Tom Knox - El Secreto Génesis

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El Secreto Génesis: краткое содержание, описание и аннотация

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Hace apenas unos años, un equipo de arqueólogos descubrió en Gobekli Tepe, al sureste de Turquía, un templo extraordinario, con enigmáticos y sofisticados relieves, miles de años anterior a las pirámides de Egipto.El corresponsal de guerra Rob Luttrell es enviado al yacimiento para realizar un reportaje para su periódico. Lo que en principio iba a ser un trabajo tranquilo da un giro dramático cuando aparece muerto el director de la excavación.Paralelamente, en Inglaterra se produce una oleada de crímenes ejecutados de acuerdo a primitivos rituales de sacrificios humanos.¿Qué relación guardan las ruinas milenarias de Gobekli Tepe con la terrible cadena de asesinatos?

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– Sí, si no te importa.

– Por supuesto que no. -Se bebió rápidamente lo que le quedaba de whisky y después fue a buscar un edredón y unas almohadas.

Rob estaba tan cansado que se quedó dormido en el momento en que Christine apagó la lámpara. Y nada más dormirse, empezó a soñar. Soñó con los números, con Breitner y con un perro. Un perro negro que corría por un camino y un sol ardiente. Un perro. Un rostro.

Un perro.

Y después, sus sueños fueron interrumpidos por un golpe. Lo despertó un golpe muy fuerte.

Saltó del sofá. Había luz. ¿Cuánto tiempo había dormido? ¿Qué era ese ruido? Adormilado, miró el reloj. Eran las nueve de la mañana. El piso estaba en silencio. Pero esos golpes que se repetían, ¿qué eran?

Corrió hacia la ventana.

18

Rob se asomó a la ventana del apartamento. La ciudad vibraba. Los vendedores de pan desfilaban por las bulliciosas calles llevando sobre sus cabezas grandes bandejas con bollos, dulces y galletas saladas con sésamo. Los ciclomotores pasaban por las aceras esquivando a las colegialas de piel oscura con sus mochilas.

Rob volvió a oír el golpe. Escudriñó la escena. Un hombre troceaba baclava con un cortador de pizzas en una tienda al otro lado de la calle. Y una vez más, el golpe.

Entonces vio una motocicleta, una Triumph inglesa grasienta, negra y vieja que producía detonaciones por el tubo de escape. Su dueño se había bajado de la moto y golpeaba con rabia la máquina con su pie izquierdo. Rob estaba a punto de volver a entrar cuando vio algo más.

La policía. Había tres policías saliendo de dos coches en la calle. Dos de ellos llevaban uniformes manchados de sudor, el tercero vestía un pulcro traje azul y una corbata de color rosa claro. Los policías se acercaron a la entrada del edificio de Christine que estaba dieciocho metros más abajo y se detuvieron. Después pulsaron el botón.

El timbre sonó en el apartamento de Christine, muy fuerte.

Christine ya había salido de su dormitorio completamente vestida.

– Christine, la policía está…

– ¡Ya lo sé, ya lo sé! -exclamó-. ¡Buenos días, Robert! Su expresión parecía crispada, pero no asustada. Fue al portero automático y pulsó el botón para abrir la puerta. Rob se puso las botas. Segundos después, la policía estaba en el apartamento, en el salón y en el rostro de Christine.

El hombre pulcramente vestido era amable, hablaba bien, pero tenía un cierto aire siniestro. Apenas llegaba a los treinta años. Miró a Rob con curiosidad.

– Usted debe de ser…

– Rob Luttrell.

– ¿El periodista británico?

– Bueno, americano, pero vivo en Londres…

– Perfecto. Eso es más conveniente. -El oficial sonrió como si le hubieran dado un enorme cheque que no se esperaba-. Hemos venido a entrevistar a la señorita Meyer sobre el terrible asesinato de su amigo, Franz Breitner. Pero también nos gustaría hablar con usted. ¿Quizá después?

Rob asintió. Se había imaginado que tendría una reunión con la policía, pero se sintió extrañamente culpable de que lo acorralaran allí, en el apartamento de Christine a las nueve de la mañana. Quizá el policía estuviera jugando con su culpa. Su sonrisa era provocativa y de superioridad. Se acercó tímidamente al escritorio y dedicó otra mirada desdeñosa al periodista.

– Soy el oficial Kiribali. Como desearíamos hablar con la señorita Meyer primero y en privado, nos ayudaría que usted saliera durante una hora, más o menos.

– Bien, de acuerdo.

– Pero no se aleje mucho. Sólo una hora. Después podemos proceder con usted. -Otra sonrisa maliciosa-. ¿Le parece bien, señor Luttrell?

