Minette Walters - Las fuerzas del mal

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En el bello paisaje de la campiña inglesa, una adinerada familia debe enfrentarse a un destino que parece condenarla a la extinción. El viejo ha perdido a su mujer, mientras sus hijos Leo, un ludópata redomado, y Elizabeth, una promiscua alcohólica condenada al fracaso, apenas son una mácula dentro de la genealogía familiar. Deprimido y con el único apoyo de su fiel abogado Mark Ankerton, Lockyer-Fox también debe hacer frente a las habladurías de sus convecinos, que le acusan del supuesto asesinato de su esposa. Se avecinan tiempos difíciles para el coronel quien, además, ha decidido destapar un viejo secreto y encomendar a Mark la tarea de encontrar a una nieta entregada en adopción apenas nacer. Una lejana vergüenza que la familia Lockyer-Fox ocultó a cal y canto, para proteger la ya maltrecha reputación de Elizabeth.
En tanto, en las tierras que lindan con la propiedad del coronel se instala un grupo de nómadas con el objetivo de asentarse por un tiempo indefinido. A la cabeza del movimiento se encuentra un siniestro personaje a quien todos conocen como Fox Evil, un individuo capaz de hundir aún más si cabe los ánimos del coronel. Sólo la providencial visita de su nieta, convertida por los avatares de la vida en una joven capitana del ejército inglés, le ayudará a encarar el avispero emocional en el que vive su agotado corazón.

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La primera persona que vio el campamento fue Julian Bartlett, que pasó en su coche a las ocho de la mañana del Boxing Day, camino de la cacería de Dorset occidental en Compton Newton. Redujo la velocidad al detectar una soga atada delante del Soto, de cuyo centro colgaba un letrero: «No pasar». Echó un vistazo a los vehículos entre los árboles. Vestido para la cacería con una camisa amarilla, una corbata blanca y pantalones bombachos de gamuza, con el remolque de su caballo enganchado a su Range Rover, no tenía la menor intención de meterse en líos y volvió a acelerar. Una vez estuvo fuera del valle, se detuvo a un lado de la carretera y telefoneó a Dick Weldon, cuya granja colindaba con el macizo de bosque.

– Tenemos visitantes en el Soto -le dijo.

– ¿Qué clase de visitantes?

– No me detuve a preguntarles. Estoy casi seguro de que son amantes de los zorros y no me atreví a abordarlos, sobre todo con Bouncer en el remolque.

– ¿Saboteadores?

– Quizá. Pero lo más probable es que sean nómadas. Casi todos los vehículos parecen sacados de un desguace.

– ¿Viste a alguien?

– No. Dudo que estén despiertos. Han colgado un aviso en la entrada de «No pasar», por lo que podría ser peligroso que alguien se acerque hasta allí solo.

– ¡Rayos! Sabía que tarde o temprano tendríamos problemas con esa parcela de terreno. Seguramente deberemos contratar a un abogado para librarnos de ellos… y eso no va a ser barato.

– Yo en tu lugar llamaría a la policía. Ellos se ocupan todos los días de ese tipo de problemas.

– Ummm.

– Haz lo que creas conveniente.

– ¡Cabrón! -dijo Dick con ímpetu.

Se oyó una risita leve.

– Eso es una minucia en comparación con el alboroto hacia el que me dirijo. Se dice que los saboteadores han pasado la noche entera dejando rastros falsos, por lo que sólo Dios sabe el lío que se va a armar. Cuando regrese a casa, te llamo.

Bartlett cortó la comunicación.

Irritado, Weldon tiró de su chaqueta Barbour y llamó a los perros. Se volvió hacia las escaleras y le gritó a su mujer que iba al Soto. Probablemente, Bartlett tenía razón al decir que era una tarea para la policía, pero quería satisfacer su curiosidad antes de proceder a llamarla. Sus tripas le decían que se trataba de saboteadores. La cacería del Boxing Day había recibido mucha publicidad y, tras los diez meses de veda a causa de la fiebre aftosa, las dos partes estaban buscando pelea. Si se trataba de eso, se marcharían en cuanto anocheciera.

Metió a los perros en la parte trasera de su jeep salpicado de barro y recorrió los ochocientos metros que separaban la casa de la granja del Soto. La carretera estaba cubierta por una capa de hielo, y pudo ver la marca de los neumáticos de Bartlett procedentes de la casa Shenstead. En ningún otro sitio había señales de vida y pensó que, al igual que su esposa, la gente aprovechaba cuanto le era posible su día de asueto.

