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Minette Walters: La Mordaza De La Chismosa

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Minette Walters La Mordaza De La Chismosa

La Mordaza De La Chismosa: краткое содержание, описание и аннотация

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Mathilda Gillespie, sesenta y cinco años, ha aparecido muerta. Estaba en la bañera de su casa, con la cabeza cubierta por una peculiar mordaza, a modo de jaula, usada en la Edad Media para castigar a las mujeres chismosas: un sórdido artilugio de represión que iluminaba y al tiempo oscurecía el motivo de su muerte. Porque la jaula, a su vez, estaba recubierta de flores, como una referencia a la Ofelia muerta de Hamlet: Shakespeare era una de las pasiones de la señora Gillespie. ¿Se podía por tanto deducir que la recargada y morbosa escenografía revelada, junto a la ausencia de signos de violencia, un suicidio? La doctora Sarah Blakeney, medica personal de la anciana y una de sus escasas amigas, no acababan de tenerlo claro. E investigaciones someras ponen de manifiesto viejos y terribles traumas familiares. Así como personas interesadas en la muerte de la señora Gillespie…

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Joanna se agitó, mirando de Sarah a Jack.

– ¿Querrán venir a casa para tomar el té? Seremos unos pocos.

Sarah se excusó.

– Me temo que no puedo. A las cuatro y media tengo consulta en Mapleton.

Jack no lo hizo.

– Gracias, es muy amable.

Se produjo un corto silencio.

– ¿Cómo irás a casa? -inquirió Sarah mientras buscaba las llaves de su coche en el bolsillo.

– Alguien me llevará -dijo él-. Alguien tendrá que ir en la misma dirección que yo.

Uno de los colegas de Sarah fue a verla cuando estaba concluyendo la consulta de la tarde. Había tres médicos que atendían varios kilómetros cuadrados de la costa y campiña de Dorset, las cuales incluían pueblos grandes, aldeas y granjas diseminadas. La mayoría de los pueblos tenían sus propios consultorios pequeños, ya fuera anexos a la casa del médico o alquilados a los pacientes y, entre ellos, los médicos cubrían toda el área, turnándose y haciendo guardias en una rotación perfecta. Mapleton era el pueblo donde vivía Robin Hewitt pero, al igual que Sarah, pasaba tanto tiempo fuera de él como dentro. También se habían resistido a la lógica de concentrar sus recursos en los pueblos más céntricos, pero resultaba dudoso que pudieran hacerlo durante mucho más tiempo. El argumento, muy veraz, de que la mayoría de los pacientes eran ancianos o carecían de medios de transporte, se veía muy superado por el peso de las presiones comerciales que había ahora en el servicio de sanidad.

– Pareces cansada -comentó Robin, al tiempo que plegaba su cuerpo para sentarse en un sillón que estaba situado junto al escritorio.

– Lo estoy.

– ¿Problemas?

– Sólo los de siempre.

– Domésticos, ¿eh? Líbrate de él.

Ella se echó a reír.

– Supon que yo te digo, con la misma indiferencia, que te libres de Mary.

– Existe una pequeña diferencia, cariño. Mary es un ángel y Jack no lo es.

Pero la idea no carecía de un cierto atractivo. Después de dieciocho años, la complaciente seguridad de Mary era mucho menos atractiva que la inquieta búsqueda de verdades de Sarah.

– No puedo discutir eso. -Concluyó de escribir unas notas y las apartó a un lado con gesto de agotamiento.

– ¿Qué ha hecho esta vez?

– Nada, hasta donde yo sé.

Cosa que sonaba más o menos correcta, pensó Robin. Jack Blakeney convertía en una virtud no hacer nada mientras su esposa convertía en una virtud mantenerlo en su ociosidad. La continuidad de su matrimonio era un absoluto misterio para él. No había hijos, ninguna atadura, nada que los ligara, Sarah era una mujer independiente con medios independientes, y pagaba la hipoteca de la casa. Sólo hacían falta los servicios de un cerrajero para dejar al bastardo fuera para siempre.

Ella lo estudió con expresión divertida.

– ¿Por qué estás sonriendo así?

Él apartó por completo de su mente la fantasía de Sarah a solas en su casa.

– Hoy visité a Bob Hughes. Se sintió muy decepcionado por encontrarme a mí de guardia en lugar de a tí. -Cambió a una buena imitación del acento de Dorset del anciano-. ¿Dónde está la doctora bonita? -dijo-. Quiero que lo haga la doctora bonita.

– ¿Que haga qué?

Robin sonrió.

– Examinarle un forúnculo que tenía en el trasero. ¡Cochino viejo bruto! Si hubieses sido tú, te habría salido con otro, presumiblemente escondido debajo del escroto, tú habrías tenido la diversión de palpar en busca del forúnculo y él se lo habría pasado de miedo mientras lo hacías.

