Minette Walters - Las fuerzas del mal

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En el bello paisaje de la campiña inglesa, una adinerada familia debe enfrentarse a un destino que parece condenarla a la extinción. El viejo ha perdido a su mujer, mientras sus hijos Leo, un ludópata redomado, y Elizabeth, una promiscua alcohólica condenada al fracaso, apenas son una mácula dentro de la genealogía familiar. Deprimido y con el único apoyo de su fiel abogado Mark Ankerton, Lockyer-Fox también debe hacer frente a las habladurías de sus convecinos, que le acusan del supuesto asesinato de su esposa. Se avecinan tiempos difíciles para el coronel quien, además, ha decidido destapar un viejo secreto y encomendar a Mark la tarea de encontrar a una nieta entregada en adopción apenas nacer. Una lejana vergüenza que la familia Lockyer-Fox ocultó a cal y canto, para proteger la ya maltrecha reputación de Elizabeth.
En tanto, en las tierras que lindan con la propiedad del coronel se instala un grupo de nómadas con el objetivo de asentarse por un tiempo indefinido. A la cabeza del movimiento se encuentra un siniestro personaje a quien todos conocen como Fox Evil, un individuo capaz de hundir aún más si cabe los ánimos del coronel. Sólo la providencial visita de su nieta, convertida por los avatares de la vida en una joven capitana del ejército inglés, le ayudará a encarar el avispero emocional en el que vive su agotado corazón.

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La mente de Eleanor carecía de agilidad. Lo que le preocupaba en ese momento eran los nómadas en el Soto y ése era el tema del que quería hablar.

– No lo hice -protestó-. ¿Cómo hubiera podido hacerlo? No los había visto en mi vida. Dijeron que la tierra era terra nullius… creo que ésa fue la expresión… algo que tiene que ver con la teoría de Locke… y la van a reclamar mediante posesión hostil. ¿Es eso legal?

– ¿Me está pidiendo mi opinión profesional?

– ¡Oh, por Dios! -replicó ella con impaciencia; la ansiedad hacía que el color regresara intermitente a sus mejillas-. Claro que sí. A quien van a molestar es a James. Están hablando de edificar en el Soto. -Movió una mano hacia la carretera-. Vaya a verlo por sí mismo si no me cree.

– Mi tarifa es de trescientas libras la hora, señora Bartlett. Estoy dispuesto a negociar una tarifa plana por asesoramiento sobre la legislación relativa a la posesión hostil pero, en vista de la complejidad del asunto, con toda seguridad tendría que consultar a un asesor. Su tarifa se sumaría a la cantidad acordada y eso podría poner la cifra final por encima de cinco mil libras. ¿Todavía quiere contratarme?

Eleanor, cuyo sentido del humor excluía la ironía, interpretó aquella respuesta como un intento deliberado de obstrucción. ¿De qué lado estaba aquel hombre?, se preguntó mientras seguía con la vista la figura vestida de negro de Nancy. ¿Sería una de ellos? ¿Estaría James conspirando con aquella gente?

– ¿Es usted responsable de esto? -preguntó enojada-. ¿Así es como han averiguado tanto sobre el pueblo? Fue usted quien les dijo que la tierra no tenía propietario. Dijeron que usted estaba aquí y que sabía algo sobre esa absurda tontería de terra nullius.

Mark sintió la misma repulsión que Wolfie. Ailsa siempre decía que Eleanor era más vieja de lo que aparentaba, y vista de cerca Mark pudo darse cuenta de que tenía razón. Las raíces del cabello necesitaban un tinte, y en torno a la boca había arrugas a causa de los gestos de rabia cuando no se salía con la suya. Mark pensó, sorprendido, que ni siquiera era guapa, a pesar de que se hubiera estirado la piel y tuviera un talle de avispa. Puso las manos en el portón y se inclinó hacia delante mientras el disgusto le obligaba a entrecerrar los ojos.

– ¿Le importaría explicar la lógica retorcida que ha generado esas preguntas? -dijo con una voz tan llena de desprecio que chirriaba-, ¿o es que las falsas acusaciones son los síntomas de alguna enfermedad? Ese comportamiento no es normal, señora Bartlett. La gente normal no se inmiscuye en conversaciones privadas ni se niega a marcharse cuando se lo piden… y tampoco hacen acusaciones estúpidas sin prueba alguna.

Eleanor tembló levemente.

– Entonces, ¿por qué trata todo esto como si fuera una broma?

