Tom Knox - El Secreto Génesis

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Hace apenas unos años, un equipo de arqueólogos descubrió en Gobekli Tepe, al sureste de Turquía, un templo extraordinario, con enigmáticos y sofisticados relieves, miles de años anterior a las pirámides de Egipto.El corresponsal de guerra Rob Luttrell es enviado al yacimiento para realizar un reportaje para su periódico. Lo que en principio iba a ser un trabajo tranquilo da un giro dramático cuando aparece muerto el director de la excavación.Paralelamente, en Inglaterra se produce una oleada de crímenes ejecutados de acuerdo a primitivos rituales de sacrificios humanos.¿Qué relación guardan las ruinas milenarias de Gobekli Tepe con la terrible cadena de asesinatos?

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La relojería se había puesto en marcha. La maquinaria había sido engranada. Forrester inhaló el aire húmedo y pesado. La llovizna de las nubes grises se acercaba rápida desde el turbio y picado mar de Irlanda.

20

El Land Rover avanzaba a toda velocidad por el sucio camino alejándose de Sogmatar con dirección a la carretera principal de Sanliurfa, veinte kilómetros en paralelo al antiguo arroyo. Christine miraba hacia delante, concentrada en la carretera y la mano apretada sobre la palanca de cambios. Avanzaban en silencio.

Rob no le había contado lo que pensaba que había descubierto con respecto a los números. Quería comprobarlo primero él solo. Y para eso, necesitaba el cuaderno y, quizá, un ordenador.

Cuando alcanzaron la entrada de la ciudad, al sol le quedaba una hora para el crepúsculo y en Sanliurfa el bullicio era notable. Al llegar al centro, fueron directamente al apartamento de Christine, colocaron las polvorientas chaquetas sobre el sillón de mimbre y se dejaron caer en el sofá. De repente, Christine empezó a hablar, de forma casi inesperada y sin venir a cuento:

– ¿Crees que debería volver a casa?

– ¿Cómo? ¿Por qué?

– La excavación ha terminado. Cobraré mi último salario dentro de un mes. Podría irme ya.

– ¿Sin descubrir qué le ha pasado a Franz?

– Sí. -Miró por la ventana-. Está… muerto. ¿No debería asumirlo?

Fuera, el sol se estaba ocultando. Los almuecines llamaban a la oración por toda la ciudad antigua de Urfa. Rob se levantó, se dirigió hasta la ventana, la abrió y miró a través de ella. Un vendedor de pepinos iba con su bicicleta por la acera anunciando sus productos. Unas mujeres con velo agrupadas fuera del concesionario de Honda hablaban por teléfonos móviles a través del chador negro bajo el que se ocultaban. Parecían sombras, fantasmas. Las novias de la muerte vestidas de luto.

Volvió al sofá y miró a Christine.

– No creo que debas irte. Todavía no.

– ¿Por qué no?

– Creo que sé qué significan los números.

Su rostro permaneció inmutable.

– Cuéntamelo.

– ¿Tienes una Biblia? ¿En inglés?

– En esa estantería.

Rob caminó hacia la estantería y examinó los lomos de los libros: arte, poesía, política, arqueología, historia, más arqueología. Allí estaba. Sacó una vieja Biblia negra. La versión oficial.

Al mismo tiempo, Christine cogió del escritorio el cuaderno de Breitner.

– Muy bien -dijo Rob-. Espero tener razón. Creo que la tengo. Pero veamos. Lee en voz alta los números del cuaderno. Y dime qué hay al lado de ellos en esa página.

– De acuerdo. Está el… veintiocho. Junto a un signo de una brújula señalando al este.

– No. Dilo como si los dos números estuvieran separados. Dos ocho.

Christine miró a Rob perpleja. Puede que incluso divertida.

– Vale. Dos ocho. Junto a una flecha que apunta al este.

Rob abrió la Biblia por el Génesis, hojeó las finas y casi traslúcidas páginas y encontró la correcta. Fue pasando el dedo a lo largo de las densas columnas.

– Capítulo 2, versículo 8. Génesis, 2,8. «Y Jehová Dios plantó un jardín en Edén, al oriente, y puso allí al hombre que había modelado». -Rob esperó.

Christine miraba fijamente la Biblia. Un momento después, susurró:

– ¿En Edén, al oriente?

– Lee otro.

Christine examinó el cuaderno.

– Dos nueve. Junto al árbol.

