Tom Knox - El Secreto Génesis

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Hace apenas unos años, un equipo de arqueólogos descubrió en Gobekli Tepe, al sureste de Turquía, un templo extraordinario, con enigmáticos y sofisticados relieves, miles de años anterior a las pirámides de Egipto.El corresponsal de guerra Rob Luttrell es enviado al yacimiento para realizar un reportaje para su periódico. Lo que en principio iba a ser un trabajo tranquilo da un giro dramático cuando aparece muerto el director de la excavación.Paralelamente, en Inglaterra se produce una oleada de crímenes ejecutados de acuerdo a primitivos rituales de sacrificios humanos.¿Qué relación guardan las ruinas milenarias de Gobekli Tepe con la terrible cadena de asesinatos?

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– La historia es que un jeque otomano estaba cansado de discutir con sus esposas. Su harén era un caos. Así que le pidió al confitero de la corte que le hiciera unos dulces tan deliciosos que hicieran callar a sus mujeres. -Kiribali se reclinó en su asiento cuando el camarero colocó sobre la mesa el plato de dulces espolvoreados con azúcar-. Aquello funcionó. Las mujeres se apaciguaron con las delicias turcas y la tranquilidad volvió al harén. Sin embargo, las concubinas se pusieron tan gordas por culpa de estas delicias con tantas calorías que el jeque se volvió impotente en su compañía. Así que… el jeque hizo que lastraran al confitero. -Kiribali se rió a carcajadas de su propia historia, cogió el plato y se lo ofreció a Christine.

Rob sintió, y no era la primera vez, un extraño sentimiento ambivalente hacia Kiribali. El policía era encantador, pero también había algo amenazador en él. Su camisa estaba demasiado limpia, su corbata era demasiado inglesa y su elocuencia demasiado estudiada y hábil. Resultaba evidente que era muy inteligente. Rob se preguntó si Kiribali se encontraba cerca de alguna solución al asesinato de Breitner.

Las delicias turcas estaban exquisitas. Kiribali volvió a ofrecérselas.

– ¿Han leído los libros de Narnia?

Christine asintió y Kiribali continuó hablando.

– Seguramente sea la referencia literaria más famosa de las delicias turcas. Cuando la reina de las Nieves ofrece los dulces…

¿El león, la bruja y el armario?

– ¡Exacto! -Kiribali se rió con satisfacción y después dio un sorbo a su pequeña taza de té-. A menudo me preguntó por qué los británicos son tan aficionados a la literatura infantil. Es un don especial de la raza de la isla.

– ¿Quiere decir comparado con los estadounidenses?

– Comparado con cualquiera, señor Luttrell. Piénselo. Las historias más famosas para niños. Lewis Carroll, Beatrix Potter, Roald Dahl, Tol kien… Incluso el vomitivo Harry Potter. Todos ellos británicos.

Una agradable brisa mecía los rosales de Golbasi.

– Creo que se debe a que los británicos no tienen miedo de asustar a los niños -afirmó Kiribali-. Y a los niños les encanta que los asusten. Algunas de las mejores historias infantiles son verdaderamente macabras, ¿no creen? Un fabricante de sombreros psicótico envenenado con mercurio, un chocolatero solitario que tiene como empleados a negros diminutos…

Rob levantó una mano.

– Oficial Kiribali…

– ¿Sí?

– ¿Existe algún motivo en especial por el que haya venido a hablar con nosotros?

El policía se limpió sus femeninos labios con el extremo de unaservilleta.

– Quiero que se vayan. Los dos. Ahora.

Christine se mostró desafiante.

– ¿Por qué?

– Por su propio bien. Porque se están metiendo en asuntos que no comprenden. Éste… -Kiribali movió una mano por encima de ellos, un gesto que abarcaba la ciudadela, las dos columnas corintias de la cima y las oscuras cuevas que había debajo-. Éste es un lugar muy antiguo. Hay demasiados secretos aquí. Oscuros temores que ustedes no serían capaces de entender. Cuanto más se involucren, más peligroso será.

Christine movió la cabeza.

– No me van a ahuyentar.

Kiribali la miró con el ceño fruncido.

– Son ustedes estúpidos. Están acostumbrados a las cafeterías de Starbucks y a… ordenadores portátiles y… sofás-cama. A la vida cómoda. Esto es el antiguo Oriente. Está más allá de su comprensión.