Los ojos de ella bailaron.

– Y por completo gratis, no lo olvides. Los masajes de desahogo son caros.

– Es repugnante. No estarás diciéndome que lo ha intentado antes.

Ella rió entre dientes.

– No, por supuesto que no. Sólo viene a verme para conversar. Supongo que pensó que tenía que enseñarte algo. Pobre viejo. Apuesto a que lo echaste con cajas destempladas.

– Exacto. Tú eres demasiado dócil.

– Pero es que algunos de ellos se sienten tan solos… Vivimos en un mundo terrible, Robin. Nadie tiene tiempo para escuchar a nadie. -Jugó con el bolígrafo-. Hoy fui al funeral de Mathilda Gillespie, y su nieta me preguntó por qué se había suicidado. Le contesté que no lo sabía pero desde entonces he estado pensando en el asunto. Yo debería de saberlo. Era una de mis pacientes. Si me hubiese tomado más molestias con ella, lo sabría. -Le lanzó una mirada de soslayo-. ¿No te parece?

Él sacudió la cabeza.

– No empieces por ese camino, Sarah. Es una vía muerta. Mira, tú eres una persona entre las muchas a las que ella conocía y con las que hablaba, incluido yo. La responsabilidad por esa anciana no era sólo tuya. Yo diría que no era tuya en absoluto, excepto en un estricto sentido médico, y nada de lo que le prescribiste contribuyó a su muerte. Murió desangrada.

– Pero ¿dónde trazas la línea divisoria entre profesión y amistad? Nosotras reíamos mucho. Pienso que yo era una de las pocas personas que apreciaban su sentido del humor, probablemente porque era como el de Jack. Malicioso, a menudo cruel, pero ingenioso. Era una Dorothy Parker actual.

– Estás poniéndote sentimental hasta el ridículo. Mathilda Gillespie era una campeona del mal genio, y no te imagines que te consideraba una igual. Durante años, hasta que vendió Wing Cottage para reunir dinero, a los médicos, los abogados y los gestores se les exigía que entraran por la puerta de servicio. Eso solía poner furioso a Hugh Hendry. Decía que era la mujer más grosera que jamás hubiese conocido. No podía soportarla.

Sarah profirió una risa explosiva.

– Probablemente porque ella lo llamaba doctor Hacepoco. Y lo hacía también en su propia cara. Una vez le pregunté si era como descripción de su trabajo, y ella dijo: «No del todo. Tenía con los animales más afinidad que con las personas. Era un burro».

Robin. sonrió.

– Hugh era el médico más haragán y menos capaz que yo jamás haya conocido. Una vez sugerí que comprobáramos sus títulos médicos porque no creía que los tuviera, pero es un poco difícil cuando el tipo en cuestión es un colega de más antigüedad. No pudimos hacer otra cosa que mordernos la lengua y esperar a que se jubilara. -Inclinó la cabeza a un lado-. ¿Y cómo te llamaba a tí, si a él lo llamaba doctor Hacepoco?

Ella se llevó el bolígrafo a los labios y por un momento miró más allá de él. Había una intranquilidad ligeramente neurótica en sus ojos oscuros.

– Estaba obsesionada con esa maldita mordaza. Era algo bastante morboso, en realidad, si uno lo piensa con detenimiento. Una vez quiso que yo me la probara para ver lo que se sentía.

– ¿Y lo hiciste?

– No. -Guardó silencio durante un momento, y luego pareció tomar una decisión sobre algo-. Llamaba a su artritis su «chismosa residente» porque le causaba un dolor tan hostigante… -se dio golpecitos con el bolígrafo en los dientes-, y con el fin de distraerse de él, solía ponerse la mordaza como una especie de contrairritante. A eso me refiero cuando hablo de su morbosa obsesión con el artilugio. La llevaba como una especie de penitencia, como una camisa de pelo de animal. De todas formas, cuando le quité la basura que Hendry había estado prescribiéndole y tuvo el dolor bajo un cierto control, ella dio en llamarme su pequeña mordaza a modo de broma. -Percibió la incomprensión de él-. Porque había conseguido ponerle la mordaza a su «chismosa residente» -explicó.

– ¿Y qué quieres decir?

– Pienso que estaba intentando decirme algo.

Robin negó con la cabeza.

– ¿Por qué? ¿Porque la tenía puesta cuando murió? Era un símbolo, nada más.

– ¿De qué?

– De la ilusión de la vida. Todos somos prisioneros. Quizá fue su chiste final. Mi lengua está refrenada para siempre, algo parecido. -Se encogió de hombros-. ¿Se lo has contado a la policía?

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