Minette Walters - La Mordaza De La Chismosa

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Mathilda Gillespie, sesenta y cinco años, ha aparecido muerta. Estaba en la bañera de su casa, con la cabeza cubierta por una peculiar mordaza, a modo de jaula, usada en la Edad Media para castigar a las mujeres chismosas: un sórdido artilugio de represión que iluminaba y al tiempo oscurecía el motivo de su muerte.
Porque la jaula, a su vez, estaba recubierta de flores, como una referencia a la Ofelia muerta de Hamlet: Shakespeare era una de las pasiones de la señora Gillespie. ¿Se podía por tanto deducir que la recargada y morbosa escenografía revelada, junto a la ausencia de signos de violencia, un suicidio? La doctora Sarah Blakeney, medica personal de la anciana y una de sus escasas amigas, no acababan de tenerlo claro. E investigaciones someras ponen de manifiesto viejos y terribles traumas familiares. Así como personas interesadas en la muerte de la señora Gillespie…

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– Pero usted no cumplió con su parte del acuerdo, señor Gillespie. Lo cual significa que su esposa estaba en libertad de revelar por qué tuvo que huir a Hong Kong para escapar de la justicia.

– Agua pasada -fue la monótona frase de respuesta-. Jodida agua pasada. Nadie estaría ahora interesado en mi pequeño pecadillo, pero habría muchísima gente interesada en el de ella. La hija, para empezar. -Volvió a llevarse la botella a la boca, y quedó inconsciente. Cooper no podía recordar cuándo alguien o algo le había causado tanto asco. Se puso de pie al tiempo que se abotonaba el abrigo. Si pudiera lavarse las manos de esta terrible familia, lo haría, porque no podía hallar bendición redentora alguna en ninguno de ellos. Lo que se lleva en la sangre se manifiesta en la carne, y la corrupción de ellos era tan maloliente como el tufo de esa habitación. Si algo lamentaba en su vida era haber estado de servicio el día en que se encontró el cadáver de Mathilda. De no haber sido por eso, podría haber continuado siendo lo que siempre había creído que era: un hombre de verdad tolerante.

Sin que Gillespie reparara en él, recogió del suelo la botella vacía con las huellas dactilares, y se la llevó.

Jack estudió la dirección que Sarah le había sonsacado a Ruth mediante palabras dulces.

– Dices que es una casa ocupada así que, ¿cómo lo saco solo al exterior?

Ella estaba aclarando unas tazas bajo el grifo del agua fría.

– Estoy reconsiderándolo. ¿Qué pasará si acabas en fisioterapia durante los próximos seis meses?

– No existe posibilidad de que sea peor que lo que ya estoy sufriendo -murmuró él al tiempo que retiraba una silla y se sentaba-.Algo de la habitación de invitados no me sienta bien. Está poniéndome el cuello rígido. ¿Cuándo vas a echar a Ruth y dejarme que vuelva al lugar que me corresponde?

– Cuando te hayas disculpado.

– Ah, bueno -replicó él con tristeza-, entonces seguirá el cuello rígido.

Los ojos de ella se entrecerraron.

– Sólo se trata de una disculpa, bastardo. No te matará. El cuello rígido lo dice todo, si quieres mi opinión.

Él le dedicó una sonrisa malvada.

– No es lo único que está rígido. No sabes lo que estás perdiéndote, niña mía.

Ella lo miró con ferocidad.

– Eso se cura con facilidad. -Con un movimiento rápido le vació una taza de agua helada en el regazo-. Es una pena que Sally Bennedict no hiciera lo mismo.

Él se puso en pie de un salto y derribó la silla.

– Jesús, mujer -rugió-, ¿quieres dejar de intentar convertirme en un eunuco? -La aferró por la cintura y la levantó en el aire-. Tienes suerte de que Ruth esté en la casa -gruñó, al tiempo que la volvía de lado y le sujetaba la cabeza debajo del grifo abierto-, porque si no podría sentirme tentado de demostrarte lo ineficaz que es el agua fría sobre una libido que soporta privaciones.

– Estás ahogándome -farfulló ella.

– Te lo tienes merecido. -Volvió a dejarla en el suelo bruscamente y cerró el grifo.

– Tú pediste pasión -dijo ella, chorreando agua sobre las baldosas de piedra-. ¿No te gusta, ahora que la tienes?

Él le echó una toalla al vuelo.

– Demonios, sí -replicó con una sonrisa-. Lo último que quería era una esposa que comprendiera. No me gusta que me traten con actitud paternalista, mujer.

