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Minette Walters: La Mordaza De La Chismosa

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Minette Walters La Mordaza De La Chismosa

La Mordaza De La Chismosa: краткое содержание, описание и аннотация

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Mathilda Gillespie, sesenta y cinco años, ha aparecido muerta. Estaba en la bañera de su casa, con la cabeza cubierta por una peculiar mordaza, a modo de jaula, usada en la Edad Media para castigar a las mujeres chismosas: un sórdido artilugio de represión que iluminaba y al tiempo oscurecía el motivo de su muerte. Porque la jaula, a su vez, estaba recubierta de flores, como una referencia a la Ofelia muerta de Hamlet: Shakespeare era una de las pasiones de la señora Gillespie. ¿Se podía por tanto deducir que la recargada y morbosa escenografía revelada, junto a la ausencia de signos de violencia, un suicidio? La doctora Sarah Blakeney, medica personal de la anciana y una de sus escasas amigas, no acababan de tenerlo claro. E investigaciones someras ponen de manifiesto viejos y terribles traumas familiares. Así como personas interesadas en la muerte de la señora Gillespie…

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– Oh, sí que lo fue -aulló ella al tiempo que se aferraba al brazo de su esposo-. Una impresión terrible, terrible. -Su voz aumentó hasta un alarido.

Con cierta renuencia, porque temía un estallido aún más sonoro, Cooper se sacó del bolsillo la bolsa de polietileno que contenía el cuchillo Stanley y se la presentó sobre su ancha palma.

– No quiero trastornarla más pero, ¿reconoce usted esto? ¿Se trata de un cuchillo que haya visto antes?

Los labios de ella se fruncieron con expresión trágica, pero dejó de gemir para instar a su marido a que hablara dándole un toque con el codo.

– El cajón de la cocina -dijo él-. Es el del cajón de la cocina. -Tocó el mango a través de la bolsa-. Le grabé una ce de «casa». El que guardo en el cobertizo tiene una jota de «jardín».

Cooper examinó la tosca «c» y asintió con la cabeza mientras volvía a meterse la bolsa en el bolsillo.

– Gracias. Necesitaré el del jardín para compararlo. Le pediré a un oficial que le acompañe cuando hayamos terminado. -Sonrió de modo cordial-. Veamos, es de suponer que ustedes tienen llaves de la casa. ¿Podría verlas?

La señora Spede sacó un cordón que llevaba en torno al cuello, dejando a la vista una llave que había permanecido en la depresión de su seno.

– Sólo yo -dijo-. Jenny tenía la llave. El señor Spede no necesitaba tenerla para el jardín. -Se la entregó a Cooper y él sintió que el calor del cuerpo de ella rezumaba en su mano. Le repelió porque estaba húmeda y oleosa de sudor, y esto lo hizo sentir culpable porque los encontraba a ambos profundamente carentes de atractivo y sabía que, a diferencia de la señora Gillespie, no los habría tolerado en su casa ni siquiera durante media hora.

Los vecinos más próximos de Mathilda Gillespie vivían al lado, en un ala anexa a la casa. En alguna época, Cedar House tenía que haber sido una sola residencia, pero ahora había una señal discreta que indicaba el camino hacia Wing Cottage, en el extremo occidental del edificio. Antes de llamar a la puerta, Cooper avanzó por el sendero de grava hasta la esquina trasera y echó una mirada al patio posterior, primorosamente demarcado por jardineras de pensamientos de todo el año, más allá de los cuales un seto de boj recortado separaba este jardín de la extensión de prado y árboles distantes que pertenecían a Cedar House. Sintió una repentina envidia de los ocupantes. Cuánto más triste resultaba su propia casita por comparación, pero es que fue su propia esposa quien escogió vivir en una urbanización moderna, no él. Él habría sido feliz con un estucado que estuviera desmenuzándose y una buena vista; ella era feliz con todas las comodidades modernas y unos vecinos tan próximos que se frotaban los hombros cada día. Era el destino de un policía, ceder ante una esposa a la que quería. Sus horarios eran demasiado impredecibles como para permitirle imponer su propio anhelo de aislamiento a una mujer que había tolerado sus ausencias con estoico buen humor durante treinta años.

Oyó que la puerta se abría a sus espaldas y se volvió, al tiempo que sacaba su carnet de identificación del bolsillo pectoral, para saludar a un anciano gordo que se le acercó.

– Sargento detective Cooper, señor, policía de Dorset.

