Minette Walters - Donde Mueren Las Olas

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Ni tan siquiera el ensordecedor ruido de las hélices del helicóptero parece capaz de romper la pesada calma que se cierne sobre un tranquilo pueblo costero situado al sur de Inglaterra. Unos pocos curiosos, desde los acantilados o desde los escasos veleros fondeados en 1a bahía, aplauden lo que creen es el final feliz del rescate de una joven atrapada en una playa abrupta y de difícil acceso. En realidad, la mujer ha sido asesinada y, según todos los indicios, torturada y violada. Su desnudo cuerpo no arroja pista alguna sobre su identidad. El agente Nick Ingram, encargado de la investigación, recela enseguida de un joven actor que paseaba por el lugar de los hechos. El posterior descubrimiento de sus relaciones con la víctima, así como sus actividades en el campo de la pornografía para costearse su lujoso tren de vida, hará que todo le señale como el principal sospechoso.
Pero al mismo tiempo, en el puerto de un cercano pueblo, aparece una niña de tres años con aspecto de haber sido abandonada y con una preocupante actitud de desconfianza y ensimismamiento. La llegada del padre conducirá también hasta la mujer de la playa, que es, en realidad, la madre de la niña. A la policía tampoco le pasa por alto que la pequeña se siente aterrorizada cada vez que su padre se le acerca; un dato revelador que se suma a otras oscuras circunstancias, como el hecho de que el marido no posea una coartada sostenible. Será necesario algo más que arduas investigaciones para conseguir desvelar los aspectos más oscuros y secretos de las vidas de los allegados a la víctima y para localizar las claves que permitan desvelar la identidad del asesino.

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Ingram había deducido que Harding había vuelto por su mochila, porque, pese a que el joven insistía en que la que habían encontrado a bordo del Crazy Daze era la que llevaba, Ingram seguía creyendo que era mentira. Paul y Danny Spender estaban demasiado seguros de que la mochila que habían visto era grande para que Ingram aceptara que una triangular encajaba con la descripción. Además le hacía sospechar el hecho de que Harding no la hubiera cogido cuando acompañó a los niños a los cobertizos de la playa. Sin embargo seguía sin entender por qué Harding había bajado a la playa aquella mañana para volver a subir con las manos vacías. ¿Alguien había encontrado la mochila y se la había llevado? ¿Harding la había arrojado al mar? Y para empezar, ¿la había dejado Harding allí?

Un poco desanimado, Ingram bajó deslizándose por un barranco del precipicio de esquisto hasta donde la pendiente ondulaba suavemente hacia el mar. El acantilado daba al oeste e Ingram se estremeció cuando el frío y la humedad le traspasaron la camiseta y el suéter. Se volvió para mirar hacia la grieta del acantilado, calculando el punto donde debían de haberse encontrado Harding y Maggie. Todavía había esquisto suelto en el barranco por donde había bajado, y el policía vio un desprendimiento reciente a su izquierda. Fue hacia allí, preguntándose si lo habría hecho Harding al subir, pero la superficie estaba empapada de rocío, y dedujo que debía de haber pasado unos días antes.

Miró hacia la orilla y dio unos pasos hacia allí para ver mejor. Había maderas flotantes y envases de plástico desmenuzados al chocar contra las rocas, pero el policía no vio nada que pareciera una mochila verde o negra. De pronto se sintió agotado y se preguntó qué hacía allí. Tenía previsto pasar el día en su barca sin hacer nada, y no le hacía gracia abandonar sus planes para perseguir un imposible. Vio unas nubes que se acercaban impulsadas por la brisa del suroeste y exhaló un suspiro de frustración.

Maggie dejó una taza de té en la mesa que había junto a la cama de su madre.

– Le he echado mucho azúcar -dijo-. Nick dice que necesitas energía. -Vio la manta, gastada y llena de manchas, y luego se fijó en las manchas de la bata de Celia. No quería ni pensar cómo debían de estar las sábanas, pues hacía años que en Broxton House no había lavadora, y lamentó haber incluido la palabra «guarra» en su conversación con Ingram.

– Prefiero un coñac -dijo Celia.

– Yo también -repuso Maggie-, pero no tenemos. -Se acercó a la ventana, mirando hacia el jardín, con la taza de té entre las manos-. ¿Por qué quiere desquitarse contigo, mamá?

– ¿Se lo has preguntado?

– Sí. Contestó que era un chiste tonto.

– ¿Dónde está? -preguntó Celia.

– Se ha marchado.

– Espero que le hayas dado las gracias de mi parte.

– Pues no. Empezó a darme órdenes y lo mandé a paseo.

Su madre la miró.

– Qué raro -dijo cogiendo su taza de té-. ¿Qué tipo de órdenes te daba?

– Sarcásticas.

– Entiendo.

Maggie sacudió la cabeza y dijo:

– Dudo que lo entiendas. Nick es como Matt y Ava; cree que la sociedad sacaría mejor provecho de esta casa si nos desahuciaran y se la entregaran a una familia necesitada.