– Pero dijo que probablemente querría hacernos preguntas…

– ¡Ustedes no son sospechosos! -El detective hablaba con expresión de enfado-. ¡No les necesito!

Christine no se inmutó.

– Lo siento, pero no me van a dar órdenes. Ni usted ni nadie.

Kiribali se giró hacia Rob.

– Entonces debo apelar a su lógica masculina. Ya sabemos cómo son las mujeres…

Christine se incorporó en su asiento.

– Quiero saber qué hay en el sótano. ¡El museo!

Este arrebato dejó sin palabras al detective turco. En su cara se dibujó una expresión extraña y confusa. Después, frunció el ceño. Miró a su alrededor como si esperara que un amigo se uniera a ellos. Pero la terraza de la cafetería estaba vacía. Sólo quedaba una pareja de dos hombres gordos y trajeados que fumaban shishas en un rincón sombrío. Miraron a Rob con languidez y sonrieron.

Kiribali se puso de pie de forma repentina. Sacó unas cuantas liras turcas de una elegante cartera de piel y dejó el dinero con cuidado sobre el mantel.

– Lo diré de una manera clara para que lo entiendan. Se les ha v isto entrando sin permiso en un yacimiento, en Gobekli Tepe. La semana pasada.

Rob sintió un escalofrío de miedo. Si Kiribali lo sabía, tenían problemas.

El turco continuó hablando.

– Tengo amigos en las aldeas turcas.

Christine trató de explicarse.

– Simplemente buscábamos…

– Simplemente buscaban al diablo. Las judías deberían saberlo.

Kiribali pronunció la palabra «judías» con un tono sibilante que a Kob le recordó al siseo de una serpiente-. Mi paciencia… no es infinita. Si no salen de Sanliurfa antes de mañana terminarán en la celda de una prisión turca. Allí podrán descubrir que algunos de mis colegas del proceso judicial de la república de Ataturk no comparten mi actitud humanitaria hacia su bienestar. -Les sonrió de la forma más falsa que le fue posible y después se fue, rozando a su paso las gruesas rosas, que se balancearon y dejaron caer unos cuantos pétalos escarlata.

Durante un momento, Rob y Christine se quedaron allí sentados. Rob percibió la inminencia del problema. Casi podía oír cómo se disparaban las alarmas. ¿En qué se estaban metiendo? Aquélla era una buena historia periodística pero, ¿merecía la pena ponerse en peligro? El tren del pensamiento lo condujo, inconscientemente, de vuelta a Iraq. Ahora recordaba a la terrorista suicida de Bagdad. Todavía podía ver el rostro de aquella mujer. Una hermosa joven de pelo largo y oscuro y exuberantes labios pintados de rojo brillante. Una terrorista suicida con los labios pintados. Y entonces ella le sonrió, casi de una forma seductora, mientras acercaba la mano al detonador para asesinarlos a todos.

Sintió un escalofrío al recordarlo. Pero aquella horrible imagen le proporcionó también una especie de firmeza. Estaba harto de que lo amenazaran. O de que lo atemorizaran. ¿Quizá debía quedarse esta vez y superar sus temores?

Christine estaba del todo decidida.

– Yo no me voy.

– Nos arrestarán.

– ¿Por qué? ¿Por conducir de noche?

– Entramos en la excavación sin permiso.

– No puede mandarnos a la cárcel por eso. Es un farol.

Rob puso reparos.

– Yo no estoy tan seguro. No sé…

– A mí me parece muy débil. No es más que un juego…

– ¿Débil? ¿Kiribali? -Rob negó firmemente con la cabeza-. No, no lo es. He investigado un poco sobre él. He hecho algunas preguntas. Es respetado, incluso temido. Dicen que es un experto perdonavidas. No es bueno tenerle de enemigo.

– Pero no podemos irnos aún. ¡No hasta que sepa algo más!

– ¿Te refieres a ese asunto del sótano? ¿Al museo? ¿Qué es todo eso?

El camarero merodeaba alrededor de ellos, esperando a que se fueran. Pero Christine pidió otros dos vasos de cay dulce de color rubí.

– La última línea del cuaderno -explicó-. «Calaveras de Cayonu, cf. Orra Keller». ¿Recuerdas las calaveras de Cayonu?

– No -confesó Rob-. Cuéntame.

– Cayonu es otro yacimiento famoso. Casi tan antiguo como Gobekli. Está a unos ciento cincuenta kilómetros al norte. Allí fue el primer lugar donde se domesticaron cerdos.

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