Ella sacudió la cabeza con furia, salpicando gotas por toda la cocina.

– Si una sola persona más me llama paternalista -dijo-, voy a hacerle daño. Estoy intentando ser caritativa con algunos de los egoístas más inútiles y autocomplacientes que he tenido la desgracia de conocer. Y resulta jodidamente difícil. -Se frotó vigorosamente el pelo con la toalla-. Si el mundo estuviera compuesto por personas como yo, Jack, sería un paraíso.-Bueno, ya sabes lo que dicen del paraíso, trasto. Es el Edén hasta que la víbora cornuda asoma la cabeza por debajo de la hoja de parra y descubre la madriguera tibia y húmeda que hay debajo de los matorrales. Después de eso se desatan los infiernos.

Ella lo observó mientras se ponía el anorak impermeable y sacaba una linterna del cajón de la cocina.

– ¿Qué planeas hacer, exactamente?

– No te preocupes. Lo que no sabes no puede incriminarte.

– ¿Quieres que te acompañe?

Su oscuro rostro fue transformándose por una sonrisa de dientes desnudos.

– ¿Para qué? ¿Para que puedas volver a coserlo cuando yo haya acabado con él? Serías una responsabilidad, mujer. De todas formas, si nos pillaran, te quitarían de en medio a golpes, y alguien tiene que quedarse con Ruth.

– Tendrás cuidado, ¿verdad? -dijo ella con los ojos cargados de preocupación-. A pesar de todo, Jack, te tengo mucho cariño.

Él le rozó los labios con un dedo.

– Tendré cuidado -le prometió.

Condujo con lentitud por Palace Road, localizó el número veintitrés y la Ford Transit blanca aparcada en el exterior, dio la vuelta a la manzana con el coche y aparcó en un espacio que le proporcionaba una visión sin obstáculos de la casa, pero que se encontraba lo bastante lejos como para no atraer la atención sobre sí. El alumbrado amarillo brillaba calle abajo, arrojando charcos de sombras entre las casas, pero había poca gente fuera a las ocho de la noche de un jueves frío de finales de noviembre, y sólo una o dos veces su corazón dio un brinco a causa de la inesperada aparición en la calle de una silueta ataviada de oscuro. Había pasado una hora cuando un perro entró en la luz a diez metros delante del coche, y se puso a escarbar en la basura que había junto al contenedor. Fue sólo tras varios minutos de observación cuando Jack se dio cuenta de que no era en absoluto un perro sino un zorro urbano que buscaba comida entre los desperdicios. Tan preparado estaba para una larga espera, y tan hipnotizado por el delicado escarbar del zorro, que no se dio cuenta de que se abría la puerta del número veintitrés. Sólo el sonido de risas lo alertó respecto a que estaba sucediendo algo. Con los ojos entrecerrados, contempló al grupo de hombres jóvenes que entraban en la parte trasera de la furgoneta, vio que las puertas se cerraban y que una silueta desaparecía por uno de los flancos.

Imposible saber si se trataba de Hughes. Ruth lo había descrito como alto, moreno y apuesto, pero de noche todos los gatos son pardos, así que todos los jóvenes parecían iguales desde treinta metros de distancia en una noche de invierno.

Jack jugándosela según otra cosa que ella había dicho, que la furgoneta era suya y que siempre la conducía él, se puso en marcha para seguirla cuando ésta partió.

El médico ha escrito «fallo cardíaco» como causa de la muerte de mi padre. Tuve dificultades para mantener mi cara seria al leerlo. Por supuesto que murió de fallo cardíaco. Todos morimos de fallo cardíaco. La señora Spencer, el ama de llaves, se sintió muy turbada hasta que le dije que le daría trabajo mientras buscaba otra colocación. Después de eso, se recuperó con sorprendente velocidad. Esa clase tiene poca lealtad para cualquier cosa que no sea el dinero.

Mi padre parecía bastante en paz sentado en su sillón, con el vaso de whisky aún aferrado en la mano. «Se fue mientras dormía», según el médico. Cuánta, cuánta verdad hay en ello, en todos los sentidos. «Bebía muchísimo más de lo que era bueno para él, querida, ya se lo había advertido.» Continuó asegurándome que no tenía que temer que hubiese sufrido. Yo le di una respuesta adecuada pero pensé: «Qué lástima que no haya sufrido. Se merecía sufrir». El peor defecto de mi padre era la ingratitud. James tuvo de verdad mucha suerte. Si yo me hubiese dado cuenta de lo fácil que es librarse de los borrachos, bueno, bueno… ya he dicho bastante.

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