Minette Walters - Donde Mueren Las Olas

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Ni tan siquiera el ensordecedor ruido de las hélices del helicóptero parece capaz de romper la pesada calma que se cierne sobre un tranquilo pueblo costero situado al sur de Inglaterra. Unos pocos curiosos, desde los acantilados o desde los escasos veleros fondeados en 1a bahía, aplauden lo que creen es el final feliz del rescate de una joven atrapada en una playa abrupta y de difícil acceso. En realidad, la mujer ha sido asesinada y, según todos los indicios, torturada y violada. Su desnudo cuerpo no arroja pista alguna sobre su identidad. El agente Nick Ingram, encargado de la investigación, recela enseguida de un joven actor que paseaba por el lugar de los hechos. El posterior descubrimiento de sus relaciones con la víctima, así como sus actividades en el campo de la pornografía para costearse su lujoso tren de vida, hará que todo le señale como el principal sospechoso.
Pero al mismo tiempo, en el puerto de un cercano pueblo, aparece una niña de tres años con aspecto de haber sido abandonada y con una preocupante actitud de desconfianza y ensimismamiento. La llegada del padre conducirá también hasta la mujer de la playa, que es, en realidad, la madre de la niña. A la policía tampoco le pasa por alto que la pequeña se siente aterrorizada cada vez que su padre se le acerca; un dato revelador que se suma a otras oscuras circunstancias, como el hecho de que el marido no posea una coartada sostenible. Será necesario algo más que arduas investigaciones para conseguir desvelar los aspectos más oscuros y secretos de las vidas de los allegados a la víctima y para localizar las claves que permitan desvelar la identidad del asesino.

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Echó un vistazo a la cocina y dijo:

– Si esto le parece deprimente, debería alojarse en un albergue para gente sin hogar.

– ¿Lo dices para que me sienta mejor?

– En esta habitación podría vivir una familia entera.

– Me recuerdas a Ava, mi insoportable cuñada. Según ella, vivimos rodeadas de lujos, aunque esta casa se esté cayendo a pedazos.

– Entonces, ¿por qué no deja de quejarse y hace algo por cambiar la situación? Esta cocina mejoraría mucho con una simple mano de pintura, y así no se deprimiría tanto.

– Por el amor de Dios, Nick, después me aconsejarás que haga ganchillo. No necesito terapia de bricolaje, te lo aseguro.

– Entonces explíqueme de qué le sirve pasarse el día sentada quejándose de su entorno. Usted no es ninguna inútil. ¿No será a usted, y no a su madre, a la que se le caen los anillos haciendo según qué trabajos?

– La pintura cuesta dinero.

– Ese piso que tiene encima de las cuadras vale mucho más -señaló él-. Usted se niega a comprar un bote de pintura, y sin embargo está dispuesta a pagar dos facturas de gas, electricidad y teléfono con tal de no convivir con su madre. ¿Qué sentido tiene eso? No es una política muy ahorrativa. Y ¿qué piensa hacer cuando su madre se caiga y se rompa la cadera y tenga que ir en silla de ruedas? ¿Asomar la nariz de vez en cuando para ver si se ha muerto de hipotermia por la noche porque no ha podido meterse en la cama ella sola? ¿O ni siquiera haría eso?

– Esto no es asunto tuyo. Nos las arreglamos muy bien solas.

Ingram la miró; luego vació las tazas y las aclaró bajo el grifo. Señaló la tetera y dijo:

– Su madre quiere una taza de té, y le sugiero que ponga varias cucharadas de azúcar para animarla un poco. A usted tampoco le vendría mal una taza. El médico ha dicho que llegaría sobre las once. -Se secó las manos con un trapo y se bajó las mangas.

– ¿Adónde vas? -preguntó Maggie.

– Al cabo. Me gustaría saber por qué Harding volvió allí. ¿Tiene su madre bolsas para congelados?

– No. No tenemos congelador.

– ¿Y plástico de envolver?

– En el cajón junto al fregadero.

Maggie vio cómo Ingram cogía el rollo de plástico de envolver y se lo ponía bajo el brazo.

– ¿Para qué lo quieres? -preguntó.

– Para recoger pruebas -respondió él, y se dirigió hacia la puerta.

Ella lo miró con desprecio.

– ¿Y mi madre y yo?

– ¿Qué pasa con ustedes? -preguntó Ingram volviéndose con ceño.

– No sé -dijo ella con enojo-. Estamos un poco afectadas, no sé si te has dado cuenta. Ese imbécil me ha pegado, por si no lo recuerdas. ¿No hace nada la policía cuando alguien agrede a una mujer? ¿No les proporcionan vigilancia? ¿No se les toma declaración ni nada parecido?

