Minette Walters - La Mordaza De La Chismosa

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Mathilda Gillespie, sesenta y cinco años, ha aparecido muerta. Estaba en la bañera de su casa, con la cabeza cubierta por una peculiar mordaza, a modo de jaula, usada en la Edad Media para castigar a las mujeres chismosas: un sórdido artilugio de represión que iluminaba y al tiempo oscurecía el motivo de su muerte.
Porque la jaula, a su vez, estaba recubierta de flores, como una referencia a la Ofelia muerta de Hamlet: Shakespeare era una de las pasiones de la señora Gillespie. ¿Se podía por tanto deducir que la recargada y morbosa escenografía revelada, junto a la ausencia de signos de violencia, un suicidio? La doctora Sarah Blakeney, medica personal de la anciana y una de sus escasas amigas, no acababan de tenerlo claro. E investigaciones someras ponen de manifiesto viejos y terribles traumas familiares. Así como personas interesadas en la muerte de la señora Gillespie…

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– Pero Jesús no murió en la bañera -intervino Violet, desconcertada.

– Llevaba puesta una mordaza para chismosas en la cabeza, con flores dentro. Pienso que quizá la señora Spede pensó que se trataba de una corona de espinas.

No tenía sentido de ninguna otra forma, pensó.

– Yo odiaba esa cosa. Mathilda era siempre muy peculiar al respecto. -Violet tenía la costumbre, según advirtió Cooper, de hacer hincapié en las palabras que creía importantes-. Entonces tiene que haber sido suicidio. Se la ponía cuando la artritis le daba dolores fuertes. Apartaba su mente del dolor, ya sabe. Siempre decía que se suicidaría si llegaba a dolerle tanto que no pudiera soportarlo. -Volvió los ojos llenos de lágrimas hacia su esposo-. ¿Por qué no nos pidió auxilio? Estoy segura de que hay algo que hubiésemos podido hacer para ayudarla.

– ¿La habrían oído? -preguntó Cooper.

– Oh, sí, especialmente si se encontraba en el baño. Habría golpeado las tuberías. Desde luego que habríamos oído eso.

Duncan le dedicó a la pregunta una larga y pensativa consideración.

– Nuestros días son muy carentes de incidentes notables -dijo con tono de disculpa-. Lo único que sé es que si hubiéramos oído algo, habríamos actuado… -tendió ante sí las manos abiertas con gesto de derrota-, como esta mañana, cuando Jenny se puso a gritar. El sábado no hubo nada parecido.

– Sin embargo, ustedes suponen que fue asesinada por una banda. Hicieron referencia en plural.

– Resulta difícil pensar con claridad cuando la gente está profiriendo alaridos -replicó, haciéndose un reproche con una sacudida de cabeza-. Y si quiere que le sea del todo sincero, no estaba nada seguro de que los Spede no hubiesen hecho algo. No son la pareja más inteligente, según ha descubierto probablemente usted mismo. Cuidado, no habría sido algo intencionado por su parte. Son tontos, no peligrosos. Supuse que se había producido alguna clase de accidente. -Posó las manos abiertas sobre sus rechonchas rodillas-. He estado preocupándome por si debería de haber entrado a hacer algo, tal vez salvarla, pero si murió el sábado… -Su voz se desvaneció con tono interrogante.

Cooper sacudió la cabeza.

– No podría haber hecho nada por ella. ¿Qué me dicen de las horas del día? ¿Oyeron algo entonces?

– ¿El sábado, quiere decir? -Él sacudió la cabeza-. Nada que se me ocurra ahora. Desde luego, nada inquietante. -Miró a Violet como si buscara inspiración-. Si suena el timbre en Cedar House, nosotros reparamos en ello porque es muy raro que Mathilda reciba visitas, pero por lo demás… -se encogió de hombros con gesto de impotencia-, por aquí sucede muy poca cosa, sargento, y nosotros miramos mucha televisión.

– ¿Y no se preguntaron dónde estaba el sábado?

Violet se frotó los ojos.

– Oh, señor -susurró-, ¿podríamos haberla salvado entonces? Qué horrible, Duncan.

– No -replicó Cooper con firmeza-, estaba sin duda muerta hacia las tres de la madrugada del sábado.

– Éramos amigos, ya sabe -dijo Violeta-. Duncan y yo la conocíamos desde hacía cincuenta años. Ella nos vendió este chalé cuando Duncan se jubiló hace cinco años. No quiero decir que fuera la persona más fácil del mundo para entenderse con ella. Podía mostrarse muy cruel con la gente que no le gustaba, pero el truco con Mathilda era no imponerse. Nosotros nunca lo hicimos, por supuesto, pero había quienes lo hacían.