– Orloff, Duncan Orloff. -Se pasó una mano con gesto preocupado por su rostro ancho, más bien agradable-. Hemos estado esperándole. Dios mío, Dios mío. No me importa admitir que los aullidos de Jenny resultan un poco difíciles de aguantar después de un rato. Pobre mujer. Es un alma buena siempre y cuando nada la trastorne. No puedo ni contarle cómo fue cuando encontró a Mathilda. Salió corriendo de la casa como una banshee[1] y desquició al desgraciado de su marido por simpatía. Yo me di cuenta de que tenía que haber sucedido algo espantoso, por lo que llamé a su gente y a una ambulancia. Gracias a Dios que acudieron rápido y tuvieron la sensatez de traer una mujer consigo. Fue realmente excelente la labor de esa mujer, calmó a los Spede en tiempo récord. Dios mío, Dios mío -repitió-, llevamos una vida tan apacible… No estamos en absoluto habituados a esta clase de cosas.

– Nadie lo está -dijo Cooper-. Supongo que le han contado lo sucedido.

El anciano se retorció las manos con angustia.

– Sólo que Mathilda está muerta. Retuve a los Spede aquí hasta que llegó el coche de la policía… pensé que era lo mejor, realmente, cuando estaban desmoronándose ante mis propios ojos… se lo advierto, no iba a permitir que mi esposa bajara hasta que las cosas se calmasen… uno no puede estar seguro de las cosas… de todas formas, los muchachos de uniforme me dijeron que esperara hasta que viniese alguien a hacernos preguntas. Mire, será mejor que pase dentro. Violet está ahora en el salón, no se siente demasiado bien en estas circunstancias, ¿y quién puede reprochárselo? Con franqueza, yo mismo no me siento en plena forma. -Se apartó a un lado y dejó entrar a Cooper-. La primera puerta a la derecha -dijo. Siguió al policía a una habitación acogedora, con demasiados muebles, donde un televisor con el volumen bajo se encontraba en un rincón, y se inclinó sobre la figura de su esposa postrada en el sofá-. Ha venido a vernos un sargento -informó mientras la alzaba hasta sentarla con una mano y usaba la otra para bajarle los pies al suelo. Depositó su cuerpo grande en el sofá junto a ella, y le hizo a Cooper un gesto hacia un sillón-. Jenny no dejaba de gritar algo sobre sangre -le confió con tono de infelicidad-. Agua roja y sangre. Es lo único que decía.

Violet se estremeció.

– Y Jesús -susurró-. Yo la oí. Dijo que Mathilda era «como Jesús». -Se llevó una mano a los labios pálidos, carentes de sangre-. Muerta como Jesús en agua roja de sangre. -Se le llenaron los ojos de lágrimas-. ¿Qué le ha sucedido? ¿Está realmente muerta?

– Me temo que sí, señora Orloff. Es sólo algo aproximado, pero el patólogo estima el momento de la muerte entre las nueve y la medianoche del sábado. -Miró de uno a otro-. ¿Estuvieron aquí durante esas tres horas?

– Estuvimos aquí durante toda la noche -replicó Duncan. Resultaba obvio que en él pugnaban lo que consideraba el buen gusto de no formular preguntas y una abrumadora necesidad de satisfacer una curiosidad muy natural-. No nos ha dicho qué sucedió -dijo atropelladamente-. Es mucho, mucho peor si uno no sabe qué ha sucedido. Hemos estado imaginando cosas terribles.

– No ha sido crucificada, ¿verdad? -preguntó Violet, trémula-. Yo dije que posiblemente ha sido crucificada ya que de otra forma, ¿por qué iba Jenny a decir que parecía Jesús?

– Yo dije que alguien había intentado limpiar después -dijo Duncan-, razón por la cual hay agua roja por todas partes. Uno oye hablar de esas cosas todos los días, personas ancianas a las que asesinan por su dinero. También les hacen cosas terribles, antes de matarlas.

– Oh, espero de verdad que no la hayan violado -dijo Violet-. No podría soportar que la hubieran violado.

Cooper tuvo tiempo de sentir pesar por esta pareja anciana que, como muchos de sus coetáneos, vivían el final de sus existencias en el terror, porque los medios de comunicación los persuadían de que estaban en peligro. Él sabía mejor que nadie que las estadísticas demostraban que eran los varones jóvenes de edades entre quince y veinticinco años los que constituían el grupo más vulnerable a la muerte violenta. Había intervenido en demasiadas peleas de borrachos y recogido demasiados apuñalados y aporreados de las cunetas del exterior de los pubs como para tener alguna duda al respecto.

– Murió en su bañera -dijo con voz carente de emoción-. Tenía las muñecas cortadas. De momento, el patólogo se inclina por el suicidio y sólo estamos haciendo preguntas para convencernos de que fue ella quien acabó con su propia vida.

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