– Es probable -concedió él-, pero hoy es mi día libre. La he ayudado porque soy su amigo, no en calidad de policía, y estoy investigando a Harding porque participó en el caso de Kate Sumner. No se preocupe -añadió con una sonrisa tranquilizadora-, Harding no supone ningún peligro para ustedes, al menos mientras esté en Poole, pero si necesita a alguien que la consuele, llame al 999.

Ella lo fulminó con la mirada.

– Quiero denunciarlo, o sea que quiero que me tomes declaración ahora mismo.

– Mmm. Bueno, no olvide que también le tomaré declaración a él, y quizá se le pasen a usted las ganas de lanzarse a su yugular si él decide denunciarla a usted alegando que fue él quien sufrió los daños porque usted no controlaba adecuadamente su perro. Tenga en cuenta que será su palabra contra la de él -añadió al tiempo que abría la puerta-, y ése es uno de los motivos por los que pienso volver allí ahora.

Maggie suspiró y dijo:

– ¿Estás ofendido porque te dije que te metieras en tus asuntos?

– En absoluto -contestó Ingram-. Enojado o aburrido, quizá, pero no ofendido.

– ¿Qué quieres? ¿Que te pida disculpas? Está bien. Me siento cansada, estoy muy estresada y no estoy de muy buen humor, pero te pido disculpas, si eso es lo que quieres.

Pero sus palabras no sirvieron de nada, porque lo único que oyó fue el ruido de la puerta trasera cerrándose detrás del policía.

El inspector llevaba tanto rato callado que William Sumner cada vez estaba más nervioso.

– Ya está -insistió-. Eso demuestra que yo no pude ahogarla ¿no? -Le temblaba un párpado, lo cual le daba un aspecto ridículo-. No entiendo por qué soltó a Steven Harding si la agente Griffiths dijo que lo habían visto hablando con Kate delante de Tesco's el sábado por la mañana.

Griffiths deberá aprender a tener la boca cerrada, pensó Galbraith con enojo, aunque no la culpaba por su indiscreción. Sumner era lo bastante listo para leer entre líneas en los artículos del periódico que hablaban de un joven actor de Lymington al que habían detenido para interrogarlo, y para sonsacarle información a la agente.

– Sólo hablaron un momento -aclaró-, y después cada uno siguió su camino. Luego Kate habló con un par de dependientes, pero Harding ya no estaba con ella.

– De todos modos, no fui yo -dijo Sumner sin dejar de parpadear-. Y eso significa que hay alguien más a quien usted todavía no ha encontrado.

– Sí, ése es otro punto de vista, desde luego. -Galbraith cogió la fotografía enmarcada de Kate que había en la mesa-. El problema es que muchas veces las apariencias engañan. Es el caso de Kate, por ejemplo. ¿Ve esto? -Le enseñó la fotografía-. La primera impresión que uno tiene de ella es que no ha roto un plato en su vida, pero cuando empiezas a conocerla comprendes que esa primera impresión era errónea. Le diré lo que sé de Kate. -Enumeró los puntos con los dedos-: Le gustaba el dinero y no le importaba lo que tuviera que hacer para conseguirlo. Manipulaba a la gente para lograr sus propósitos. A veces era cruel. Mentía cuando era necesario. Buscaba ascender socialmente y ser aceptada en un entorno que admiraba, y el sexo era su mejor arma para conseguirlo. La única persona a la que no logró manipular fue su madre, así que optó por alejarse de su influencia. -Miró a Sumner con expresión de lástima-. ¿Cuánto tardó en darse cuenta de que su esposa le había tomado el pelo, William?

– Veo que ha estado hablando con la agente Griffiths.

– Y no sólo con ella.

– Me puso furioso, y dije cosas que habría preferido no decir.

Galbraith sacudió la cabeza.

– La opinión que tenía su madre de su matrimonio no era muy diferente -señaló-. Quizás ella no empleara las expresiones «casera» o «pensión barata», pero de todos modos describió una relación muy poco satisfactoria. Otros la han descrito como una relación desdichada, basada en el sexo, fría y aburrida. ¿Son acertadas esas opiniones?

Sumner se apretó la nariz con el índice y el pulgar.

– Nadie mata a su esposa porque se aburra con ella -murmuró.

A Galbraith volvió a sorprenderle su inocencia. El aburrimiento era precisamente el motivo por el que la mayoría de los maridos mataban a sus esposas. Quizá lo enmascaraban alegando provocación o celos, pero el verdadero motivo era el deseo de algo diferente, aunque esa diferencia fuera simplemente una evasión.

– Según tengo entendido, no se trataba de aburrimiento, sino de que usted daba por hecho que Kate siempre estaría a su lado. Y eso me interesa. Verá, me pregunto qué haría un hombre como usted si su mujer decidiera de pronto que ya no quería seguir las reglas del juego.

Sumner lo miró con desdén.

– No sé de qué me está hablando.

– O si usted hubiera descubierto que aquello que daba por hecho no era cierto -añadió Galbraith sin inmutarse-. Como su paternidad, por ejemplo.

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