Minette Walters - Las fuerzas del mal

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En el bello paisaje de la campiña inglesa, una adinerada familia debe enfrentarse a un destino que parece condenarla a la extinción. El viejo ha perdido a su mujer, mientras sus hijos Leo, un ludópata redomado, y Elizabeth, una promiscua alcohólica condenada al fracaso, apenas son una mácula dentro de la genealogía familiar. Deprimido y con el único apoyo de su fiel abogado Mark Ankerton, Lockyer-Fox también debe hacer frente a las habladurías de sus convecinos, que le acusan del supuesto asesinato de su esposa. Se avecinan tiempos difíciles para el coronel quien, además, ha decidido destapar un viejo secreto y encomendar a Mark la tarea de encontrar a una nieta entregada en adopción apenas nacer. Una lejana vergüenza que la familia Lockyer-Fox ocultó a cal y canto, para proteger la ya maltrecha reputación de Elizabeth.
En tanto, en las tierras que lindan con la propiedad del coronel se instala un grupo de nómadas con el objetivo de asentarse por un tiempo indefinido. A la cabeza del movimiento se encuentra un siniestro personaje a quien todos conocen como Fox Evil, un individuo capaz de hundir aún más si cabe los ánimos del coronel. Sólo la providencial visita de su nieta, convertida por los avatares de la vida en una joven capitana del ejército inglés, le ayudará a encarar el avispero emocional en el que vive su agotado corazón.

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– ¿Cuántos nómadas hay? -preguntó Eleanor-. Espero que no sea una repetición de Barton Edge. En aquel caso, el Echo habló de cuatrocientas personas.

– No lo sé, Dick se marchó enseguida sin dar ningún detalle, pero no pueden ser muchos, o sus vehículos estarían atravesados en la calle. En Barton Edge, los atascos eran de casi diez kilómetros.

– ¿Llamó a la policía?

Prue suspiró con irritación.

– Probablemente no. Ya sabes cómo huye de cualquier confrontación.

– Está bien, déjame eso a mí -dijo Eleanor, que estaba acostumbrada a tomar las riendas-. Echaré un vistazo y después llamaré a la policía. No tiene sentido gastar dinero en abogados si no es estrictamente necesario.

– Llámame cuando sepas lo que pasa. Estaré aquí todo el día. Jack y Belinda tienen que venir esta noche… pero no antes de las seis.

– Te llamaré -dijo Eleanor, añadiendo un jovial «hasta la vista» antes de salir al portal trasero para buscar su chaqueta de rayas de colores y sus botas de diseño.

Tenía algunos años más que su amiga, a quien le quedaba poco para cumplir sesenta, pero siempre mentía con respecto a su edad. Las caderas de Prue se estaban ensanchando de manera escandalosa, pero Eleanor se esforzaba para mantener las suyas en vereda. Las terapias hormonales mantenían su piel en buen estado desde hacía ocho años, pero estaba obsesionada con la idea de mantener el peso controlado. No quería tener sesenta años y estaba más segura aún de que no quería aparentar que tenía sesenta años.

Pasó sigilosamente junto a su BMW, estacionado en el camino de acceso, y pensó cuánto habían mejorado las cosas desde la muerte de Ailsa. Ahora no había la menor duda sobre quién era la dama más importante del pueblo. Su situación económica había mejorado a pasos agigantados. En presencia de Prue hacía comentarios jactanciosos sobre mercados de ganado y la sabiduría de invertir en el extranjero, agradeciendo que su amiga fuera tan estúpida como para no entender de qué estaba hablando. No quería responder preguntas difíciles.

De camino hacia el Soto, se vio obligada a pasar junto a la mansión Shenstead y ralentizó el paso para lanzar su habitual mirada inquisitiva hacia la entrada. Le sorprendió ver un todo-terreno Discovery verde oscuro aparcado frente a la ventana del comedor y se preguntó de quién sería. Con toda certeza no era del abogado, que había llegado la víspera de Navidad en un Lexus plateado, ni el de Leo, quien la había llevado por Londres un par de meses antes en un Mercedes negro. ¿Sería de Elizabeth? Seguramente no. La hija del coronel era incapaz de hilvanar una frase, y mucho menos de conducir.

Mark levantó la mano para indicar a Nancy que se detuviera cuando dieron la vuelta a la esquina de la casa por el lado del garaje.

– Ahí está esa maldita mujer, Bartlett -dijo con enfado, al tiempo que señalaba hacia el portón de entrada-. Está tratando de adivinar a quién pertenece su vehículo.

Nancy evaluó la figura distante que llevaba una chaqueta rosa y pantalones de esquiar en tonos pastel.

– ¿Qué edad tiene?

– Ni idea. Su marido admite tener sesenta, pero ella es su segunda mujer, era su secretaria, así que probablemente será mucho más joven.

– ¿Cuánto tiempo llevan viviendo aquí?

– No estoy seguro… Tres, cuatro años.

– ¿Qué pensaba Ailsa de ella?

