– Con mucha imaginación.
Charlie profirió una larga carcajada.
– La única pregunta es: ¿quién es Cordelia?
Jack no respondió.
– Y, ¿llegó aquí buscando a su madre o fue la pura casualidad quien lo trajo? ¿Quién reconoció a quién, me pregunto?
Una vez más, Jack no contestó, y las cejas de Charlie se unieron de golpe con gesto feroz.
– No está obligado a responder a mi pregunta, señor Blakeney, pero sería muy imprudente olvidar que estoy investigando un asesinato y un intento de asesinato. Ya sabe que el silencio no le ayudará.
Jack se encogió de hombros, al parecer impasible ante las amenazas.
– Aunque algo de eso fuera verdad, ¿qué tiene que ver con la muerte de Mathilda?
– Dave Hughes me contó hoy una interesante historia. Dice que lo observó a usted mientras limpiaba una lápida del cementerio de Fontwell, dice que era obvio que usted estaba tan fascinado por ella, que se acercó para leerla cuando se hubo marchado usted. ¿Recuerda lo que dice?
– «George Fitzgibbon 1789-1833. ¿Merecía ser despreciado por mi creador, bueno y sabio? Puesto que fuiste tú quien me dio el ser, entonces parte de tí debe morir conmigo.» Lo busqué en los archivos de la parroquia. Murió de sífilis como resultado de una vida disoluta. María, su pobre esposa, murió de lo mismo cuatro años más tarde y fue enterrada en el suelo al lado de George, pero no tuvo lápida porque sus hijos se negaron a pagarla. En los archivos hay un epitafio escrito, y el de ella es todavía mejor que el de él: «George era lujurioso, grosero y malvado, me pegó la sífilis, está con el diablo». Corto, y va al grano. El de George era ridiculamente hipócrita en comparación.
– Todo depende de quién creyera George que era su creador -dijo Charlie-. Tal vez era a su madre, su creadora, a la que quería llevarse al infierno consigo.
Con gesto ocioso, Jack trazó un triángulo en la superficie de la mesa.
– ¿Quién le dijo que Mathilda tenía un hijo que había entregado en adopción? Alguien fiable, espero, porque está usted construyendo un castillo de mil demonios sobre esa información.
Jones captó la mirada de Cooper, pero hizo caso omiso del ceño fruncido de advertencia. Como había dicho Cooper, las posibilidades que tenían de respetar las confidencias de Jane Marriott eran escasas.
– La señora Jane Marriott, cuyo esposo fue el padre del chico.
– Ah, bueno, en ese caso es una fuente muy fiable. -Vio el destello de emoción en los ojos del inspector y sonrió, genuinamente divertido-. Mathilda no era mi madre, inspector. Si lo hubiese sido, me habría sentido emocionado. Yo adoraba a esa mujer.
Charlie se encogió de hombros.
– Entonces, la señora Gillespie mintió respecto a que tenía un hijo varón, y Cordelia es su esposa. Tiene que ser uno de ustedes dos, o ella no habría hecho ese testamento. Ella no iba a cometer el error de Lear y legarle sus riquezas a las hijas que no lo merecían.
Pareció que Jack estaba a punto de negarlo, y luego se encogió de hombros.
