Minette Walters - La Casa De Hielo

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En el antiguo depósito de hielo de Streech Grange ha aparecido el cadáver, desnudo y tan deteriorado que se hace imposible su identificación, de un hombre. El jefe de la policía local. Walsh. considera que se trata del cuerpo de David Maybury, desaparecido diez años atrás. Walsh, entonces, había culpado a la esposa de aquél, Phoebe. de la desaparición (y posible asesinato) de Maybury, pero no había encontrado pruebas y tuvo que dar el caso por cerrado.
Walsh, ahora, ve de nuevo la ocasión de lanzarse sobre Phoepe: la odia, se dice que porque le rechazo, hasta el punto de que no puede distinguir lo personal de lo profesional. Solo su subordinado, el sargento McLoughlin, intenta introducir ecuanimidad en una investigación que había de deparar muchas sorpresas
La casa del hielo es una novela de intriga en un ambiente de tensión, cerrado, claustrofóbico. Una obra singular, apasionante… y dentro de la mejor tradición inglesa del género.

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– No tenía ni idea. Lo siento.

– No fue un gran problema, señor. Todo sucedió de forma amigable. No ha habido rensentimientos por ninguna parte.

Se mostró muy frío.

– Tal vez sea un enamoramiento temporal -sugirió Walsh de manera poco convincente-. Tal vez vuelva cuando lo supere.

Los dientes de McLoughlin brillaban blancos dentro de su risa burlona, pero la noche ocultaba la cólera negra de sus ojos.

– Hágame un favor, señor, es la última cosa que quisiera oír. Dios sabe que nunca tuvimos demasiado que decirnos el uno al otro antes de que se fuera. ¿De qué demonios hablaríamos si regresara?

Dios, quería pegar a alguien. ¿Acaso todos lo sabían? ¿Todos se estaban riendo? Mataría a la primera persona que se riera. Aligeró el paso.

– Gracias a Dios que no tenemos hijos. De esta manera, nadie sale perdiendo.

Walsh, siguiéndole unos cuantos pasos más atrás, reflexionó sobre lo caprichosa que era la naturaleza humana. Podía recordar una conversación que había tenido con McLoughlin sólo unos meses atrás, cuando el joven había echado la culpa de sus problemas matrimoniales al hecho de que él y Kelly no tuvieran hijos. Ella estaba aburrida, afirmaba él, encontraba su trabajo de secretaria poco satisfactorio, necesitaba un hijo para estar ocupada. Walsh se había callado de modo inteligente, sabiendo, por la experiencia con su hija, que aconsejar sobre discusiones domésticas raramente se agradecía, pero había esperado bastante fervientemente que el destino interviniese para evitar que naciese un hijo desdichado que mantuviera ocupada a aquella pareja mal unida. El primer embarazo de su hija a la edad de dieciséis años cuando aún iba al colegio y estaba soltera, había sido una conmoción para él, pero la conmoción más grande fue descubrir que su esposa e hija nunca se habían gustado la una a la otra. Su hija culpaba de sus dos desastrosos matrimonios y cuatro hijos a su insatisfecha búsqueda de amor; mientras su esposa culpaba a su hija de sus oportunidades perdidas y de su falta de amor propio. George intentó enmendar fracasos pasados interesándose por sus nietos, pero lo encontraba difícil. Su interés tendía a ser crítico. Creía que eran salvajes e indisciplinados y echaba la culpa de ello a la indulgencia de su hija y a la falta de la figura del padre.

La pesadilla recurrente de Walsh era que al quedar embarazada por un descuido su hija había sembrado semillas de infelicidad que crecerían y madurarían con cada generación siguiente. Alcanzó a McLoughlin.

– La vida es un rompecabezas, Andy. Mirará atrás, al final, y verá dónde encajaban las piezas, aunque ahora no lo pueda ver. Las cosas le irán mejor. Siempre es así.

– Claro que sí, señor. «Todo es por el bien del mejor de todos los mundos posibles.» Cree en esa mierda, ¿verdad?

Walsh quedó aplastado.

– Pues sí, en realidad.

Se estaban acercando a la casa del hielo que se alzaba como una silueta recortada contra las lámparas de arco voltaico situadas al otro lado. McLoughlin hizo un gesto con la cabeza hacia la puerta abierta y la oscuridad del interior.

– Adivino dónde le hubiese dicho él que se metiera su pequeño aforismo. No estaría de acuerdo.

– Pero puede que sí su asesino.

«Y también puede que sí su mujer -pensó Walsh, mordazmente-, metida en la cama con la humanidad jovial y ligeramente cálida en forma de Jack Booth.»