– La llamaba Fitolaca, es basta como el estiércol, mete la nariz donde no la llaman, apesta como ella sola y vive en una tembladera. -Mark vio cómo Eleanor se perdía de vista y después se volvió hacia Nancy esbozando una sonrisa burlona-. Es una planta venenosa de América. Causa dolores de cabeza y náuseas si uno es tan ignorante como para comerla. Seguro que su madre la conoce, si está interesada en la flora mundial. Ailsa la conocía. Produce unas bayas hermosas y tiene brotes comestibles, pero la raíz y el tallo son venenosos.

Nancy sonrió.

– ¿Y cómo llamaba a Prue Weldon?

– Belladona, un arbusto venenoso que afecta a las ovejas.

– ¿Y a usted?

El abogado avanzó hacia el camino de acceso.

– ¿Qué la hace pensar que me llamaba de alguna forma?

– El instinto -murmuró ella mientras lo seguía.

– Mandragora -dijo él con sequedad.

En ese momento fue Nancy quien se rió.

– ¿Eso suponía un cumplido o un insulto?

– Nunca estuve muy seguro. Una vez busqué su significado. Se dice que la raíz parece una persona y da un chillido terrible cuando la arrancan de la tierra. Los griegos la utilizaban como emético y como anestésico. En grandes dosis es venenosa, en pequeñas soporífera. Prefiero pensar que me llamaba así por mi nombre: M. Ankerton, vio «Man» y añadió «drágora».

– Lo dudo. Fitolaca y belladona son palabras muy evocadoras, así que lo más seguro es que mandragora también debiera serlo. Man. Drágora. -Los ojos de Nancy brillaron de nuevo mientras separaba deliberadamente las palabras-. Hombre dragón. Estoy segura de que lo decía como un cumplido.

– ¿Y qué hay de su aspecto venenoso?

– No está considerando sus otros atributos. Dice la fábula que atesora propiedades mágicas, en especial contra la posesión demoníaca. En la Edad Media la gente ponía las raíces sobre las repisas de las chimeneas para traer a sus casas alegría y prosperidad y protegerlas contra el mal. También la usaban como ingrediente para elaborar pociones amorosas y remedios contra la infertilidad.

Mark parecía divertido.

– Usted también tiene los genes de Ailsa -dijo-. Eso es, casi palabra por palabra, lo que ella dijo cuando le eché en cara que me había metido en el mismo saco con Fitolaca y Belladona.

– Umm… -murmuró ella sin apenas entusiasmo mientras se recostaba en su coche, indiferente aún ante su legado genético-. ¿Cómo llamaba a James?

– Cariño.

– No me refiero a cuando estaba delante. ¿Qué apodo tenía para él?

– Ninguno. Siempre se refería a él como James o como «mi marido».

Nancy cruzó los brazos y lo miró con expresión meditabunda.

– Cuando ella lo llamaba «cariño», ¿parecía que quisiera decir eso?

– ¿Por qué me lo pregunta?

– La mayoría de la gente no quiere decir eso. Es una forma cariñosa de hablar que tiene muy poco significado… como: «Te amo con todo mi corazón». Si alguien me dijera eso, me metería los dedos en la garganta para vomitar.

Él recordó con cuánta frecuencia había llamado «cariño» a las mujeres sin pensar en ello.

– ¿Cómo le gusta que la llamen?

– Nancy. Pero acepto sin problemas que me llamen Smith o capitana.

– ¿Incluso sus amantes?

– Sobre todo mis amantes. Espero de un hombre que sepa quién soy cuando me mete su polla. «Cariño» podría ser cualquiera.

– ¡Por Dios! -exclamó con sentimiento-. ¿Acaso todas las mujeres piensan como usted?

– Obviamente no. De ser así, no utilizarían palabras cariñosas con sus hombres.

Mark sintió un deseo irracional de defender a Ailsa.

– Cuando Ailsa lo decía parecía querer decir eso -explicó-. Jamás usó la palabra con ninguna otra persona, ni siquiera con sus hijos.

– Entonces, dudo que James haya levantado nunca un dedo contra ella -dijo Nancy con total naturalidad-. Utilizaba nombres para definir a las personas y no reforzaba su violencia con palabras huecas. ¿Cómo llamaba a Leo?

Mark pareció interesarse, era como si el ojo objetivo de ella hubiera visto algo que él había soslayado.

– Árnica -dijo-. Es una variedad de acónito, muy venenosa.

– ¿Y a Elizabeth?

– Acónito -respondió, con una sonrisa torcida-. Más pequeña… pero no menos letal.

Eleanor sólo sintió irritación al acercarse a la barrera y ver una hoguera que crepitaba lentamente en el centro del campamento desierto. Dejar una hoguera desatendida era el colmo de la irresponsabilidad, aunque el suelo estuviera cubierto de hielo. Sin hacer caso del aviso de «No pasar», agarró la cuerda para levantarla, pero se sobresaltó cuando dos figuras cubiertas con capuchones salieron de detrás de los árboles a ambos lados del camino.

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