Minette Walters - La Casa De Hielo

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En el antiguo depósito de hielo de Streech Grange ha aparecido el cadáver, desnudo y tan deteriorado que se hace imposible su identificación, de un hombre. El jefe de la policía local. Walsh. considera que se trata del cuerpo de David Maybury, desaparecido diez años atrás. Walsh, entonces, había culpado a la esposa de aquél, Phoebe. de la desaparición (y posible asesinato) de Maybury, pero no había encontrado pruebas y tuvo que dar el caso por cerrado.
Walsh, ahora, ve de nuevo la ocasión de lanzarse sobre Phoepe: la odia, se dice que porque le rechazo, hasta el punto de que no puede distinguir lo personal de lo profesional. Solo su subordinado, el sargento McLoughlin, intenta introducir ecuanimidad en una investigación que había de deparar muchas sorpresas
La casa del hielo es una novela de intriga en un ambiente de tensión, cerrado, claustrofóbico. Una obra singular, apasionante… y dentro de la mejor tradición inglesa del género.

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– Debes abrigarte después de una carrera como ésa, Fred.

El jardinero se envolvió en la manta y asintió con la cabeza, mostrando agradecimiento.

– ¿Qué ha pasado, Fred? -preguntó Phoebe de nuevo.

– No sé cómo decirlo debidamente -ella creyó ver compasión en sus ojos-, pero hay que decirlo.

– Entonces dímelo -sugirió amablemente-. Estoy segura de que no puede ser tan malo -miró a Benson, el labrador de color castaño claro que permanecía echado plácidamente junto a la silla de Diana-. ¿Acaso han atropellado a Hedges?

Fred sacó un mano, callosa y apelmazada como el barro, de entre los pliegues de la manta y, con una familiaridad que no era nada característica de él, la puso sobre la de ella y la apretó suavemente. El gesto fue tan breve como inesperado.

– Hay un cadáver en la casa del hielo, señora.

Se produjo un instante de angustioso silencio.

– ¿Un cadáver? -repitió Phoebe-. ¿Qué clase de cadáver? -su voz era poco emotiva, firme.

Anne dirigió una breve mirada hacia ella. A veces, pensó, la serenidad de su amiga la asustaba.

– A decir verdad, señora, no miré demasiado cerca. Me sobresalté al encontrarlo de la manera en que lo hice -miró fija y tristemente sus pies-. Lo pisé, así, antes de que lo viera. Después noté que olía un poco.

Todas ellas miraron, fascinadas, sus botas de jardinería y él, arrepintiéndose de su impulsiva afirmación, las arrastró incómodamente fuera de la vista bajo la manta.

– No se preocupe, señora -dijo-, las limpié en la hierba tan pronto como pude.

La taza y el pequeño plato que Phoebe sostenía en la mano tintinearon y los puso con cuidado sobre la mesa, al lado de la podadera.

– Por supuesto que lo hiciste, Fred. Es un detalle de tu parte. ¿Quieres una taza de té? ¿Quizás una pasta? -le preguntó.

– No, gracias, señora.

Diana se volvió, reprimiendo un terrible deseo de reír. Sólo Phoebe, pensó, de todas las mujeres que conocía, ofrecería una pasta y té en tales circunstancias. De alguna manera, resultaba admirable, puesto que era a Phoebe a quien, más que a ninguna, le afectaría la horrorosa revelación de Fred.

Anne revolvió las páginas de su manuscrito en busca de los cigarrillos. Con un movimiento brusco, abrió la caja con un golpecito y se la ofreció a Fred. Éste miró a Phoebe para pedir permiso, que no necesitaba, y ella asintió seriamente.

– Es muy amable, señorita Cattrell. Tengo los nervios deshechos.

Anne se lo encendió, agarrándole su firme mano con la suya.

– Dínoslo francamente, Fred -le dijo, sus ojos oscuros buscando su mirada-. Se trata del cadáver de una persona. ¿Es eso?

– Así es, señorita Cattrell.

– ¿Sabes quién es?

– No puedo decir que sí, señorita -contestó con desgana-. No creo que nadie sepa quién es -aspiró profundamente del cigarrillo y el sudor de la náusea reprimida afloró en su frente-. La verdad es que, por el vistazo que di, no queda demasiado del cuerpo. Debe llevar ahí bastante tiempo.

Las tres mujeres lo miraron horrorizadas.

– ¿Pero seguramente lleva ropa puesta, Fred? -preguntó Diana, nerviosa-. Por lo menos sabrás si es un hombre o una mujer.

– No vi ropa alguna, señora Goode.

– Es mejor que me lo enseñes -Phoebe se levantó con decisión repentina y Fred se puso en pie torpemente.

– Preferiría no hacerlo, señora. No debería verlo. No quiero llevarla hasta allí.

– Entonces iré yo sola -sonrió de pronto y le puso la mano en el brazo-. Lo siento, pero tengo que verlo. Lo entiendes, ¿verdad, Fred?