Rob miró a Christine. Ella asintió tristemente. Se sintió más culpable, por dejarla sola con aquel tipo asqueroso. Pero no tenía elección. Cogió su chaqueta y salió del apartamento.

Pasó la siguiente hora sentado en una silla de plástico sudorosa de un ruidoso cibercafé tratando de ignorar al anciano gruñón ataviado con un peto de panadero que, a su derecha, veía porno lésbico.

Rob pensó en los números del cuaderno de Breitner. Los escribió en todos los buscadores posibles, dándoles vueltas y cambiándolos de lugar. ¿Qué podrían ser aquellas cifras? Seguramente eran una pista, quizá la clave. Una posibilidad era que se tratara de números de páginas. Pero ¿de qué libro? Y no había duda de que se elevaban mucho…, mil trece.

El panadero turco había terminado su exploración. Pasó al lado de Rob con expresión petulante. Rob miró la pantalla con los ojos entrecerrados y volvió a mover los números. ¿Qué era todo aquello? ¿Se trataba de coordenadas geográficas? ¿Años? ¿Dataciones según el carbono 14? No tenía ni idea.

Pensó que el mejor método de solucionar un rompecabezas como ése era dejarlo estar y que el subconsciente se pusiera en marcha. Como un ordenador que emite su zumbido en un cuarto interior. Aquella idea tenía una buena garantía. Rob había leído una vez que un científico llamado Kekule trató de esclarecer la estructura molecular del benceno. Kekule trabajó en ello durante meses sin ningún éxito. Pero una noche soñó con una serpiente con la cola en la boca: un antiguo símbolo llamado uróboros.

Kekule se despertó después, recordó el sueño y se dio cuenta de que su inconsciente le estaba hablando: la molécula del benceno era un anillo, como una serpiente que se muerde la cola. Como el uróboros. Kekule se apresuró a entrar en su laboratorio para comprobar su hipótesis. La solución que había soñado era la correcta en todos los aspectos.

Así de poderoso era el inconsciente. Así que quizá Rob tuviera que aparcar el problema en la bodega de la mente durante un tiempo, para dejar que fermentara. Era probable que después apareciera en su mente la solución a los números de Breitner cuando estuviera pensando en otra cosa: en la ducha, afeitándose, durmiendo o conduciendo. O cuando lo estuviera interrogando la policía…

¡La policía! Rob miró su reloj. Había pasado una hora. Empujó la silla hacia atrás, pagó al dueño del cibercafé y se dirigió rápidamente al apartamento de Christine.

Uno de los policías uniformados le abrió la puerta. Christine estaba sentada en el sofá frotándose los ojos. El otro agente le ofrecía pañuelos de papel. Rob se mostró enfadado.

– No se preocupe, señor Luttrell. -El oficial Kiribali estaba sentado sobre la mesa, con las piernas cruzadas por los tobillos. Su tono de voz era despreocupado y presuntuoso-. Aquí no somos iraquíes. Pero hablar de la muerte de su amigo ha sido para la señorita Meyer un poco… incómodo.

Christine miró al policía con recelo y Rob detectó bastante resentimiento en su expresión. Después, ella fue a su dormitorio y dio un portazo.

Kiribali se tiró de los resplandecientes y blancos puños de la camisa y señaló el sofá con su mano de uñas arregladas con manicura, indicándole a Rob que se sentara. Los otros dos policías se habían instalado en diferentes rincones de la habitación. Mudos y vigilantes. Kiribali le sonrió a Rob.

– Así que es usted escritor.

– Sí.

– Qué encantador. Rara vez tengo la oportunidad de conocer a escritores. Esta ciudad es muy inculta. Ya sabe, por los kurdos… -Suspiró-. No son exactamente eruditos. -Se dio un golpecito en el mentón con el bolígrafo-. Yo estudié literatura inglesa en Ankara. Es mi placer privado, señor Luttrell.

– Bueno, yo no soy más que un periodista.

– ¡Hemingway no era más que un periodista!

– Es cierto. Yo soy sólo un reportero.

– Pero es usted demasiado modesto. Es un hombre de letras. -Los ojos de Kiribali eran de un color azul muy oscuro. Rob se preguntó si llevaba lentillas de contacto. Rebosaba vanidad-. A mí siempre me gustaron los poetas estadounidenses. En especial, las mujeres. Emily Dickinson. Y Sylvia Plath. ¿Las conoce? -Miró a Rob con una expresión hierática en su rostro-. «Una locomotora, una locomotora, que me apartaba con desdén como a un judío… ¡Creo que podría ser judía yo misma!». -Kiribali sonrió, cortés-. ¿Verdad que son unos de los versos más aterradores de la literatura?

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