Pero en el Soto todo era diferente. Cuando se detuvo a la entrada, una fila de personas se extendió tras la soga para bloquearle el paso. Se trataba de un grupo intimidatorio, cubiertos con pasamontañas y bufandas que les ocultaba la cara y abrigos gruesos que aumentaban su volumen corporal. Un par de perros alsacianos atados con correas ladraban y se lanzaban hacia el vehículo detenido, mostrando los dientes con agresividad; los dos perros labrador de Dick respondieron con sus propios ladridos. Maldijo a Bartlett por pasar de largo. Si hubiera tenido el valor de demoler la barrera y pedir refuerzos antes de que aquellos gilipollas pudieran organizarse, las instrucciones para impedir el paso no tendrían validez alguna. Pero ahora, Dick tenía la desagradable sospecha de que podían estar ejerciendo sus derechos.

Abrió la puerta y bajó.

– Bien, ¿de qué va todo esto? -preguntó-. ¿Quiénes sois? ¿Qué estáis haciendo aquí?

– Podríamos preguntarle lo mismo -dijo una voz desde el centro de la fila.

A causa de las bufandas que les cubrían la cara, Dick no pudo identificar al que había hablado, por lo que se dirigió al que estaba en el centro.

– Si sois saboteadores, no tengo nada que discutir con vosotros. Mis puntos de vista son bien conocidos. El zorro no es una plaga para los agricultores, por eso no permito que la cacería pase por mis tierras, por el daño que causa a las cosechas y a los setos. Si ésa es la razón por la que estáis aquí, perdéis el tiempo. La cacería de Dorset occidental no va a pasar por este valle.

Esta vez respondió una voz de mujer.

– Bien por ti, socio. Los cazadores son unos sádicos hijos de puta. Cabalgan por ahí con sus chaquetas rojas para que no se vea la sangre cuando destrozan al pobre animalito.

Dick se relajó un poco.

– Entonces estáis en el sitio equivocado. La reunión es en Compton Newton. Está a unos quince kilómetros al oeste de aquí, al otro lado de Dorchester. Si tomáis la circunvalación y continuáis hacia Yeovil, veréis a la izquierda el letrero que anuncia Compton Newton. Los cazadores se reúnen delante del pub y los sabuesos estarán listos para comenzar a las once de la mañana.

La mujer volvió a responderle, presumiblemente porque ella era la figura andrógina hacia la que miraba: grande y corpulenta, con un abrigo de los sobrantes del ejército, que hablaba con un acento más propio de las ciénagas de Essex.

– Lo siento, colega, pero soy la única que está de acuerdo contigo. A los demás eso les importa una mierda, el bando que sea. Los zorros no se comen, por lo que no nos son de mucha utilidad. Pero los ciervos son otra cosa, porque son comestibles y ninguno de nosotros cree que tenga sentido dejarle esa carne a los perros… sobre todo cuando la necesitan seres humanos como nosotros.

Aún con la esperanza de que se tratara de saboteadores, Dick se dejó arrastrar por la discusión.

– En Dorset no cazan ciervos con perros. En Devon posiblemente sí… pero aquí no.

– Claro que sí. ¿Cree que un cazador dejaría pasar la oportunidad de cobrar un ciervo si los sabuesos le siguen el rastro? Si un pequeño Bambi resulta muerto porque los perros siguieron el olor equivocado, eso no es culpa de nadie. La vida es así. No se puede hacer nada al respecto. Muchas veces hemos puesto trampas para conseguir algo de comer y al final lo único que logramos es la pata de un minino. Puede apostar su último penique a que en alguna parte hay una anciana dama llorando de todo corazón porque Tom nunca regresó a casa… pero estar muerto es estar muerto, no importa lo que uno haya planeado.

Dick negó con la cabeza, reconociendo que la discusión no tenía sentido.

– Si no estáis preparados para decir por qué estáis aquí, tendré que llamar a la policía. No tenéis derecho a invadir una propiedad privada.

Aquellas palabras fueron recibidas en silencio.

– Está bien -dijo Dick, sacando el móvil del bolsillo-, aunque os prevengo que si habéis causado algún daño, os acusaré. Trabajo muy duro en pro del medio ambiente y estoy harto de que gente como vosotros lo arruine.

– ¿Está diciendo que se trata de su propiedad, señor Weldon? -dijo la misma voz correcta que le había contestado al inicio.

Durante un segundo tuvo la sensación de que reconocía la voz, pero sin un rostro no podía situarla en un contexto. Recorrió con los ojos la fila para identificar al que hablaba.

– ¿Cómo sabe mi nombre?

– Revisamos el registro electoral.

Esta vez, las vocales tenían cierta aspereza, como si el que hablaba hubiera detectado el creciente interés de su interlocutor y quisiera desviarlo.

– Eso no le serviría para reconocerme.

– R. Weldon, granja Shenstead. Dijo que era agricultor. ¿Cuántos agricultores hay aquí en el valle?

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