ella estaba contando una debilidad para obtener un consejo a fin de que él hiciera lo mismo.

– Por supuesto, nunca tuve que enfrentarme a ese problema en particular -le dijo a Nancy-, pero recuerdo a un sargento especialmente rudo que se acostumbró a pincharme delante de los hombres. Todo era muy sutil, a veces era el tono de voz… pero nunca nada que pudiera echarle en cara sin parecer un idiota. Uno no puede quitarle los galones a un hombre porque repita las órdenes que impartes de manera condescendiente.

– ¿Y qué hizo?

– Me tragué mi orgullo y pedí ayuda. Fue transferido a otra compañía en menos de un mes. Al parecer, yo no era el único que tenía problemas con él.

– Pues mis subalternos creen que el sol sale por su trasero. Le dejarían librarse de un asesinato porque los hombres le obedecen. Considero que debo ser capaz de manejarlo. Me han entrenado para eso y no estoy convencida de que mi oficial superior simpatice más que mi sargento con las mujeres en el ejército. Estoy casi segura de que me dirá que si no puedo aguantar el calor debo abandonar la cocina -Nancy hizo una corrección irónica-, o más bien volver a ella, pues ése es el lugar de las mujeres.

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