Cooper lamió la punta del lápiz.

– ¿Quién, por ejemplo?

Violet bajó la voz.

– Joanna y Ruth, su hija y su nieta. No la dejaban nunca en paz, siempre quejándose, siempre exigiéndole dinero. Y el vicario se comportaba de un modo escandaloso. -Le echó una mirada de culpabilidad a su marido-. Sé que Duncan no aprueba los chismorreos, pero el vicario siempre estaba haciendo que le remordiera la conciencia respecto a los menos favorecidos. Ella era atea, ¿sabe?, y se mostraba muy grosera con el señor Matthews cada vez que iba a verla. Lo llamaba sanguijuela galesa, y también se lo decía a la cara.

– ¿Le molestaba a él?

Duncan profirió una tronante carcajada.

– Era un juego -dijo-. Ella era a veces muy generosa, cuando él la pillaba de buen humor. Una vez le dio cien libras para un centro de tratamiento de alcohólicos, diciendo que lo hacía sólo en bien de su propio metabolismo. Bebía para calmar los dolores de la artrosis, o al menos eso decía.

– Pero no bebía en exceso -dijo Violet-. Nunca estaba bebida. Era demasiado señora como para emborracharse alguna vez. -Se sonó la nariz ruidosamente.

– ¿Hay alguien más en quien puedan pensar que se le impusiera? -preguntó Cooper, pasado un momento.

Duncan se encogió de hombros.

– Estaba el esposo de la doctora, Jack Blakeney. Él siempre estaba por ahí, pero no se trataba de una imposición. A ella le gustaba. Solía oírla reír con él a veces en el jardín. -Hizo una pausa para reflexionar-. Tenía muy pocos amigos, sargento. Como ha dicho Violet, no era una mujer fácil de tratar. A la gente, o bien Mathilda le gustaba, o bien la aborrecía. Descubrirá eso muy pronto si tiene planeado hacerle preguntas a alguien más.

– ¿Y a usted le caía bien?

Los ojos se le humedecieron de repente.

– Me caía bien -replicó con voz ronca-. En otra época fue hermosa, ¿sabe?, muy hermosa. -Dio unas palmaditas en la mano de su esposa-. Todos lo fuimos, hace mucho, mucho tiempo. La edad tiene muy pocas compensaciones, sargento, excepto quizá la sabiduría para reconocer el contento. -Meditó un momento-. Dicen que cortarse las muñecas es una forma muy apacible de morir, aunque no consigo imaginar cómo puede saberlo alguien. ¿Cree usted que ha sufrido?

– Me temo que no puedo responder a eso, señor Orloff -respondió Cooper con sinceridad.

Los húmedos ojos le sostuvieron la mirada durante un momento, y en ellos vio una tristeza profunda y exhausta. Hablaban de un amor que Cooper, de alguna forma, sospechó que Duncan nunca había manifestado ni sentido por su esposa. Quería decir algo que resultara consolador pero ¿qué podía decir que no fuese a empeorar las cosas? Dudaba de que Violet lo supiera, y se preguntó, no por vez primera, por qué el amor era con más frecuencia cruel que amable.

Esta tarde he observado a Duncan mientras podaba su seto, y apenas pude recordar al apuesto hombre que era. Si hubiese sido una mujer caritativa, me habría casado con él hace cuarenta años y lo habría salvado de sí mismo y de Violet. Ella ha convertido a mi Romeo en un Billy Bunter de ojos tristes que deja destellar su pasión en silencio cuando nadie lo está mirando. Oh, que su tan, tan sólida carne tenga también que deshacerse… A los veinte años tenía el cuerpo del David de Miguel Ángel, ahora se parece a todo el grupo familiar de Henry Moore.

Jack continúa deleitándome. ¡Qué tragedia que no lo haya conocido a él o a alguien como él cuando era «inmadura de juicio»! Sólo aprendí cómo sobrevivir, cuando Jack me habría enseñado, según creo, cómo amar. Le pregunté por qué él y Sarah no tenían hijos, y me contestó: «Porque nunca he sentido la urgencia de jugar a Dios». Yo le contesté que no había nada de calidad de Dios en la procreación - de perruno, quizás -, y que constituía una presunción monumental el que se permitiera dictar la capacidad de Sarah para ser madre. «El vicario te diría que estás jugando al diablo, Jack. La especie no sobrevivirá a menos que la gente como vosotros os reproduzcáis.»

Pero él no es para nada un hombre dócil. Si lo fuese, no me gustaría tanto. «Tú has jugado a Dios durante años, Mathilda. ¿Te ha proporcionado algún placer o hecho sentir más contenta?»

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