Levantó una mano para saludar al policía Jones cuando dieron la vuelta al edificio.

– ¿Encontraron algo?

Jones señaló un trozo de lona en el suelo, con diversos objetos.

– Eso es todo, señor. Hemos trabajado en un radio de cincuenta metros alrededor de la casa del hielo. Les he dicho a los muchachos que dejasen el bosque que se extiende a lo largo del muro de la parte de atrás para mañana. Las lámparas proyectaban demasiadas sombras para poder ver bien.

Walsh se puso en cuclillas aguantándose sobre sus caderas y usó un lápiz para seleccionar y revolver la colección de bolsas de patatas fritas vacías, envolturas de caramelos, dos pelotas de tenis raídas y otras cosas. Separó tres condones usados, unas bragas tipo bikini descoloridas y muchos cartuchos gastados.

– Investigaremos sobre esto. No creo que el resto vaya a decirnos nada -se impulsó para ponerse en pie-. Bien, creo que podemos dar por acabado el día. Jones, quiero que continúen registrando los jardines mañana. Concéntrese en las zonas de bosque, a lo largo del muro posterior y hacia arriba, hasta las verjas de delante. Reúna un equipo para ayudarles. Andy, siga con los interrogatorios hasta que yo me una a usted. Pregunte a Fred Phillips si ha utilizado una escopeta últimamente. Comprobaremos en la comisaría si él o cualquiera de aquí tiene licencia para usar una. El sargento Robinson y los otros policías pueden ir de puerta en puerta por el pueblo -señaló los condones y las bragas-. Parece que es poco probable que alguien de Grange haya abandonado ninguno de esos objetos en el jardín, pero a pesar de eso, usted -miró a McLoughlin- podría preguntarlo con tacto -se volvió hacia Jones-. ¿Estaban juntos en el mismo sitio?

– Esparcidos por ahí, señor. Marcamos las posiciones.

– Buen chico. Parece como si un Lotario [1]local tuviese la costumbre de traer a su novia aquí. Si es así, quizá pueda darnos alguna información. Le diré a Nick Robinson que se centre en eso.

Había una mirada amarga en el rostro de McLoughlin. No le gustaba mucho el panorama de dialogar a propósito de condones usados con las mujeres de Grange.

– ¿Y usted, señor? -preguntó.

– ¿Yo? Voy a volver a examinar uno o dos expedientes, sobre todo el de la señorita Cattrell. Es un hueso duro. No me gusta la idea… nada de nada.

Walsh apretó los labios y se los estiró con un dedo y el pulgar.

– Hay un expediente del Cuerpo Especial, tan largo como su brazo, que se remonta a cuando era estudiante. Tuve acceso a algunas secciones de éste cuando Maybury desapareció. Por eso supe que estaba entonces en Greenham Common. Ha puesto algunas chinitas en el camino con los años. ¿Recuerda la locura de hace un par de años sobre una «contabilidad creativa» del ministerio de Defensa? Alguien añadió un cero a una propuesta de tres millones de libras y el ministerio pagó diez veces más de lo que el contrato valía. Aquélla fue la noticia en exclusiva de Anne Cattrell. Rodaron cabezas. Es un hacha en hacer rodar cabezas -se tocó la mandíbula concentrado-. Sugiero que recuerde eso, Andy.

– Está siendo un poco drástico, ¿no, señor? Si es tan buena, ¿qué demonios está haciendo aguantando aquí, en las poco pobladas regiones de Hampshire? Debería estar en Londres en una de las publicaciones nacionales más importantes -dijo. Le había pinchado el tono de Walsh de admiración divertida.

– Oh, es buena -dijo Walsh con acritud-, y trabajaba para un periódico nacional londinense antes de que abandonara todo para venir aquí y convertirse en periodista independiente. No cometa el error de subestimarla. He visto algunos de los comentarios de su expediente. Es una putita con agallas, no es el tipo de persona con la cual uno se pueda permitir medir las armas a la ligera. Tiene un historial de compromiso con la izquierda y sabe todo lo que hay que saber acerca de los derechos civiles y del poder de la policía. Ha sido directora de prensa de la Campaña pro Desarme Nuclear, es una abierta feminista, una sindicalista activa, ha estado relacionada con la Tendencia Militante [2]y en una ocasión fue miembro del partido comunista.

– ¡Dios! -irrumpió airadamente McLoughlin- ¿Qué demonios está haciendo, viviendo en una condenada mansión? Maldita sea, señor, tienen un par de sirvientes que trabajan para ellas.

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