Tom Knox - El Secreto Génesis

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Hace apenas unos años, un equipo de arqueólogos descubrió en Gobekli Tepe, al sureste de Turquía, un templo extraordinario, con enigmáticos y sofisticados relieves, miles de años anterior a las pirámides de Egipto.El corresponsal de guerra Rob Luttrell es enviado al yacimiento para realizar un reportaje para su periódico. Lo que en principio iba a ser un trabajo tranquilo da un giro dramático cuando aparece muerto el director de la excavación.Paralelamente, en Inglaterra se produce una oleada de crímenes ejecutados de acuerdo a primitivos rituales de sacrificios humanos.¿Qué relación guardan las ruinas milenarias de Gobekli Tepe con la terrible cadena de asesinatos?

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De vuelta en Scotland Yard, Forrester revivió el almuerzo con un feliz eructo. Después, se sentó en su silla giratoria y dio varias vueltas, como un niño. Estaba algo borracho por el sake. Pero podía justificarlo. La comida había sido muy instructiva. Con su nuevo amigo Hugo. Forrester descolgó el teléfono y llamó a Boijer.

– ¿Sí, señor?

– Boijer, necesito que busque algo, que haga un rastreo.

– ¿Sobre qué?

– Llame a los colegios privados más caros.

– De acuerdo…

– Empiece por Eton, Winchester y Westminster. Nada que esté por debajo de Millfield. Y llame a Harrow. Compruebe la lista del consejo de rectores.

– Muy bien. Y… ¿sobre qué les preguntamos?

– Sobre chicos desaparecidos. Alumnos desaparecidos. Y pruebe también en las mejores universidades. Oxbridge, Londres, St Andrews, Durham… Ya conoce la lista.

– ¿Bristol?

– ¿Por qué no? Y Exeter. Y el Instituto de Agricultura de Cirencester. Tenemos que encontrar estudiantes que lo dejaran, de forma repentina y recientemente. Quiero chicos pijos. Con problemas.

27

El cuerpo podrido y semimomificado del bebé yacía en el suelo. En el aire había un hedor a descomposición antigua. Las bombillas desnudas parpadeaban sobre las piezas y estanterías de la bodega del museo. Los hombres que se acercaban eran grandes y estaban armados y enfadados. Rob creyó reconocer a algunos de la excavación. Kurdos. Parecían kurdos.

Sólo había una puerta en la bodega. Y el camino hacia la salida lo ocupaban aquellas figuras amenazantes. Ocho o nueve hombres. Algunos llevaban armas de fuego: una antigua pistola, una escopeta y un rifle de caza nuevo. El resto iban armados con grandes cuchillos, uno de ellos tan grande que parecía un machete. Rob dedicó a Christine una desdichada mirada de disculpa. Ella sonrió con tristeza y desesperación. Y entonces, se acercó, alargó la mano y apretó con fuerza la suya.

Los capturaron y los separaron. Los hombres agarraron a Rob del cuello y a Christine de los brazos. Rob vio cómo el más grande, el que parecía ser el jefe, miraba por el pasillo lateral hacia la vasija rota y el lastimoso y pequeño cadáver con el extraño líquido acre que se derramaba a su alrededor. Siseó a sus compañeros y, de inmediato, dos de los kurdos se separaron del grupo y avanzaron por el pasillo lateral, quizá para encargarse de la prueba, hacer algo con el pequeño montón de carne ligeramente podrida.

Rob y Christine fueron conducidos al exterior de la bodega. Uno de los hombres que sujetaba al periodista apretaba una pistola con fuerza sobre su mejilla. La fría boca del arma olía a lubricante. Otros dos agarraban fuertemente los brazos desnudos de Christine. El hombre alto con el rifle de caza avanzó desde atrás con un par de ayudantes.

¿Adónde los llevaban? Rob pudo notar que los kurdos también estaban asustados, probablemente tanto como él y Christine. Pero aquellos hombres estaban decididos. Empujaron y tiraron de ellos a lo largo del pasillo flanqueado por las largas filas de antigüedades, pasando por los monstruos del desierto, los generales romanos y los dioses cananeos de las tormentas. Dejaron atrás a Anzu, a Ishtar y a Nimrud.

Subieron las escaleras hasta la sala principal del museo. Christine profería insultos en francés con valentía. Rob sintió una oleada protectora por parte de ella, y otra de vergüenza, por sí mismo. Él era el hombre allí. Debería de ser capaz de hacer algo. Comportarse como un héroe. Hacer caer los cuchillos de las manos de los kurdos con una patada, darse la vuelta y forcejear con sus raptores hasta derribarlos, agarrar a Christine de la mano y salvarla, llevarla hacia la ardiente libertad.

