Se detuvo en la esquina, junto a la torre del reloj, y vio cómo un hombre se esforzaba por sostener entre sus piernas una cabra de pelo blanco. El hombre llevaba unos holgados pantalones bombachos negros - shirwals, el tradicional atuendo kurdo. Tras dejar su humeante cigarro sobre un taburete a su lado, agarró un cuchillo largo y reluciente y hundió la hoja en la parte inferior del estómago de la cabra.
El animal baló con desesperación. El hombre no se inmutó. Se giró y cogió su cigarro, le dio otra calada y volvió a dejarlo. La sangre salía del estómago de la cabra herida. El hombre se inclinó por encima de ella y, haciendo una mueca, rasgó con el cuchillo el tembloroso y rosado vientre. La sangre brotó a borbotones empapando la calle. La cabra ya no berreaba ni luchaba, sino que emitía un gemido grave. Sus largas pestañas se agitaron mientras moría. El hombre abrió de un tirón la herida y las visceras salieron deslizándose mientras los órganos de color pastel caían poco a poco sobre un cuenco de plástico poco profundo colocado en la acera.
Rob continuó caminando. Encontró a Christine junto a la arcada que conducía hasta el caravasar. La expresión de sorpresa y perplejidad que él tenía lo decía todo.
– Kurban Bayrami -explicó ella-. El último día del Hajj.
– Pero ¿por qué las cabras?
– Y los corderos. -Christine entrelazó su brazo con el de él mientras caminaban por las calles del bazar cerradas con postigos. El olor a comida lo inundaba todo. Cabra asada y cordero a la parrilla-. Se llama la Fiesta del Sacrificio. Conmemora a Abraham e Isaac, el intento de sacrificio de Isaac.
– El Kurban Bayrami, claro. Lo celebran en Egipto y el Líbano; lo conozco bien, se conoce como Eid… Pero… -Negó con la cabeza-. ¡No matan animales en la calle! Lo hacen en el interior de las casas y son degollados.
– Sí -asintió ella-. En Urfa lo tratan como una fiesta local especial porque Abraham procede de aquí. -Ella sonrió-. Y es bastante… sangrienta.
Habían llegado a una plazoleta con casas de té y cafeterías en las que los hombres fumaban shishas. Muchos de ellos iban ataviados, para el Kurban Bayrami, con los pantalones kurdos largos y holgados. Otros, con togas especialmente adornadas. Sus mujeres pasaban por delante, engalanadas con joyas resplandecientes o luciendo pañuelos en la cabeza con ribetes de plata. Algunas llevaban tatuajes de herma, con las manos y los pies generosa y magníficamente pintados; de sus pañuelos colgaban baratijas plateadas. La escena era mordazmente colorida.
Pero no habían ido allí para hacer turismo.
– Ahí está. -Christine señaló a una pequeña casa situada en una calle sombría-. La casa de Beshet.
El calor del día se escurría por las calles como el agua tras una inundación. Rob le apretó la mano a Christine.
– Buena suerte.
Ella cruzó la calle y llamó a la puerta. Rob se preguntó si aquello era poco ortodoxo y lo perturbador que sería para Beshet que una mujer occidental y blanca fuera a su casa. Cuando Beshet abrió la puerta, Rob observó su expresión y vio en ella sorpresa y preocupación, pero también de nuevo aquella languidez de cachorro. Rob confiaba en que Christine conseguiría la clave.
Caminó de nuevo hasta la plaza y observó la escena. Algunos niños con petardos lo saludaron.
– ¡Oye, americano!
– Hola…
– ¡Feliz Bayram!
Los niños se rieron como si hubieran despertado a alguna bestia exótica y aterradora del zoo; luego se dispersaron calle arriba. Las aceras seguían llenas de sangre, pero la carnicería había terminado. Kurdos con bigote que fumaban sus shishas en las mesas de las cafeterías lo saludaron con una sonrisa. Rob decidió que Sanliurfa era un lugar extraño. Era inevitablemente exótico y, en cierto modo, hostil; pero la gente era de lo más amable que Rob había conocido jamás.
