Sarah sonrió.
– No he desayunado desde que dejé de estudiar.
– Hm, bueno, estás demacrada. Trabajas demasiado, querida. El trabajo de médico es como cualquier otro. Tienes que aprender a tomártelo con más calma.
Sarah apoyó los codos sobre el escritorio y descansó el mentón sobre las manos.
– Dime una cosa, Jane. Si el paraíso existe, ¿dónde está, exactamente?
Tenía todo el aspecto de una de las niñas de ocho años a las que en otra época Jane había dado clase, desconcertada, un poco vacilante, pero confiada en que la señora Marriott sabría la respuesta.
– ¡Dios mío! Nadie me ha hecho una pregunta así desde que dejé la enseñanza. -Enchufó la cafetera eléctrica y con una cuchara echó café en dos tazas-. Yo siempre les decía a los niños que estaba en los corazones que dejas detrás de tí. Cuantas más personas hubiese que te quisieran, más corazones guardarían tu recuerdo. Era una forma indirecta de alentarlos a que fuesen buenos los unos con los otros. -Rió entre dientes-. Pero yo pensaba que no eras creyente, Sarah. ¿Por qué este repentino interés en la vida ultraterrena?
– Ayer fui al funeral de la señora Gillespie. Fue deprimente. No dejo de preguntarme qué sentido tiene todo.
– Oh, querida. Verdades eternas a las ocho y media de la mañana. -Depositó una taza de humeante café ante Sarah-. El sentido de la vida de Mathilda Gillespie podría no emerger hasta dentro de cinco generaciones. Es parte de un linaje. ¿Quién puede decir lo importante que será ese linaje en los años por venir?
– Eso resulta todavía más deprimente -comentó Sarah, sombría-. Eso significa que uno tiene que tener hijos para conferir significado a su vida.
– Tonterías. Yo no tengo hijos pero no pienso que eso me haga en nada menos valiosa. Nuestras vidas son lo que nosotros hacemos de ellas. -No miró a Sarah mientras hablaba, y Sarah tuvo la sensación de que las palabras eran sólo palabras, sin significado-. Resulta triste -continuó Jane- que Mathilda hiciera muy poco de la suya. Nunca consiguió superar que su esposo la abandonara, y eso la amargó. Creo que pensaba que la gente se reía de ella a sus espaldas. Cosa que, por supuesto, muchos de nosotros hacíamos -admitió con sinceridad.
– Yo pensaba que era viuda. ¡Qué poco sabía en realidad de esa mujer!
Jane negó con la cabeza.
– Lo divertido es que todavía vive, así que James es su viudo. Hasta donde yo sé, nunca se molestaron en tramitar el divorcio.
– ¿Qué sucedió con él?
– Se marchó a Hong Kong a trabajar en un banco.
– ¿Cómo lo sabes?
– Paul y yo fuimos de vacaciones al Extremo Oriente alrededor de diez años después de que él y Mathilda se separasen, y nos tropezamos por accidente con él en un hotel de Hong Kong. Lo conocíamos muy bien en los primeros tiempos porque él y Paul habían pasado juntos por la guerra. -En su rostro apareció una fugaz sonrisa-. Era más feliz que un gato al sol, viviendo entre los otros expatriados, y bastante indiferente respecto a su esposa e hija que estaban aquí.
– ¿Quién las mantenía?
– Mathilda. Su padre la dejó en muy buena posición económica, lo cual he pensado a veces que fue una lástima. Habría sido una mujer diferente si hubiese tenido que usar ese cerebro suyo para mantener el hambre alejada de su casa. -Chasqueó la lengua con desaprobación-. Es malo para el carácter el que a uno se lo den todo en bandeja.
Bueno, eso era verdad, sin duda, pensó Sarah; si uno podía juzgar por Jack. Mitad y mitad, y una porra, pensó, iracunda. Antes lo vería en el infierno.
– ¿Y cuándo la dejó? ¿Hace poco?