Rob fue a la misma página de la Biblia y leyó:

– Libro del Génesis. Capítulo 2, versículo 9. «Y Jehová Dios hizo nacer de la tierra toda clase de árboles hermosos a la vista, y de sabrosos frutos. Y además el árbol de la vida en medio del jardín y el árbol de la ciencia del bien y del mal».

– Dos uno cero. Dos diez. Junto a la línea serpenteante del río dijo Christine en voz baja.

– ¿La que se convierte en cuatro ríos?

– Sí.

Rob volvió la vista a la Biblia.

– Capítulo 2, versículo 10. «Y salía de Edén un río que regaba el jardín, y desde allí se dividía en cuatro brazos».

– Dios mío -dijo Christine-. ¡Tienes razón!

– Intentémoslo con otro, para asegurarnos. Uno distinto, de los números grandes.

Christine volvió al cuaderno.

– De acuerdo. Aquí hay algunos números más altos, al final. ¿El diez once?

Rob pasó las páginas y leyó, sintiéndose como un sacerdote en su púlpito.

– Génesis, capítulo 10, versículo 11. «Y tomó Teraj a Abraham, su hijo, y a Lot, hijo de Aram, hijo de su hijo, y a Sara, su nuera, mujer de su hijo Abraham, y salió con ellos de Ur de los caldeos, para dirigirse a la tierra de Canaán; llegados a Harán, se quedaron allí».

– ¿Harán?

– Harán. -Rob hizo una pausa sentándose al lado de Christine-. Probemos otra más, de los números colocados junto a los dibujos.

– Aquí hay un número junto a un dibujo, parece que es un perro o un cerdo…, o algo así.

– ¿Qué número es?

– Doscientos diecinueve. Entonces, ¿el dos diecinueve?

Rob buscó el párrafo pertinente.

– «Y Jehová Dios llevó ante Adán a todos los animales del campo y todas las aves de los cielos que había creado de la tierra, para que viese cómo les había de llamar…».

El silencio invadió el apartamento. Rob pudo seguir oyendo los gritos del vendedor de pepinos elevarse desde las polvorientas calles. Christine lo miró fijamente.

– Breitner pensaba que estaba excavando…

– Sí. El Jardín del Edén.

Se miraron el uno al otro en el sofá.

21

Forrester estaba investigando sacrificios humanos en su oficina de Londres. Tenía el café sobre el escritorio junto a una fotografía de su hijo sosteniendo un balón de playa y otra de su hija, con el pelo rubio claro, sonriente y feliz. Se trataba de una fotografía tomada justo antes de su muerte.

A veces, cuando el perro negro de la depresión le acechaba, Forrester dejaba el retrato de su hija boca abajo sobre el escritorio porque le resultaba demasiado doloroso, demasiado desgarrador. Pensar en su pequeña le provocaba a veces una especie de dolor agudo en el pecho, como si se hubiera fracturado una costilla y se le clavara en los pulmones. Era un dolor tan físico que casi podía verbalizarlo.

Pero la mayor parte del tiempo no era tan malo. Normalmente podía dejar a un lado el dolor, para fijarse en el de otras personas. Esa mañana la foto permanecía sobre el escritorio, ignorada; la feliz y aún viva sonrisa blanca y brillante de su hija. Forrester estaba paralizado ante la pantalla de su ordenador, buscando en Google «sacrificios humanos».

Estaba leyendo sobre los judíos. Los primeros israelitas que quemaban a sus hijos. Vivos. Lo hacían, según supo Forrester, en un valle justo al sur de Jerusalén, Ben-Hinnom. Wikipedia le aclaró al inspector jefe que ese valle era también conocido como Gehenna. El valle de Gehenna era el infierno para los cananeos, el «valle de la sombra de la muerte».

Siguió leyendo. Según los historiadores, en tiempos remotos, las madres y los padres israelitas llevaban a su primogénito al valle, fuera de las murallas de Jerusalén, y allí colocaban a sus bebés en el interior de un hueco de latón en el vientre de una enorme estatua dedicada al demonio cananeo Moloc. El cuenco de latón colocado en el centro de la enorme estatua de Moloc también funcionaba como brasero. Una vez que los niños estaban en el recipiente, se encendía un fuego bajo la estatua que calentaba el latón y, por tanto, asaba a los niños hasta que morían. Como los pequeños gritaban para que los salvaran, los sacerdotes hacían sonar enormes tambores para ahogar los alaridos y evitar que las madres sufrieran una angustia excesiva al oír a sus hijos quemarse vivos.

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