Apenas se había dado cuenta de la presencia de Christine cuando ésta se acercó hasta él.
– Hola -lo saludó.
Él se giró alertado.
– ¿La tienes?
– La tengo. No estaba muy dispuesto…, pero me la ha dado.
– Muy bien, pues…
– Esperemos a que oscurezca.
Un rápido paseo los llevó a la calle principal fuera de la ciudad vieja. Un taxi los condujo hasta el apartamento de Christine, donde pasaron unas cuantas horas de nervios navegando por internet, tratando de no preocuparse sin conseguirlo. A las once salieron sigilosamente del edificio de apartamentos y caminaron en dirección al museo. Las calles estaban ahora mucho más tranquilas. Habían limpiado la sangre y aquel día de fiesta estaba a punto de terminar. La luna en forma de cimitarra brillaba por encima de ellos. Las estrellas relumbraban como tiaras alrededor de los chapiteles de los minaretes.
En la verja del museo, Rob miró a ambos lados de la calle. No había nadie. Podía oír las voces de la televisión turca que salían de una casa con los postigos cerrados en un edificio próximo. Por lo demás, reinaba el silencio. Rob empujó y la verja se abrió. Por la noche, el jardín era un lugar intensamente evocador. La luz de la luna plateaba las alas de Pazuzu, el demonio del desierto. Había bustos de emperadores romanos, rotos y fragmentados; y líderes militares asirios, congelados en el mármol, con sus cacerías de leones sin fin. La historia de Sanliurfa estaba allí, en ese jardín, soñando bajo la luz de la luna. Los demonios de Sumeria gritaban en silencio; las fauces de piedra abiertas durante cinco mil años.
– Necesito dos claves -dijo Christine-. Beshet me dio las dos.
Se acercó a la puerta de entrada del museo. Rob miró hacia atrás para comprobar que estaban solos.
Lo estaban. Había un coche aparcado bajo las higueras. Pero pare cía como si llevara allí varios días. Tenía el parabrisas salpicado de higos podridos. Una mancha de pulpa y semillas.
La puerta emitió un seco chasquido. Rob se giró y vio que Christine ya la había abierto. Subió los escalones y la siguió hacia el interior. Dentro del museo hacía calor. No había nadie allí que abriera ventanas ni puertas. Y no había aire acondicionado. Rob se limpió el sudor de la frente. Llevaba puesta una chaqueta para guardar todo lo que necesitaban: linternas, teléfonos, cuadernos de notas… En la sala principal la estatua más antigua del mundo resplandecía débilmente en la oscuridad, con sus tristes ojos de obsidiana que miraban afligidos en la penumbra.
– Por aquí abajo -dijo Christine.
Rob vio, entre las sombras, una pequeña puerta en el otro extremo de la sala. Detrás de ella había unas escaleras que bajaban. Le dio a Christine una linterna y encendió la suya. Las dos luces parpadearon en la oscuridad polvorienta mientras descendían por las escaleras.
Las bodegas eran sorprendentemente grandes. Mucho más que el museo de la parte superior. Puertas y pasillos que iban en todas direcciones. Estantes llenos de antigüedades brillaban trémulamente a medida que Rob dirigía la luz de su linterna hacia todos lados, por encima de cerámicas fragmentadas, pedazos de gárgolas, lanzas, piedras y vasijas.
– Es enorme.
– Sí. Sanliurfa está construida sobre antiguas cuevas y convirtieron éstas en bodegas.
Rob se inclinó y miró hacia una figurita rota puesta boca arriba que le gruñía al estante de arriba.
– ¿Qué es eso?
– El monstruo Asag. El demonio que provoca las enfermedades. Sumerio.
– Vale… -Rob sintió un escalofrío a pesar del sofocante calor. El frío terror de lo que estaban a punto de hacer fue en aumento-. Sigamos adelante, Christine. ¿Dónde está la bodega de Edessa?
– Por aquí.
Giraron en una esquina y siguieron por otro pasillo, tras pasar por una columna romana brutalmente truncada y más estanterías con jarrones y vasijas. El polvo era denso y asfixiante; Christine dirigía el paso hacia la parte más antigua del conjunto de cuevas.
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