– Imagino que Mathilda le dijo a Jane Marriott que era un niño, por despecho. Nunca se refería a ella por su nombre, sino que la llamaba la «remilgada criatura del consultorio». Era cruel por su parte, pero es que Mathilda solía ser cruel. Era una mujer profundamente infeliz. -Calló para ordenar sus pensamientos-. Me habló de la aventura que había tenido con Paul, después de que acabara su retrato. Dijo que faltaba algo en el cuadro y que ese algo era culpabilidad. La atormentaba por completo. Culpabilidad por haber renunciado a su bebé, culpabilidad por no haber sido capaz de enfrentarse con el asunto, culpabilidad por culpar a los llantos de Joanna de la adopción del segundo bebé; en última instancia, supongo, culpabilidad por ser incapaz de sentir afecto. -Volvió a guardar un breve silencio-. Entonces Sarah apareció como por encanto y Mathilda la reconoció. -Vio la expresión de incredulidad en la cara de Charlie Jones-. No de inmediato y no como la bebé que había entregado, sino de modo gradual a medida que pasaron los meses. Había demasiadas cosas que encajaban. Sarah tenía la edad correcta, su nacimiento tuvo lugar el mismo día que el de su bebé, sus padres habían vivido en el mismo barrio de Londres en el que se encontraba el apartamento de Mathilda. Lo más importante es que ella creyó reconocer una similitud en los gestos de Sarah y Joanna. Tenían la misma sonrisa, la misma forma de inclinar la cabeza, el mismo truco de mirarlo a uno atentamente mientras hablaba. Y desde el principio, Sarah aceptó a Mathilda tal y como la encontró, por supuesto, de la misma forma que acepta a todo el mundo, y por primera vez en muchos años Mathilda se sintió valorada. Era un cóctel muy poderoso. Mathilda estaba tan convencida de haber encontrado a su segunda hija, que me abordó y encargó que pintara el retrato. -Sonrió con tristeza-. Yo pensé que mi suerte había cambiado, pero lo único que ella quería, por supuesto, era una excusa para averiguar más sobre Sarah de la única persona disponible que sabía algo que mereciese la pena.
– Pero ¿usted no sabía eso mientras estaba pintándola?
– No. Me pregunté por qué estaba tan interesada en nosotros dos, en cómo eran nuestros padres, de dónde procedían, si teníamos hermanos y hermanas, si yo me llevaba bien o no con mis suegros. Verá, no se limitó a preguntar por Sarah. En caso de que lo hubiera hecho, yo podría haber sospechado. Según fueron las cosas, cuando por fin me dijo que Sarah era su hija perdida, yo me sentía espantado. -Se encogió de hombros con gesto de impotencia-. Yo sabía que no podía serlo, porque Sarah no fue adoptada.
– Sin duda, eso habrá sido lo que la señora Gillespie le preguntó a usted.
– No de esa manera, no. Nunca dijo nada de una forma tan directa.-Volvió a encogerse de hombros ante la cara de escepticismo del inspector-. Está olvidando usted que nadie de Fontwell sabía nada sobre esa criatura, excepto Jane Marriott, y Mathilda era demasiado orgullosa como para permitir que el resto del pueblo atisbara fango siquiera a sus pies. Estaba buscando una expiación privada, no una pública. Lo máximo que nos acercamos al asunto fue cuando ella me preguntó si Sarah tenía una buena relación con su madre y yo le dije que no, porque no tenían nada en común. Incluso puedo recordar las palabras que utilicé. Le dije: «Con frecuencia me he preguntado si Sarah no sería adoptada, porque la única explicación para la disparidad que existe entre ellas dos en apariencia, palabras y hechos, es que no estén emparentadas». Yo estaba hablando con ligereza, pero Mathilda lo usó para construir un castillo en el aire. Más o menos como está haciendo usted en este momento, inspector.
– Pero ella tomó la decisión antes de que usted comenzara a pintar el cuadro, señor Blakeney. Si no recuerdo mal, comenzó a consultar al señor Duggan con respecto al testamento en el mes de agosto.
– Era como una fe -fue la sencilla réplica de Jack-. No puedo explicarlo de ninguna otra forma. Necesitaba compensar a la hija que no había tenido nada, y Sarah tenía que ser esa hija. El hecho de que las edades, las fechas de nacimiento y los modales fueran mera coincidencia, carecía por completo de relevancia. Mathilda había tomado la decisión y lo único que quería de mí era que rellenara los vacíos. -Se pasó los dedos por entre el pelo-. De haberlo sabido antes, la habría desengañado, pero no lo supe, y lo único que conseguí, sin saberlo, fue alimentar la creencia.
– ¿Sabe la doctora Blakeney todo esto?
– No. Mathilda se mostró intransigente respecto a que nunca debía saberlo. Me hizo prometer que lo guardaría en secreto… le aterrorizaba que Sarah pudiera tratarla de modo diferente, dejar de tenerle simpatía, rechazarla por completo… y yo pensé, gracias a Dios, porque de esta forma nadie resultará herido. -Se frotó la cara con una mano-. Verá, no sabía qué hacer, y necesitaba tiempo para buscar la manera de desengañar a Mathilda con suavidad. Si le hubiese dicho la verdad, allí y entonces, habría sido como arrebatarle otra vez a la criatura.
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