– ¿Qué es lo que trato como una broma? ¿La afirmación de una mujer perturbada de que hay gente cubierta con bufandas hablando de mí? ¿Eso le parece sensato? -Sonrió al ver la expresión de la mujer-. Estoy intentando ser amable, señora Bartlett. Creo que usted padece una enfermedad mental… y ese diagnóstico se basa en las grabaciones de sus llamadas a James, que he escuchado. Podría interesarle saber que su amiga, Prue Weldon, ha sido más inteligente. Ella nunca dice una sola palabra, sólo deja el registro de su número telefónico. Eso no impedirá que se la acuse de efectuar llamadas amenazantes, pero las de usted… -hizo un aro con el pulgar y el índice- van a ser una fiesta para nosotros. Le aconsejo que vea a un médico antes de consultar con un abogado. Si sus problemas son tan serios como pienso, podrá alegar atenuantes cuando presentemos las cintas en el tribunal.

– Eso es ridículo -siseó la mujer-. Dígame una sola cosa que yo haya dicho que no sea verdad.

– Todo lo que dice es mentira -replicó él de inmediato-, y me gustaría saber de dónde lo ha sacado. Leo no hablaría con usted. Es más esnob de lo que James y Ailsa han sido nunca, y una trepa como usted no le haría la menor gracia… -recorrió el conjunto de tonos pastel que llevaba Eleanor con una mirada devastadora-, sobre todo una vieja vestida de jovencita. Y si cree cualquier cosa que diga Elizabeth, es que es una idiota. Ella le dirá todo lo que quiera oír… mientras sigan sirviéndole ginebra.

Eleanor sonrió con maldad.

– Si todo eso es mentira, ¿por qué James no ha informado a la policía de las llamadas?

– ¿Las llamadas de quién? -le espetó Mark, agresivo.

Eleanor vaciló.

– Las mías y las de Prue.

Mark hizo un intento encomiable por parecer divertido.

– Porque es un caballero… y está avergonzado en nombre de sus maridos. Debería oírse a sí misma de vez en cuando. -Hundió el cuchillo en donde pensó que haría más daño-. La más delicada interpretación de sus diatribas contra los hombres y dónde meten sus penes indica que es usted una lesbiana vergonzante que nunca ha tenido valor para salir del armario. Una interpretación más realista diría que es usted una matona frustrada, obsesionada por acostarse con extraños. Sea lo que sea, no habla muy bien de la relación que mantiene con su esposo. ¿Ya ha dejado de interesarse por usted, señora Bartlett?

Era una pregunta sin fundamento, destinada a golpear su presunción, pero le sorprendió la vigorosa reacción de la mujer. Lo miró con ojos enloquecidos y salió corriendo carretera abajo en dirección a su casa. Vaya, vaya, pensó con satisfacción. Eso sí era dar en el blanco.

Encontró a Nancy recostada en un roble a la derecha de la terraza, con el rostro vuelto hacia el sol y los ojos cerrados. Detrás de ella, el largo paisaje del césped salpicado de árboles y arbustos descendía hacia las tierras de labranza y el mar distante. No era el condado ni la estación, pero podría haber sido un cuadro de Constable: Paisaje campestre con chico de negro. Ella hubiera podido ser un chico, pensó Mark, mirándola detalladamente mientras se aproximaba. ¡Era muy masculina! Musculosa, de mentón firme, sin maquillaje, demasiado alta. Se dijo con firmeza que no era su tipo. Le gustaban delicadas, de ojos azules y rubias.

¿Como Elizabeth…?

¿Como Eleanor Bartlett…? ¡Mierda!

Incluso relajada y con los ojos cerrados, la impronta de los genes de James era evidente. No había nada de la belleza pálida de Ailsa, de huesos finos, que había heredado Elizabeth, sólo la imagen morena y esculpida que había heredado Leo. No debería ocurrir de esa manera. No era natural. Tanta fuerza en un rostro de mujer debería de haberlo disuadido. Por el contrario, Mark se sentía fascinado.

– ¿Qué tal? -murmuró ella aún con los ojos cerrados-. ¿Le echó la bronca?

– ¿Cómo supo que era yo?

– ¿Y quién más podría ser?

– Su abuelo.

Ella abrió los ojos.

– Sus botas no le resultan cómodas -le dijo-. Cada diez pasos desliza las suelas por la hierba para tener mejor agarre con los dedos de los pies.

– ¡Dios mío! ¿Eso forma parte de su entrenamiento?

Nancy hizo una mueca burlona.

– No debería ser tan crédulo, señor Ankerton. La razón por la que supe que no se trataba de James es porque él está en el salón… suponiendo que me haya orientado bien. Me inspeccionó con sus binoculares y después abrió las puertas de la terraza. Creo que quiere que entremos.

– Soy Mark -dijo él, tendiéndole la mano-, y tiene razón, las botas no me quedan bien. Las encontré en la trascocina porque no tengo botas de este tipo. En Londres no hay mucha demanda de botas de goma.

– Nancy -dijo ella con solemnidad, dándole un apretón de manos-. Me di cuenta. Desde que salimos de la casa camina como si llevara aletas de natación.

Él le sostuvo la mirada por un instante.

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