Celia bebió un sorbo de té y se recostó en las almohadas.

– Ahora sé por qué estás tan enfadada. Resulta muy molesto que otro tenga razón.

– Te ha llamado guarra y ha dicho que era un milagro que no hubieras muerto envenenada.

– Me extraña que te haya dicho eso y que no te haya explicado por qué quería desquitarse conmigo. Además, es un joven muy educado y no suele emplear palabras como «guarra». Eso me recuerda más a tu estilo, ¿no, querida? -Observó la rígida espalda de su hija, pero como Maggie no decía nada, prosiguió-: Si de verdad hubiera querido desquitarse conmigo podría haberlo hecho hace mucho tiempo. Yo fui sumamente grosera con él, de lo cual siempre me he arrepentido.

– ¿Qué le hiciste?

– Dos meses antes de tu boda Nick vino a verme para prevenirme de tu prometido, y yo… -hizo una pausa para recordar la expresión empleada por su hija- lo mandé a paseo. -Ni Maggie ni ella pensaban nunca en el hombre que se había metido en sus vidas y las había arruinado con su nombre real, Robert Healey, sino con el nombre por el que ellas lo conocían, Martin Grant. A Maggie le costaba más, pues durante tres meses había sido la señora de Martin Grant, hasta que tuvo que informar a varios bancos y empresas que ni el nombre ni el título eran válidos-. Hay que reconocer que las pruebas que había contra Martin eran muy frágiles -prosiguió Celia-. Nick lo acusó de intentar estafar a los suegros de Jane Fielding haciéndose pasar por coleccionista de antigüedades (todo se basaba en la convicción de la señora Fielding de que Martin era el hombre que había ido a visitarlos), pero si yo hubiese escuchado a Nick en lugar de censurarlo… -Hizo una pausa y a continuación añadió-: Lo malo fue que me hizo enfadar. No paraba de preguntarme qué sabía del pasado de Martin, y cuando le dije que el padre de Martin era propietario de una plantación de café en Kenia, Nick se echó a reír.

– ¿Le enseñaste las cartas que nos escribieron?

– Que supuestamente nos escribieron -la corrigió Celia-. Sí, claro que se las enseñé. Eran la única prueba que teníamos de que Martin procedía de una familia respetable. Pero, como Nick señaló con razón, la dirección del remitente era un apartado de correos de Nairobi que no demostraba nada. Me dijo que cualquiera podía mantener una correspondencia falsa utilizando un apartado de correos anónimo. Lo que él quería era la dirección anterior de Martin en Gran Bretaña, y lo único que yo pude darle fue la dirección del piso que Martin alquilaba en Bournemouth. -Exhaló un suspiro-. Pero como dijo Nick, no hace falta ser hijo del propietario de una plantación de café para alquilar un piso, y agregó que no estaría de más que hiciera algunas averiguaciones antes de permitir que mi hija se casara con un hombre del que no sabía nada.

Maggie se dio la vuelta y miró a su madre.

– Y ¿por qué no seguiste sus consejos?

– No lo sé. -Celia volvió a suspirar-. Quizá porque Nick era exageradamente pomposo. Quizá porque en una ocasión en que me atreví a cuestionar tu inminente boda con Martin -levantó las cejas- me llamaste bruja entrometida y pasaste semanas sin dirigirme la palabra. Creo que te pregunté si de verdad serías capaz de casarte con un hombre al que le daban miedo los caballos, ¿no?

– Sí -reconoció su hija-. Y yo debí hacerte caso. Ahora me arrepiento de no haberlo hecho. -Se cruzó de brazos y preguntó-: ¿Qué le dijiste a Nick?

– Lo mismo que tú acabas de decir de él, más o menos. Le llamé gorila engreído con complejo de Hitler y le dije de todo por haber tenido la desfachatez de criticar a mi futuro yerno. Luego le pregunté qué día decía la señora Fielding que había visto a Martin, y, cuando me dijo el día, yo mentí y dije que no podía ser porque Martin había venido a pasear a caballo con nosotras.

– ¡Vaya por Dios! -exclamó Maggie-. ¿Cómo pudiste hacer eso?

– Porque no se me ocurrió que Nick pudiera tener razón -respondió Celia con una sonrisa irónica-. Al fin y al cabo, él no era más que un policía de barrio, y Martin, en cambio, era todo un caballero. Había estudiado en Eton y Oxford. Era el heredero de una plantación de café. A ver, querida, ¿quién es la más estúpida de las dos, tú o yo?

– Al menos podrías habérmelo contado -dijo Maggie meneando la cabeza-. Hombre prevenido vale por dos.

– No lo creo. Siempre fuiste muy cruel con Nick después de que Martin comentara que el pobre se ponía rojo como un tomate cada vez que te veía. Recuerdo cómo te reías comparando a Nick con un hombre de neanderthal disfrazado de policía.

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