– Qué va, no. Fue unos dieciocho meses después de que se casaran. Hace bastante más de treinta años, en cualquier caso. Durante uno o dos años recibimos cartas suyas, y luego perdimos el contacto. Para serte sincera, nos resultaba bastante tedioso. Cuando nos lo encontramos en Hong Kong se había dado a la bebida de lleno, y se ponía muy agresivo cuando se emborrachaba. Nos sentimos bastante aliviados cuando las cartas se acabaron. Nunca volvimos a saber nada de él.
– ¿Sabía Mathilda que os había escrito? -preguntó Sarah, curiosa.
– La verdad es que no lo sé. Por entonces nos habíamos trasladado a Southampton y teníamos poco que ver con ella. Los amigos comunes la mencionaban de vez en cuando, pero aparte de eso perdimos por completo el contacto. Regresamos aquí hace apenas cinco años, cuando la salud de mi pobre viejo se deterioró, y yo tomé la decisión de que el aire limpio de Dorset tenía que ser mejor para él que la basura contaminada de Southampton.
Paul Marriott sufría de enfisema crónico y su pobre esposa sufría por su estado de salud.
– Es lo mejor que podías hacer -replicó Sarah con firmeza-. Me ha dicho que se encuentra mucho mejor desde que ha vuelto a casa, a sus raíces. -Sabía por experiencias pasadas que Jane no sería capaz de dejar el tema una vez embarcada en él, y luchó para apartarla del mismo-. ¿Conocías bien a Mathilda?
Jane pensó la pregunta.
– Crecimos juntas… mi padre fue el médico de aquí durante muchos años, y Paul fue durante algún tiempo el agente político del padre de ella… sir William era miembro del Parlamento por el distrito… pero con sinceridad, no creo que conociera en absoluto a Mathilda. El problema era que nunca me cayó bien. -Adoptó un aire de disculpa-. Es desagradable decir eso de alguien que ha muerto, pero me niego a ser hipócrita al respecto. Era casi la mujer más repelente que jamás haya conocido. Nunca culpé a James por abandonarla. El único misterio era por qué se había casado con ella, para empezar.
– Por dinero -dijo Sarah, con sentimiento.
– Sí, creo que tiene que haber sido por eso -convino Jane-. Él era de nobleza pobre, heredero de nada más que un apellido, y Mathilda era hermosa, por supuesto, como Joanna. Todo el asunto fue un desastre. James aprendió con mucha rapidez que había cosas peores que la pobreza. Y el ser gobernado por una mujer regañona que tenía el control del dinero, era una de ellas. Él la odiaba.
Uno de los mensajes que había sobre el escritorio de Sarah era de Ruth Lascelles, una nota corta, presumiblemente metida por debajo de la puerta del consultorio la noche anterior. Tenía una escritura sorprendentemente infantil para una chica de diecisiete o dieciocho años de edad.
«Querida doctora Blakeney, por favor, ¿podría ir a verme a casa de la abuela mañana (viernes)? No estoy enferma pero me gustaría hablar con usted. Tengo que estar de regreso en el colegio el domingo por la noche. Dándole anticipadamente las gracias, la saluda atentamente, Ruth Lascelles.»
El otro era un mensaje telefónico del sargento detective Cooper.
«Llamada de la doctora Blakeney notificada al sargento detective Cooper esta mañana. La llamaré más tarde.»
Eran casi las tres de la tarde cuando Sara encontró por fin tiempo para acudir a Cedar House. Entró con el coche por el corto sendero de grava y aparcó delante de los ventanales del comedor que daban a la carretera por el flanco izquierdo de la casa. Se trataba de un edificio georgiano de piedra gris amarillenta, con ventanas profundas y habitaciones de techos altos. Sarah siempre había pensado que era demasiado grande para Mathilda, y muy inconveniente para una persona que, en los días malos, era poco menos que una inválida. Su única concesión a la salud deteriorada había sido la introducción de un ascensor de escalera que le permitía el acceso al piso superior. Sarah había sugerido en una ocasión que la vendiera y se trasladara a una casa de una sola planta, a lo que Mathilda había contestado que no soñaría siquiera con algo semejante.
– Mi querida Sarah, sólo las clases inferiores viven en casas de una sola planta, razón por la que siempre los llaman Mon Repos o Dunroamin. Haz lo que quieras en tu vida, pero nunca bajes de nivel.
Читать дальше