Fred apagó el cigarrillo y tiró de la manta, apretándosela más contra los hombros.

– Si está tan decidida a ir, voy con usted. Es algo que no debería ver sola.

– Gracias -se volvió hacia Diana-. ¿Podrías telefonear a la policía?

– Por supuesto.

Anne apartó su silla hacia atrás.

– Iré con vosotros -le dijo a Phoebe. Entonces llamó a Diana mientras seguía a los otros dos cruzando la extensión de césped-. Sería una buena idea que prepararas el coñac, yo lo necesitaré, aunque nadie más lo necesite.

Se agruparon formando un nervioso conjunto a unos cuantos metros de la entrada de la casa de hielo. Se trataba de una estructura original, diseñada y construida en el siglo xviii para que pareciese un montecillo. Su función como almacén de hielo había cesado hacía años con el advenimiento del frigorífico y la naturaleza había reafirmado su dominio sobre él, de manera que hileras de ortigas avanzaban a cientos alrededor de la base, creando una fusión natural entre la cúpula hecha por el hombre y la tierra sólida. La única entrada, una puerta ancha y baja, estaba abierta en la pared de la casa del hielo, al final de un camino cubierto de hierba. La puerta también hacía mucho que había quedado escondida entre una masa de zarzas enmarañadas que crecían sobre ella formando una cortina espinosa que la cubría de arriba a abajo. Tan sólo se descubría ahora porque Fred había cortado y pisoteado la cortina hacia un lado para alcanzarla.

Una linterna encendida yacía a sus pies abandonada en el suelo. Phoebe la recogió.

– ¿Por qué motivo entraste ahí? -le preguntó a Fred-. Hace muchos años que no la usamos.

Puso cara de desagrado.

– Desearía no haberlo hecho, señora, Dios lo sabe. Ojos que no ven, corazón que no siente, y eso es cierto. He estado arreglando el muro de la huerta, pues se derrumbó la semana pasada. La mitad de los ladrillos son inutilizables: comprendí, cuando vi cómo estaban, por qué se derrumbó el muro. Un puñado de polvo, eso es lo que quedaba de algunos de ellos. De cualquier modo, me acordé de los ladrillos que guardamos aquí hace unos cuantos años, los de la dependencia que derribamos. Usted dijo: «Nos quedaremos los que estén bien, Fred, nunca se sabe cuándo podríamos necesitarlos para reparar algo».

– Lo recuerdo.

– Así que quería usarlos para el muro.

– Claro. ¿Tuviste que cortar las zarzas?

– En efecto, no podía ver la puerta, habían crecido mucho -señaló una guadaña que se veía en el suelo, a un lado de la casa del hielo-. Utilicé eso y mis botas para llegar hasta ella.

– Vamos -dijo Anne de pronto-. Acabemos de una vez con esto. Hablar no va a hacerlo más fácil.

– Sí -pronunció Phoebe con calma-. ¿Se abre más la puerta, Fred?

– Sí, señora. La abrí del todo antes de pisar lo que está ahí dentro. La ajusté todo lo que pude cuando salí en caso de que alguien pasara cerca -apretó los labios-. La verdad sea dicha, ahora está más abierta que cuando salí.

Se adelantó a disgusto y, con un movimiento brusco, le dio una patada a la puerta. Esta giró sobre sus goznes, abriéndose entre crujidos. Phoebe se agachó e iluminó el interior con la linterna, bañando el contenido con la luz cálida y dorada. No fue tanto el cadáver ciego y ennegrecido lo que le causó el vómito, como el ver a Hedges revolcándose tranquila y resueltamente entre los restos de los intestinos en descomposición. El perro salió escondiendo la cola y se echó sobre la hierba mirándola, con la cabeza entre las patas, mientras ella vomitó el té en la hierba.

Capítulo 2

La comisaría de Silverbone, un triunfo moderno de características cromadas y de ventanas selladas y ahumadas, se tostaba al sol entre sus vecinos más tradicionales. En el interior, el aire acondicionado se había estropeado otra vez, y a medida que las horas pasaban y la atmósfera se recalentaba, también lo hacían los policías. El bochorno aumentaba y se peleaban entre ellos como niños pequeños. Los que podían, salían fuera; los que no, custodiaban con recelo sus ventiladores eléctricos y rezaban por un rápido fin de su turno. Para el detective inspector en jefe Walsh, que sudaba abundantemente sobre el papeleo de su despacho, la orden de llevar una unidad a Streech Grange llegó como un milagroso respiro de aire a través de las ventanas selladas. Silbó felizmente para sí mientras se dirigía a la sala de reuniones. Sin embargo, para el sargento detective McLoughlin, destacado para ayudarlo, la noticia de que iba a perderse la hora del aperitivo y la cerveza fría que se había prometido a sí mismo, fue el colmo de las desdichas.

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