Pero la vida no era así. Los llevaban, como a animales cazados, despacio pero con determinación, hacia su destino cierto. Y éste era… ¿exactamente qué? ¿Los estaban secuestrando? ¿Se trataba de un montaje? ¿Eran estos tipos terroristas? ¿Qué estaba pasando? Esperaba que los kurdos fueran alguna especie de policías. Pero estaba casi convencido de que no lo eran. No podían serlo. Aquello no parecía un arresto. Estos tipos parecían furtivos y culpables, e incluso asesinos. Su mente fue invadida por imágenes de decapitaciones. Todos aquellos pobres hombres de Iraq, Afganistán y Chechenia. Inmovilizados. El cuchillo atravesando el cartílago y la tráquea. La exhalación gaseosa mientras el cuerpo sin cabeza bombeaba aire y sangre y después se desplomaba sobre el suelo. Allahu Akhbar. Allahu Akbar. La granulada secuencia en internet. El horror. Un sacrificio humano en vivo que recorre todo el mundo en la red.

Christine seguía insultando. Rob forcejeó y se retorció, pero los hombres lo tenían sujeto con fuerza. No podía ser un héroe. Podía probar a gritar.

– ¿Christine? -dijo-. ¿Christine?

Por detrás de él la oyó.

– ¡Sí!

– ¿Estás bien? ¿Qué demonios…?

Un puño le golpeó en la boca. Sintió que el paladar se le llenaba de sangre salada y caliente. El dolor era agudo. Su cuerpo se encorvó.

El jefe se acercó para ponerse enfrente de él. Levantó la cara ensangrentada de Rob y le dijo:

– ¡No hablar! ¡No hablar!

El rostro de aquel líder no era cruel. Su expresión era más bien… de resignación. Como si aquello fuera algo que tenían que hacer, pero que no necesariamente desearan. Algo verdaderamente terrible…

Como una ejecución.

Rob vio cómo uno de los kurdos abría despacio y con cuidado la puerta principal del museo. La visión de la puerta le trajo todo un desfile de recuerdos. Las últimas y extrañas horas de su vida: los corderos siendo sacrificados en las calles de Urfa; los hombres vestidos con sus pantalones negros de los días de fiesta; y la sigilosa entrada de los dos en el museo. Y después, el grito silencioso del bebé. Enterrado vivo doce mil años atrás.

El kurdo que custodiaba la puerta hizo una señal de asentimiento a sus compañeros. Al parecer, no había moros en la costa.

– ¡Vamos! -le gritó el jefe a Rob-. ¡Entra en coche!

Con brusquedad, los hombres escoltaron al periodista a través del caluroso aparcamiento iluminado por la luna. Al coche manchado de higos se sumaron otros tres vehículos más. Se trataba de coches viejos, vehículos de allí llenos de abolladuras. Obviamente, no eran coches de la policía. Rob sintió cómo desaparecía el último atisbo de esperanza.

Lo que trataban de hacer era claramente llevar a Rob y a Christine a algún lugar lejano. Puede que fuera de la ciudad. A alguna granja solitaria. Donde los encadenarían a unos asientos. Rob se imaginó el sonido del cuchillo mientras le rasgaba el esófago. Allahu Akhbar. Desechó ese pensamiento. Tenía que permanecer lúcido. Salvar a Christine. Salvarse a sí mismo por su hija.

¡Su hija!

La culpa le atravesó el corazón como una daga de cristal. ¡Su hija Lizzie! Justo ayer le había prometido que volvería a casa dentro de una semana. Ahora era probable que nunca más volviera a verla. Estúpido, estúpido, estúpido, estúpido.

Una mano apretó su cabeza. Querían que se agachara, que entrara en el maloliente asiento trasero del coche. Rob se resistió, sintiendo como si lo estuvieran conduciendo hacia su muerte. Se giró y vio a Christine justo detrás de él, con un cuchillo en la garganta. La estaban arrastrando hacia el otro coche; no había nada que se pudiera hacer.

Entonces sucedió algo.

– ¡Alto!

El tiempo se congeló. Unas luces brillantes centellearon en el aparcamiento.

– ¡Alto!

Las luces eran completamente cegadoras. Rob notó la presencia de muchos hombres más. Cada vez más sirenas. Luces rojas y azules.

Luces y ruido a su alrededor. La policía. ¿Era la policía? Dio un tirón de un brazo deshaciéndose de la garra de su raptor y se protegió la cara para mirar hacia la luz deslumbrante y cegadora…

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